Generación sin raíces: cómo la movilidad global redefine el sentido de pertenencia
Por Redacción , 27 octubre, 2025
En un mundo que gira cada vez más rápido, donde las fronteras parecen diluirse y los aeropuertos se convierten en puntos de encuentro más familiares que las propias casas, una nueva generación vive en un estado de tránsito permanente. Jóvenes que han estudiado en un país, trabajado en otro y aman a alguien en un tercero; profesionales que se definen más por sus coordenadas geográficas en Google Maps que por un lugar al que llamar hogar. Son la llamada generación sin raíces, hijos e hijas de la globalización, nómadas digitales o migrantes emocionales que buscan —entre mudanzas, visados y vuelos low cost— un nuevo sentido de pertenencia.
En este contexto de movilidad y pertenencias múltiples, incluso los hábitos de ocio y entretenimiento reflejan la búsqueda de estabilidad y confianza que caracteriza a esta generación. Lejos de su país de origen, muchos jóvenes recurren a espacios digitales donde sentirse seguros y parte de una comunidad global, desde plataformas de aprendizaje hasta opciones de juego responsable y verificado como Safe Casino, que priorizan la transparencia y la protección del usuario. En un mundo sin fronteras físicas, encontrar entornos digitales confiables también se convierte en una forma de construir hogar.
La identidad como maleta
Durante siglos, el lugar de nacimiento determinaba buena parte de la identidad. Uno era de donde había nacido, de donde estaban enterrados sus abuelos o de donde venía su apellido. Hoy, esa certeza se desvanece entre aerolíneas y plataformas de streaming. La cultura ya no se transmite solo por herencia, sino también por conexión. Nos sentimos cercanos a quien comparte nuestros gustos musicales o nuestro modo de pensar, aunque viva a miles de kilómetros.
El problema es que esta identidad líquida, como la describía Zygmunt Bauman, también acarrea una sensación constante de desplazamiento. Al cambiar de país, se adopta un idioma, una forma de vivir, incluso un modo distinto de saludar. Pero, en ese proceso, algo se deja atrás: una versión de uno mismo que no siempre encuentra lugar en el nuevo entorno.
Esa “maleta de identidades” que cada migrante o expatriado carga sobre los hombros es tanto un tesoro como un peso. Permite adaptarse con agilidad a los contextos, pero también dificulta el arraigo. ¿Cómo echar raíces cuando el suelo cambia cada dos años?
El hogar como sensación, no como dirección
En la era de la movilidad, el hogar se ha convertido en un concepto emocional. Ya no es una dirección postal ni un conjunto de muebles, sino un lugar simbólico donde uno puede sentirse en paz. Para algunos, es una persona; para otros, un idioma o un olor que recuerda la infancia.
La psicología contemporánea ha empezado a hablar del “hogar interno”, una noción que invita a construir estabilidad dentro de uno mismo cuando el entorno exterior es incierto. Sin embargo, no todos logran hacerlo. Muchos jóvenes que viven entre países experimentan una especie de nostalgia múltiple, una tristeza difusa por todos los lugares a los que pertenecen parcialmente pero donde no terminan de encajar del todo.
Esta sensación de “no estar completamente en ningún lado” no siempre se percibe como pérdida. También puede ser una forma de libertad: la de poder elegir de qué tradiciones apropiarse, qué partes del pasado conservar y cuáles reinventar.
Las comunidades invisibles
En las grandes ciudades del siglo XXI florecen comunidades transnacionales que desafían la noción clásica de ciudadanía. Cafés donde se mezclan acentos, grupos de WhatsApp donde se celebran las fiestas patrias a distancia, o coworkings donde se comparten mapas de visados y tips para sobrevivir a la burocracia.
Estas redes son el nuevo tejido social de los nómadas globales. Reemplazan, en cierta medida, el barrio, la familia extensa o la parroquia de otros tiempos. En ellas, el sentido de pertenencia se construye a través de la empatía y la experiencia compartida más que de la sangre o el territorio.
Sin embargo, no todo es idílico. La conexión digital, que debería acercarnos, también amplifica la sensación de desarraigo. Las videollamadas sustituyen los abrazos y las historias familiares se consumen como fragmentos en redes sociales. Ser ciudadano del mundo puede sonar romántico, pero también implica vivir con una maleta siempre a medio hacer.
El coste emocional de la libertad
La movilidad global se presenta muchas veces como un privilegio. Y, en efecto, lo es: no todos pueden elegir dónde vivir, ni todos los pasaportes pesan lo mismo en los aeropuertos. Pero esta libertad también tiene un precio emocional. La incertidumbre constante, las despedidas repetidas y la imposibilidad de proyectar un futuro estable generan una fatiga migratoria que rara vez se menciona en los discursos sobre éxito internacional.
Para muchos jóvenes profesionales, el nomadismo ya no es una elección sino una condición estructural del mercado laboral: contratos temporales, trabajos remotos, precariedad o búsqueda de oportunidades que solo existen lejos de casa. Esa movilidad forzada disfraza la nostalgia bajo la etiqueta de “flexibilidad”.
Al final, la generación sin raíces no viaja solo por placer o ambición: lo hace para sobrevivir en un sistema que premia la adaptabilidad más que la estabilidad.
Redefinir la pertenencia
Quizá el desafío de nuestro tiempo no sea recuperar las raíces perdidas, sino reinventarlas. Ser de muchos lugares a la vez no tiene por qué significar no ser de ninguno. Las nuevas generaciones están aprendiendo a construir identidades híbridas, donde caben varios idiomas, afectos y memorias.
El sentido de pertenencia ya no se mide por la bandera que se ondea ni por la dirección que figura en un documento. Se mide por la coherencia entre lo que uno es y el espacio donde puede serlo plenamente.
En última instancia, el reto está en reconciliar movimiento y arraigo: aprender que se puede echar raíces incluso en el aire, que la estabilidad no depende del suelo sino de la profundidad con la que nos relacionamos con el mundo.
Quizá pertenecer, hoy, sea precisamente eso: no tener un solo lugar donde quedarse, sino muchos a los que siempre poder volver.
Comentarios recientes