Gaziel, el compromiso de la palabra
Por Anna María Iglesia , 16 abril, 2014
POR ANNA MARIA IGLESIA
@AnnaMIglesia
“Nada más fácil que contar aventuras; nada tan difícil como salir en busca de ellas y, una vez halladas, soportarlas con ánimo sereno”, escribía Agustí Calvet mientras dejaba la ciudad sitiada de Monastir el 19 de noviembre de 1917. Agustí Calvet no iba a ser periodista, doctor en filosofía, una de las promesas del Noucentisme catalán, Calvet llegó al periodismo a su regreso de Paris, donde había sido testigo del inicio de la Gran Guerra, testigo del terror que se apoderó de la capital francesa y testigo de la incesante huida de sus habitantes, que se alejaban de la capital ante el avance de las tropas alemanas. A pesar de las presiones que recibía por parte de su familia en Barcelona y así como por algunos amigos que, desde el sur de Francia, trataban de convencerle para que abandonase la ciudad, Agustí Calvet permaneció, sabía que la historia se estaba escribiendo precisamente allí, en Paris, y él no podía darle la espalda. Regresó finalmente el 4 de Septiembre de 1914, bajo su brazo llevaba su diario, el diario de un estudiante en la Paris del inicio de la Gran Guerra, el diario de aquellos meses de los que Calvet había sido testigo excepcional: “al poner los pies en la patria”, escribió el futuro periodista en su última entrada de aquel diario, “he sentido como si dejara a mis espaldas la muralla ingente, detrás de la cual quedaban tantos y tan inolvidables amigos luchando por su libertad”. Miquel dels Sants Olivier, periodista mallorquín y, en aquel momento, director de La Vanguardia, fue uno de los primeros lectores del diario de aquel joven intelectual que, por intermediación de Enric Prat, uno de los máximos dirigentes de la Lliga Regionalista, había sido enviado a Paris para ampliar su formación “en vistas a una Catalunya autónoma”: el proyecto de la Lliga, señala Enric Juliana en el prólogo de Diario de un estudiante. Paris 1914, publicado por Diëresis, era “influir al máximo en la política española desde una base sólida y desde un orden propio: un orden burgués con base popular y fuerte dimensión cultural”. La lectura del diario por parte Sants Olivier redibujó un nuevo camino profesional para el joven Calvet: “¡Es usted periodista!”, parece que exclamó con entusiasmo Sants Olivier tras la lectura, “haga el favor de traducir estas notas cuanto antes”, pues estaban redactadas en catalán, “para que podamos comenzar a publicarlas mañana”, le insistió al autor de aquellas páginas. Y así aquellas anotaciones de diario se convirtieron en una de las más brillantes crónicas periodísticas en lengua castellana. Así, desapareció el estudiante Calvet y nació el periodista Gaziel, “nombre que los árabes daban al daimon socrático”, señala Enric Juliana, “ese ángel con el que dialogamos cuando parece que hablamos solos, esa voz que a veces nos advierte y que algunos llamas conciencia crítica”.
Con aquel ánimo sereno con el que regresó de Monastir, meses antes, y tras la publicación de sus crónicas sobre la Paris de 1914 en La Vanguardia, el ahora periodista Gaziel volvió a partir, a cruzar aquella muralla ingente tras la cual se luchaba por y para la libertad. Siguiendo los consejos de un profesor de la Sorbona, Gaziel decidió partir hacia Serbia: era el 1917 y el foco bélico se había trasladado a aquella región de Europa, tras los fallidos pronósticos de los Aliados. Cercada por los ejércitos alemanes, austro-húngaros y búlgaros, Serbia se había convertido en objeto de lucha entre los dos bandos; los aliados, en su intento de reinstaurar la legitimidad política, habían decidido ir a su auxilio de Serbia, desembarcando en el puerto griego de Salónica, donde pretendían instaurar el centro de la expedición. La pretendida neutralidad griega fue, una vez más, la ilusión de un erróneo pronóstico: el apoyo del Rey Constantino I a los imperios centrales contrastaba con el apoyo del primer ministro, Venizelos, a los aliados. Gaziel, tras un viaje a través de Italia, de Milán a Messina, llega a una Grecia fragmentada, cercada por el conflicto que se libraba entorno a sus fronteras, y abandonada a su suerte tras la obligada dimisión de Venizelos y la ausencia del monarca, refugiado en tierras alemanas. “El mundo está en guerra, y estos parajes tan luminosos se encuentran sometidos a una tutela absurda. No puede darse un paso por tierras de Europa, sin penetrar en el torbellino de violencia que asola los pueblos”, escribe Gaziel frente al puerto de Messina, a punto de emprender el viaje en dirección a las costas griegas, “todo es rigor, odio, desconfianza, coacción y rudeza”, concluye el periodista ante el paisaje decadente de Messina, paisaje que, sin embargo, no conmueve a Gaziel –“El aspecto de la ciudad destrozada no me conmovió en lo más mínimo”- en cuya memoria todavía están gravadas las imágenes de devastación y de terror vividas en Paris –“comparada con la de tantas ciudades y pueblos que yo he visto en Francia, la devastación de Messina parece insignificante y, en cierto modo, apacible”-
En las crónicas reunidas, y ahora reeditadas por Libros del Asteroide, De Paris y Monastir, Gaziel relata su viaje hasta la ciudad serbia de Monastir –actual Bitola, en Macedonia-, un viaje en el que la observación atenta de los escenarios recorridos y de sus habitantes, de las costumbres trastocadas por el conflicto bélico, de las idiosincrasias de las distintas culturas que se entremezclaban en aquellos territorios y de la cotidianidad, superviviente silenciosa en medio del conflicto, convierte estas páginas no sólo en una transcripción de cuánto acontecía a nivel político o militar, sino en un retrato y en un testimonio de aquella micro-historia que se esconde tras los grandes hechos históricos y los impactantes titulares de prensa.
