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Florence Foster Jenkins. ¡Hasta desafinar puede ser arte!

Por Emilio Calle , 29 septiembre, 2016

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Es muy de agradecer, pese a lo que supone de frenazo en su posible éxito comercial, que se haya encargado a Stephen Frears el llevar a la pantalla parte de la vida de una mujer que se zafó de muchas etiquetas, aunque la historia finalmente la registró en sus libros como «la peor cantante de ópera del mundo». Es probable que en manos de un director más rentable, la película no hubiese quedado relegada al ostracismo en que parece ya ir perdiéndose, y hasta que, añadiendo un poco de esas tragedias postizas tan de moda, estuviera olisqueando por si caía algún premio importante. Pero gracias a Frears (quien quizás no haya logrado llegar a las cimas que sus primeras obras parecían prometer, pero que es un director extraordinario, y lo demuestra en cada proyecto) esta desconcertante biografía no hubiese logrado ni por asomo un acabado tan exquisito. Porque Frears logra mantenerse siempre en el quebradizo sendero entre drama y comedia, justo donde siempre se desarrolló la vida de Florence Jenkins (la suya, y claro, para que una persona así se pueda sostener en la realidad necesita pilares no menos que ella misma, por lo que hay secundarios tan benditamente locos como ella), una vida tan absurda de concebir que incluso sabiendo que ocurrió a uno le cuesta pensar que cuanto se cuenta sucedió de verdad. Pero es que Frears maneja sus tiempos de manera magistral, y con un guión más arriesgado (como sí consiguió Tim Burton, al que Scott Alexander y Larry Karaszewski le pusieron en bandeja la perfección de «Ed Wood», en este caso «el peor director de la historia del cine»), estaríamos hablando de una obra maestra. Pero esto no puede ser una queja. Porque la película es divertida, muy grotesca por momentos, extraña siempre, saboreando las hieles del melodrama pero sin ordeñarle los lagrimales a nadie, esquivando juzgar en modo alguno al personaje. Frears unifica los tonos, los modera e incluso cuando podría aprovechar algún efecto dramático, algún gag o un diálogo brillante, prefiere mantenerse siempre a una respetuosa distancia para favorecer en todo momento a la protagonista de esta historia, pues es en su propia singularidad donde reside su grandeza, y asfixiarla con ejercicios de estilo o lecturas psicológicas hubiera sido robarle justo lo que la distinguió: su negativa a aceptar una aparente realidad incuestionable, que ella sencillamente obvió y se empeñó en cantar lo que sus cuerdas vocales eran incapaces de cantar, e incluso cuando parecía que ya no podía llegar aun más lejos en su desatino, logró llenar el Carnegie Hall, en esa época reservado para estrellas como Frank Sinatra.

Claramente, la elección para el papel protagonista era algo más que decisiva, por mucho que siempre lo sea (y dentro además de un reparto espléndido, incluyendo un, para mí, sorprendente Hugh Grant, un actor tan limitado en apariencia). Que se le ofreciera a Meryl Streep no fue sorpresa. Ni que ella lo aceptase. Lo que sorprende del desbordante genio de esta actriz es su inagotable capacidad para reinventarse una y otra vez. Como si fuera la mismísima Florence Jenkins, Meryl Streep se aísla en su composición, y en todo momento permanece fuera de la órbita de lo que realmente ocurre, siempre dentro de su propia irrealidad. Ni una sola vez su trabajo roza la caricatura. Ni por asomo. Y menos aun la condescendencia. Verla actuar es todo un espectáculo, y es de esos papeles en los que de vez en cuando uno tiene que recordarse que es Meryl Streep la que está interpretando, hasta tal extremo es capaz de apagar su propio físico en favor del de su personaje. Y por si faltaban elogios a los prodigios vocales y al perfecto oído de la actriz (capaz de hablar perfectamente en cualquier acento y hasta de cantar), hay que sumar otro. Porque si alguien creía que no se podía cantar peor que Florence Jenkins, Meryl Streep da unos verdaderos recitales para demostrar que hasta desafinando no hay nadie como ella. Y cuando esos gorgoritos distorsionados pueden llevar a la hilaridad, ya está ella para recordarnos que es su voz, y que en esa voz esta el sueño de otra mujer a la que ahora ella defiende como si compartieran almas.

Una historia menor en estos tiempos donde se supone que todos cuentan grandes historias.

Pero no está mal que nos recuerden que hay gente que no se resigna a no cumplir sus sueños, por muy imposibles que estos sean. Y que incluso consiguen que hasta la mismísima realidad se bata en retirada, incapaz por una vez de imponer su tiranía.

 

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