Ganarse el respeto
Por Anabel Sáiz , 25 marzo, 2014
“Empatía” By Anais Rubió-Galván
Los vínculos que nos unen a otras personas son de distinta índole como son distintas las relaciones que establecemos: familiares, de amistad, laborales…
Somos seres sociales y necesitamos, es obvio, vivir en sociedad. Eso no es ningún descubrimiento. Tampoco lo es si afirmamos que el tejido que nos relaciona con otra persona es tan sutil que, a veces, si no está bien nutrido, se puede romper. No es lo mismo sentir afecto por una persona que temor. Y no se logran los mismos resultados. Es obvio.
En las aulas las relaciones entre profesores y alumnos no siempre son fáciles ni tan fluidas como sería de esperar. ¿Qué nos hermana? En principio, es un vínculo creado y circunstancial que puede durar un curso, o unos meses, pero también puede durar toda la vida. Depende. ¿Depende de qué? Depende, ni más ni menos, de la gestión de las emociones y de la propia auto-observación del docente. En el aula suceden mil acontecimientos cada segundo, cada momento hay novedades y hay que saber canalizarlas y enfrentarse a ellas. Y con ello llegamos a un concepto importantísimo que es el eje de cualquier relación: el respeto.
¿Es lo mismo sentir miedo que respeto? Claro que no. El miedo es una emoción que te paraliza, que te incapacita y anula. Se pueden hacer cumplir las normas basándose en el miedo. Cualquier dictador lo sabe. Ahora bien, cuando se rompa ese miedo, el dique que lo contenía puede hacer explotar en mil añicos todo el entramado del que, hasta el momento, se creía con el poder en las manos.
No es lo mismo tener poder que autoridad. A veces confundimos ambos conceptos, pero no deberíamos hacerlo porque son diametralmente opuestos. El poder se toma, no se otorga. En cambio, la autoridad se concede. Muchos jóvenes entienden que sus profesores tienen autoridad sobre ellos, como pueden tenerla sus propios padres, pero lo entienden porque estos y aquellos se han ganado, con su actitud, el hacerse escuchar y respetar. Quien tiene autoridad consigue tener ascendiente sobre sus alumnos –o hijos- y, por lo tanto, puede ayudarlos y orientarlos. Así de sencillo. ¿O no?
“Es que no me tienen respeto”, se escucha a veces en los centros escolares e, incluso, en las familias. “Mis alumnos o mis hijos no me respetan”. ¿El respeto se vende en las farmacias, podemos ofrecerlo para que chicos y chicas se lo tomen? Se me perdonará la broma, pero sí es posible ofrecerlo, aunque no como un medicamento, sino como un ejemplo. A partir del ejemplo y de la propia coherencia personal se logra ese tan anhelado respeto. No es una labor fácil, porque implica que nos hagamos muchas preguntas y que, en la mayoría de los casos, cambiemos nuestros comportamientos. Y el ser humano adulto es reacio al cambio.
Antes de mandar, de imponer, de juzgar, deberíamos preguntarnos sí es necesario. Es evidente que las normas de disciplina son importantes para el buen funcionamiento de un centro y es evidente que hay situaciones escabrosas que necesitan mucho más que buenas palabras. Pero también es evidente que el material humano es frágil y debemos hacer un acto de humildad al tratarlo. Profesores y alumnos, padres e hijos no son antagónicos, no están enfrentados. Cuando seamos capaces de descubrir que nos enriquecemos los unos a los otros, porque perseguimos lo mismo. Solo desde el reconocimiento del otro podré ganarme su respeto, no su miedo. Ese no lo quiero para nada.
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