Las espléndidas y cuidadas reediciones de Diario de un estudiante. Paris 1914 (Diëresis) y De Paris a Monastir (Libros del Asteroide), nos proponen unas narraciones que sobrepasan el género de la crónica y que, a medio camino entre el amplio reportaje y el periodismo narrativo, revelan a un Gaziel comprometido no sólo con los hechos narrados, sino, y sobre todo, con la palabra: la escritura, para Gaziel, es capaz de hacer emerger del silencio la realidad que se esconde tras ese alto muro, esa realidad que no es difundida por las agencias de noticias, aquella que los manuales historia nunca reportarán, aquella realidad que solamente el periodista sobre el terreno puede ver. Tal y como enunciaba García Márquez, se trata de “vivir para contarlo” y Gaziel lo vivió: “Hombres, mujeres, niños, animales y carros se apiñaban en un gran círculo compacto, infranqueable. Los rostros de todos los reunidos miraban ávidamente hacia el interior del grupo. Resonaba una confusión de gritos y chillidos”, escribe el periodista catalán en el último tramo de su viaje hacia Monastir. Cada una de sus palabras está impregnada de la melancólica certeza de que “no quedará nada, absolutamente nada, a través de los años”, de que “todo el detalle de la actualidad naufragará en el tiempo” y es precisamente contra este tiempo del olvido que se alza la escritura de Gaziel: la palabra no es escrita en vano, no es la mera portadora de un dato, la palabra es la honesta exteriorización del compromiso con las realidades vividas y con sus protagonistas. La escritura periodística de Gaziel es ante todo una escritura comprometida con los hechos, una escritura que no mira al periódico o al lector, sino que se dirige, ante todo, hacia la realidad de la que se hace portavoz: “El valor de este Diario”, escribe el periodista como prólogo a sus textos diarísticos, “reside en el hecho de que pudo captar causalmente, pero con fidelidad, aquel pasmo por la gran tribulación que nos obligó a refugiarnos en el portal más próximo. Sin sospechar todavía de qué se trataba en realidad, pero sorprendidos ya, en el fondo, por una angustia misteriosa: un vago presentimiento de la tempestad apocalíptica que todavía dura y que sólo Dio sabe cuándo y cómo acabará”.
Agustí Calvet, escondido tras el pseudónimo de Gaziel, dejó a través de estas crónicas una lección de honestidad y compromiso con los hechos, una lección que, desde el periodismo, nos obliga a interrogarnos acerca de nuestro presente ignorado y, a la vez, de nuestro pasado olvidado: “Lo que nos interesa no es el valor histórico ni la significación ideal, póstuma, del extraordinario conflicto; lo que nos absorbe, de momento, es el pormenor, la anécdota, la evolución y no el fin de los graves sucesos que nos rodean”; transcurridos los años “los eruditos, los especialistas futuros, se pasarán la vida discutiendo sobre quien tuvo la culpa de la guerra actual. Cada uno de ellos, naturalmente, defenderá a los suyos. Nadie se dará ni cuenta siquiera de lo que representó en dolor vivo, en carne torturada, en almas enloquecidas, en miseria y terror, lo que se llamará tan solo la ocupación estratégica de Serbia”. Atrapados en la misma indiferencia de entonces, los textos de Gaziel representan mucho más que un ejemplo de extraordinario estilo narrativo, son algo más que brillantes páginas de periodismo; sus textos son, ante todo, una lección de compromiso con la palabra y su perdurabilidad, con el presente transformado en anécdota y el pasado reconvertido en juego partidista. En definitiva, Gaziel convirtió el periodismo en la más honesta expresión del compromiso intelectual e hizo de la palabra el signo imperecedero de aquella realidad, presente y pasada, olvidada tras la ingente muralla.
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