«GOT», T8, Episodio 5: las campanas no doblan por nadie
Por Emilio Calle , 13 mayo, 2019
Aun queda un episodio por emitir, y «Juego de Tronos» parece condenada a sufrir la maldición de las grandes series, esa decepción (cuando no directamente ira, recuérdese «Perdidos») que conlleva asistir a un final que ya más que seguro creará controversia, divisiones, desencantos y defensas a ultranza. Que la historia acabe, no equivale en modo alguno a que no quede todavía mucha tinta por derramar.
Y para abrir boca y apetito ante las polémicas que nos reserva el porvenir, el quinto episodio (hirviendo ahora mismo en muchos debates) no cuenta, recuenta, y de un modo alarmantemente torpe coloca los cimientos del gran final y despeja a empujones el camino que parece llevar directamente a un cada vez más alelado Jon Snow hasta el Trono de Hierro, o en caso de no cejar en su negativa, dejarlo reluciente para que Samsa lo ocupe, un Stark en cualquier caso. Y desde luego, eso equivale acabar con la vida de su amada Dany.
Pero eso no es lo peor. Ni se acerca.
Porque es complicado describir la injusta decepción de asistir al desangelado final de Cersei, ella que ha sido motor, engranaje y combustible de prácticamente cuanta intriga hubiera en marcha, con el ideario más macabro y brutal de toda esta caterva de asesinos desbocados. Todos, ella la primera, merecía un duelo de mucha altura. Sin embargo, sin ni tan siquiera llevarse a los labios un poco de ese vino tan querido, se limita a esperar en pie durante todo el capítulo, sin actuar en modo alguno, y contempla cómo su reino es devastado, y ya en el colmo de los sinsentidos, porque no sabe hacer nada sola, es inoperante de repente, tiene que ser Jaime quien la rescate del desastre, y quien de hecho comparta con ella una muerte común a años luz de lo esperaban lo seguidores de la serie. Cersei, a quien hace una semana nada le importaba, y que ahora, para legarnos tan lamentable imagen final, gimotea y lloriquea implorando para nadie una clemencia para su hijo del que no se acordó cuando Tyrion se la ofrecía en bandeja.
Nos quedamos sin despedida.
Y aunque su periplo siempre es apasionante (de nuevo, asistir con sus ojos a lo que ocurre, es garantía de poder narrativo), desconcierta que Arya, después de tanto luchar para lograr sus objetivos de venganza, justo cuando está a punto de conseguirlo, se da media vuelta, solo había que decirle que era peligroso para convencerla y se marcha por donde había venido (finalmente huye a caballo, con toda seguridad directa a chismear con la discreta de su hermana y contarle que la Madre de los Dragones también es desde ahora la Madre de todas las Masacres. Y es lícito preguntarse qué pinta en todo esto si su principal cometido es llegar para irse de inmediato.
Los guionistas ya no pueden hacer malabarismos.
Incluso la ejecución de Varys es desprovista de calado alguno, cuando finalmente es el único que hace algo para intentar salvar a los miles de inocentes que van a morir.
Y bueno, qué le vamos a hacer, había tres dragones, y con tres no hacíamos uno. Pero ha bastado con que haya quedado uno y ya era hora de que diese muestras de por qué se les consideraba invencibles (lo que no hubiera estado nada mal en otras lides semejantes). Atacando los tres, más o menos causaban estragos. Uno solo es el responsable de destripar algo que hasta ahora en este juego jamás se había mostrado. Y sin concesiones. De una violencia caótica e insoportable por momentos. Qué remedio. Tarde o temprano había que enfrentarse al horror de lo discriminado, de la matanza sin escalas, del exterminio total, a lo que es un masacre cuando la despojas de cualquier pátina de heroísmo.
Los grandes protagonistas se quedan pequeños, y los pequeños protagonistas se hacen grandes.
Resulta extraña la (de tan creciente, ya imparable) discusión generada en torno a ese brote de locura que se le adjudica a Dany. Más allá de que la demencia hace presa fácil en su genética, Khaleesi, y esto parece que se ha quedado olvidado, no ha titubeado en modo alguno en su ascenso desde el primero momento, cuando incluso ni tan siquiera aspiraba a serlo. Ha provocado y hasta protagonizado no pocas masacres. Cierto que en su periplo se fueron intercalando esferas de poder muy distintas que enturbiaron su objetivo final. Pero con la traición de Jon (brutal su alegato frente a un enmudecido Tyrion, de nuevo presente en mucho de lo mejor del capítulo) y tras ser testigo de cómo Cersei ordena ejecutar a una de las personas que más ama, un acto con el que deliberadamente incendia la mecha del desenfreno, Dany ejecuta su plan con precisión silenciosa y oculta. Ni los más allegados conocen sus intenciones. Espera a que doblen las campanas para que todo el mundo se sienta a salvo. Y es entonces cuando de un modo casi milimétrico carboniza piedra y vida, y nada sobrevive a su paso, absolutamente nada. «Juego de Tronos» nunca había fijado nuestra mirada con tal crudeza sobre los espantos aterradores de un ataque de esta magnitud. No hay forma de diferenciar militares de civiles. Despiadado, sin distinciones, buscando el modo de hacer el mayor daño posible sobre los que huyen y se esconden aterrorizados. Detalle por detalle, vemos como se construye el horror. Aquí no hay héroes. Ni gloria. Aquí gana la muerte, aplaudida por el espanto de lo indiscriminado.
Queda, eso sí, un encuentro a la altura de lo previsto. La Montaña y El Perro ajustan las cuentas que tienen pendientes. En ese ambiente apocalíptico, rodeados de fuego y un reino que se desmorona piedra a piedra, mantienen un duelo electrizante, casi irreal, por momentos tan divertido como sobrecogedor. Dos hermanos a los que cada herida que se les inflige, da igual lo salvaje que sea, lo único que logra es mostrar que pueden ser más fuertes. Y para los amantes de los acertijos, ahí queda ese inesperado paralelismo entre Arya y El Perro cuando ambos parecen a punto de perecer brutalmente aplastados, y su posterior renacer.
Es curioso que un magnífico episodio pueda generar en su conjunto tanto desapego. Como si a estas alturas de la historia uno tuviera la menor intención de dejar de emocionarse. Deberían haberlo tenido en cuenta.
Queda un último asalto.
Y muy pocos aspirantes a llevarse el gran premio.
Pero si este ha sido el prólogo, se han visto obligados a precipitar todo y a todos en un mismo desenlace, por lo que casi parece seguro que lo que en estos momentos tan sólo son sonidos de tambores de guerra aun lejanos, se conviertan en atronadores estruendos de protesta una vez se nos entregue la imagen final.
Sería una pena, y algo injusto, como han sido maltratados tantos finales de series míticas.
Ocho temporadas después, y durante ellas tantas veces con la intensidad por las nubes, ya no se admiten «y ahora más difícil todavía». Porque incluso antes de que esto acabe, y se siente quien se siente en el trono, la única verdad es que los grandes ganadores de todas estas batallas han sido los espectadores. Y eso es lo que la hace una serie magistral, con independencia de su desenlace.
Nos hemos sentado en el trono durante muchos años.
Y ya es hora de que todos volvamos a nuestros respectivos reinos.
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