Gol a la eternidad
Por Miguel Angel Montanaro , 1 febrero, 2014
No soy un especialista en fútbol, apenas lo he jugado en mi frágil niñez y lo he seguido poco en mi resignada adultez; pero nunca olvido una cara, ni una voz, sobre todo, si acoraza su timbre con la autoridad de un sargento de caballería y la resolución de un apache acorralado.
Por eso no olvidaré nunca a Luis Aragonés.
Un hombre que lo sabía todo del fútbol y sin embargo, no sabía explicarlo con la florida dialéctica de Valdano o la adusta sequedad norteña de Clemente.
Aragonés, en todo, iba al grano y por eso, resumía que el fútbol era: “ganar, ganar y ganar”.
Puede que por esa didáctica sencillez, tras su etapa como jugador y ya en su faceta como entrenador, le llamasen el sabio de Hortaleza, honrando también con ese apodo, a ese trozo del Madrid que le vio por primera vez, atarse las botas con la ilusión de todo alevín por escuchar su nombre, coreado por miles de gargantas en un gran estadio.
Luis Aragonés fue un obrero del fútbol en una época, los 60 y los 70, donde, no lo olvidemos, ya había grandes ídolos balompédicos sonando en las tardes de domingo de transistor y tele en blanco y negro de la España crepuscular del viejo Régimen.
Nunca jugó en las filas de un equipo extranjero, aunque sí entrenó al Fenerbache turco, de hecho, parece ser que los idiomas no eran lo suyo y el acento sajón se le resistía, provocando las risas de los jugadores de nuestra selección, cuando en las concentraciones, se refería con su particular pronunciación, al futbolista foráneo al que había que marcar de cerca.
Puede que Luis no se emplease con una corrección académica en la dicción de esos nombres de fuera que muchos tampoco sabemos verbalizar, pero a los rivales sabía ganarles la partida y los partidos, que aunque parezcan lo mismo, no lo son, porque muchos encuentros se ganan sin méritos y otros muchos, se pierden jugando mejor que el contrario; y sobre todo, sabía dos cosas que enseñó a sus jugadores: sabía que nunca hay que que dar por hecho que el adversario es mejor que nosotros y sabía también, que la única batalla que no se gana, es la que no se pelea.
Habló siempre alto y claro, pero nunca a destiempo, y tapó la boca de muchos periodistas deportivos cuando se empeñó en revolucionar el sistema de juego que nos dejaba siempre, como a un equipo segundón, arrumbados en la cuneta de los cuartos de final de las competiciones importantes.
Fue Luis, el técnico que supo ver las cualidades de nuevos valores y reunirlos en la selección nacional, que entrenó desde el año 2004 hasta el año 2008, en el que España ganó la Eurocopa. Competición que no ganábamos desde 1964.
Y fue él, quien introdujo el manejo del balón como arma, para reducir a los jugadores contrarios a la condición de embelesados admiradores de la selección española y de su tiki-taka; expresión que desde entonces, define el obsesivo toque de balón de los nuestros, letal para abrir huecos en las líneas contrarias hasta conseguir hacerles gol.
Gol. Un lance de juego tan intrascendente en los asuntos serios de esta vida y que ilustra como la mejor paradoja, algo tan importante como la confianza de un país en sus recursos. Porque esto y no otra cosa, supuso el tanto que marcó el niño Torres al equipo alemán en esa final de la Eurocopa de 2008.
Aquel día, nuestra selección, alentada por la fe inquebrantable de Luis Aragonés, creyó en sus posibilidades y se demostró a si misma que era tan grande como cualquiera.
Y que las metas existen para ser alcanzadas.
Igual que la eternidad.
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