Está en venta el jardín de los cerezos
Por Antonio Rodríguez Jiménez , 6 marzo, 2014
“Qué siniestro es el oficio de escritor”, dijo Leopoldo María Panero, el loco de Mondragón, fallecido también estos días, tras la desaparición de su amor inalcanzable, Ana María Moix. ¿Por qué se mueren los poetas? Lo conocí en los años 90, durante los festivales de poesía de Las Palmas que organizaba Justo Jorge Padrón. Siempre lo veía deambulando por el centro y los colegas poetas lo evitaban constantemente. Quise acercarme a él para hacerle una entrevista, pero los colegas se asustaban, me asustaban y un miedo absurdo, irracional, me aterraba. De modo que nunca pude acercarme a él. Charo Fierro y Antonio Huerga, mis editores en aquella época, hablaban muy bien de Leopoldo María. A Charo le había tomado cariño y ella a él. Ahora ella ha sido la que ha dado la noticia de su muerte. Pero lo que más me llama la atención de todo esto es que antes no lo mirábamos por miedo y ahora, de repente, tras su muerte, resulta que todos eran sus amigos, que era muy querido. Fantasmal y falsa visión de la realidad. Leopoldo María Panero era el drogadicto, el bisexual, el alcohólico, el comunista trotskista, el preso, el suicida reincidente, el inquilino constante, desde muy joven, de los frenopáticos, donde pasó buena parte de su vida, entregado a su escritura. También se recordará que estuvo en la famosa antología de Castellet, Nueve Novísimos, aunque luego renegaría de ella, como hicieron otros de los incluidos.
Dicen los que lo conocieron que no estaba tan loco, que usaba tarjeta de crédito, que negociaba con sus psiquiatras, que ordenaba sus poemas, que los mandaba a sus editores, que era consciente de su oficio de escritor, que cada año viajaba a Madrid para la Feria del Libro. También se cuenta que le gustaba su propia imagen de locura, una locura más parecida a la de Antonin Artaud que a la de Pound, y que se atrevía a decir : “Aquí estoy yo, Leopoldo María Panero, hijo de padre borracho y hermano de un suicida, perseguido por los pájaros y los recuerdos que me acechan cada mañana escondidos en matorrales, gritando porque termine la memoria y el recuerdo se vuelve azul y gima, rezando a la nada por temor”. Nadie que esté loco de verdad arma también sus discursos ni escribe perfectos versos. Él se reía de la locura de los que dicen estar normales, de los verdaderos locos.
Me llama la atención que ahora en lugar de hablar de su poesía todos los cronistas de su muerte hablan de su desequilibrios, de su locura, de su heterodoxia, narran la lista de manicomios por los que pasó, las veces que estuvo preso por enfrentarse al franquismo, las palizas que le dieron. ¿Dónde están los críticos que comenten la belleza de sus versos? Hablan de la película de Chávarri, El desencanto, de Leopoldo Panero, el poeta falangista, de su tío, de su padre, de su hermano, de la saga, en definitiva de los Panero, una familia burguesa e intelectual, como casi siempre que se habla de la burguesía, de los intelectuales de posguerra. Nadie habla de la valía, del arte, del amor por la poesía.
Curiosamente nunca lo premiaron porque estaba fuera de los convencionalismos, de los lobbys, de esos grupos que lo impregnan todo y marcan las líneas editoriales, administran los galardones, los recursos hasta de las instituciones. Su sello de poeta anómalo, lejos de consagrarlo lo condenó a la indiferencia y al ostracismo. Ahora, que se ha muerto, todos nos acordamos de él, pero es un espejismo que apenas durará cinco o seis minutos. Luego –ojalá me equivoque— habrá desaparecido para siempre.
¿Quién se acordará ahora de Teoría, Narciso en el acorde último de las flautas, Last river together, Dióscuros, Contra España y otros poemas no de amor, Piedra negra o del temblar, Guarida de un animal que no existe, Águila contra el hombre? ¿Quién recuerda uno solo de sus versos?
Hay un poema de Panero muy simbólico dedicado a Claudio Rodríguez, uno de sus amigos y protectores, donde pone de manifiesto la coraza en la que se introduce para defenderse de un mundo hostil que lo hostiga y lo maltrata y donde si hay locura es de otro tipo, al menos no afecta a su manera sensata de expresarse: “Aun cuando tejí mi armadura de acero / el terror en mis ojos muertos. / Aun cuando con mano blanca y nula / hice de silencio tus orines / y la nieve cae aún sobre mi cuerpo / pese a ello se impone un silencio aún más hondo / a los clavos que habían horadado mi cráneo: / aun cuando sean huesos quizá lo que no tiembla / aun cuando el musgo concluye mi pecho / el terror remueve las cuencas vacías”.
Bendita la locura de los poetas. Si fuésemos sensatos, más coherentes, y con la sensibilidad suficiente, tendrían que abrir miles de manicomios para acogernos a todos. Como en su poema de Blancanieves despidiéndose de sus enanitos, Leopoldo María Panero se despide de todos nosotros. Ya sólo volveremos a verlo a través de sus versos, los que queden, como éstos: “Os echaré de menos, nunca os olvidaré. Pañuelos que se pierden en el horizonte. A lo lejos se oyen golpes secos, uno tras otro los árboles se derrumban. Está en venta el jardín de los cerezos”.
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