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“FRANK”, descabezando a Michael Fassbender

Por Emilio Calle , 26 septiembre, 2014

Sin títuloAcaba de estrenarse la nueva película del cada vez más interesante Lenny Abrahamson (“Garaje”, “Adam & Paul”), que en esta ocasión se arriesga en un film que de manera vocacional busca su condición de rareza sin disimular ese apetito, consciente de que su propuesta es muy osada (Maggie Gyllenhaal, que de nuevo demuestra su exquisito talento, rechazó el guión nada más leerlo, aunque dos semanas sin dejar de pensar en él, hicieron que reconsiderara su decisión para alegría del director que sólo pensaba en ella para ese papel), que puede ser recibida como una pedante fabula, una aparatosa metáfora o alguno de esos irrespirables juegos intelectuales donde todo es susceptible de ser descifrado tan solo por expertos en semiótica. Pero no. De un modo admirable, Abrahamson esquiva todos esos abismos y la extrañeza de su relato no resulta hostil en modo alguno, y muy pronto uno acepta las reglas, y hasta se siente a gusto con ellas.
De hecho, es complicado no dejarse llevar por los primeros compases de la película. Jon, un joven que sueña con ser compositor (un estupendo Domhnall Gleeson, y una muy sorprendente presentación de su personaje) termina casualmente enredado con un grupo musical, aún en formación y de nombre impronunciable (Soronprfbs), cuyo líder es Frank, un hombre que por motivos que se desconocen tiene su cabeza metida en una gigantesca cabeza de papel mache, y no se la quita ni para ducharse (en una de sus pinceladas en este cuadro de sinsentidos, llega a esgrimir un papel que le autoriza a ello cuando debe atravesar una aduana y es detenido por la policía). Junto a ellos, Jon se encerrará en una cabaña aislada para grabar un disco. Admira el modo en que Abrahamson nos lleva hasta este punto de encuentro, la suavidad con la que filma cuanto allí ocurre, como si estuviera rodando un documental muy objetivo e imparcial sobre cómo nace un grupo independiente, cuando en realidad se adentra en los muchos caminos de la comedia, y recorre desde el “slapstick” hasta el diálogo más punzante sin provocar distorsión alguna entre tonos tan distintos. Y es divertida, sin detenerse en la simple sonrisa ni tampoco pretender ser hilarante. Es durante ese trayecto del metraje donde la película mejor funciona, y donde al fin emerge la desconcertante personalidad de Frank, lo que a su vez nos permite observar a la oculta estrella de la función, interpretada por Michael Fassbender. Si en la aún reciente “Her”, Scarlett Johanson contaba con su voz como única aliada para hacerse con su personaje (y el resultado es asombroso), Fassbender también se queda sin gestos y debe recurrir a todo tipo de estratagemas para darle vida al gigantesco rostro pintado que lleva sobre los hombros. Y aunque no tiene problema en apoderarse de cualquier escena porque el magnetismo de su personaje logra robar atenciones, lo cierto es que encuentra su gran fisión cuando llega la hora de interpretar las canciones que el propio Frank compone, cuyas letras no son más que una sarta de disparates, porque su música es experimental, así que lo mejor es que nadie lo entienda (el score es un trabajo muy complicado para el compositor ya habitual de Abrahamson, Stephen Rennicks). De un modo deliberado, la película elude referencias, apuntes míticos de la historia del rock, y se centra libre de esos anclajes en los ensayos, en la tensión entre los miembros del grupo, en cómo deben entenderse, en su vida cotidiana, en los más nimios detalles de los que a veces Abrahamson logra robar matices muy intensos (aunque resulta muy irritante, por original que sea, la decisión de ir sobreponiendo en la pantalla todos y cada uno de los Tuits con los que Jon va compartiendo su odisea en la red).
Sin embargo, cuando uno ya se siente como en casa en esa cabaña donde puede pasar cualquier cosa, los guionistas no tardan en introducir un hecho que hace que ese aparente desparpajo narrativo adquiera repentinamente una vertiente realista y demasiado predecible. Todos los miembros del grupo o bien confiesan abiertamente que han estado internados en centro psiquiátricos, o si no lo dicen basta con verlos para saber que los demás también han pasado muchas noches en habitaciones de paredes acolchadas. Y la irrupción del tema de la locura (tan relacionada con la creatividad como con la exclusión social y las derivas hacia la muerte), aunque da pie a las mejores secuencias de la película, abre una grieta en el argumento que se irá haciendo más grande hasta que emborrone todo lo narrado. Porque cuando el grupo al fin graba su disco y se dispone a presentarlo, la película da un giro tan radical, aún más radical y desconcertante que la música que pretenden compartir con el mundo, que uno debe replantearse a toda prisa qué estaba viendo hasta ese momento. Y es una triste paradoja que cuando el director ajuste su mirada más directa sobre su historia, sea cuando más irreal resulte, más alejada del engranaje que funcionaba a la perfección pese a la irregularidad de las piezas (o precisamente por eso). Y Abrahamson pone sobre la pantalla razones, atajos, gotas de melodrama, y termina por reclamar nuestra empatía emocional a la fuerza, para acabar su película con un lamentable plano, que parece casi obligado en estos días. Porque aunque las cosas y las personas se mezclen, por mucho revuelo que se arme y no importa el jaleo que se monte, ya se sabe, al final los chicos con los chicos y las chicas con las chicas, cada uno en sitio, que ya está todo compartimentado.
¿Posible película de culto?
Poco probable.
Le falta transgresión y le sobra moralina.
Pero con momentos de buen cine. Eso ni dudarlo.


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