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Haia: la niña que grita mi nombre

Por José de María Romero Barea , 13 noviembre, 2015

«Si no fuera por la niña que, desde el balcón, grita mi nombre, por los puestos ambulantes y las trompetas de plástico, se podría decir que estamos en una ciudad del norte (pero al norte de qué). La fruta cuelga con una indolencia parecida a la de las palabras. Alguien grita un nombre que es el mío y el de alguien que no escucha o finge no escuchar, alguien que o bien no está o se hace el sordo tan bien que se podría decir que no está.

Estuve en la plaza. Fue hace un par de días, pero sigo allí, de camino a otra parte, ocupado en llegar a tiempo, al principio sin saber muy bien a dónde, para convenir, algo más tarde, que uno siempre llega al mismo sitio, esté donde esté, que uno siempre está en el mismo sitio, que la huida no es sino una forma de llegada, que irse es, al fin y al cabo, el mismo sitio, que uno nunca abandona, que uno nunca acaba de dejar atrás, y al que, por lo tanto, nunca llega.

Siempre sabemos de otros a través de terceros.

La voz que grita un nombre grita el nuestro.

Uno sonríe y no sabe si está bien cuando sonríe o es al revés.

He vuelto a la plaza, después de un año. Después de todo lo que ha pasado (a lo que pienso ir en breve) cuesta trabajo empezar, o lo que cuesta trabajo no es empezar, sino no empezar, escribir, parar quieto. Se entra en la plaza de camino a otra parte y se deja atrás el tiempo. Todo nos suena extraño. El parloteo de la terraza se une al muzzak y a esa voz que nunca para quieta. Cuando hablamos a solas, ¿lo hacemos al que cuida de nosotros? La voz nos remite a otra, parecida a esta, pero diferente. La voz es la misma y a la vez distinta. Nuestra responsable memoria hacendosa se resiente, no porque quiera estropearlo, sino porque odia ocuparse en algo que no sea vestirse y colgarse el bolso, pintarse los labios y pasar por ellos una y otra vez el cigarrillo amable de la auto-indulgencia. No hacemos sino confundirnos, deambular cansados por los márgenes del ocio.

A veces sigo a una desconocida. Las más, se me hace conocida, a fuerza de seguirla. Con Anouk fue distinto. A ella la conocía de antes (¿cómo puedes estar tan seguro?). La primera vez que llegué a esta plaza fue siguiendo a Anouk.

Por las tardes, mientras Ruth, mi mujer, trabaja, salgo a la calle. Me siento en una terraza y leo o voy al cine. Uno abre (y cierra) los labios para decir una frase que siempre es pasado. No es lo mismo decir te quiero. El lugar siempre lleva a la forma y de ahí a la fórmula sólo hay un paso, pero ni siquiera ese paso se da con seguridad. Uno siempre camina en el espacio del quizás, del nada es seguro, ni siquiera estas palabras. El capítulo que sigue es, en realidad, anterior a éste. En él vive Anouk, lo que cuento y lo que callo. Este capítulo es un telegrama para decir que sigo aquí, que he parado quieto, que sigo escribiendo. Que soy Eric.

Me he quitado todos los disfraces para estar aquí.

Llegué a la plaza siguiendo a Anouk. He estado aquí desde siempre. Llegué después de haber perdido el camino. Una niña, desde un balcón donde imperan los geranios y la Uralita, grita mi nombre, pero yo no la conozco. Ese alguien a quien grita no está cerca. El grito parece una declaración de intenciones. O es que a la chica le cuesta trabajo hablar y prefiere gritar».

 

José de María Romero Barea (Córdoba, 1972) es profesor, poeta, narrador, traductor y periodista cultural. Así comienza su novela recién publicada Haia, segunda entrega de una serie de novelas reunidas bajo el título común de Interrupciones.

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