Hasta ver la luz, de Basil da Cunha
Por José Luis Muñoz , 22 marzo, 2014
Hay películas que se convierten en invisibles porque no tienen acceso a las salas de exhibición a pesar de su valía indudable. Hasta ver la luz, una descarnada película sobre la marginalidad, opera prima del realizador luso afincado en Suiza (país que coproduce el film) Basil da Cunha (1985) es un buen ejemplo de ese cine que no llega a los circuitos.
Valga la advertencia de que quien vio la película estuvo todo el rato convencido de que Hasta ver la luz estaba ambientado en una favela de Río de Janeiro a pesar de que sus personajes hablaban siempre de Lisboa, ciudad que es una ensoñación luminosa que los habitantes del barrio ven desde las azoteas y tejados de su vivienda. La película de Da Cunha está rodada en un barrio marginal de Lisboa, mayoritariamente poblado por negros, pero su historia se puede extrapolar perfectamente a cualquier territorio sin ley de Latinoamérica.
Sombra (Pedro Ferreira), el protagonista que debe su apelativo a que se mueve por la noche, tiene una deuda económica con un capo local que controla el barrio en donde vive e impone una autoridad dictatorial a los suyos. Para pagarla deberá cobrar deudas a otros habitantes del barrio y de no muy buenos modos. Los únicos seres vivos con los que empatiza son su tía (Susana María Mendes da Costa), la niña Clarinha (Ana Clara Baptista de Melo Soares Barros) y un dragón que cuida con cariño. Vive sin esperanza y él mismo es muy consciente de ello.
Una línea argumental muy simple, pero eficaz, le sirve a Da Cunha para trazar este retrato universal de la marginalidad, un infierno fuera de la ley que reproduce, a peor, el modelo social imperante. La película del director portugués, coral, no arroja ninguna esperanza de redención a ese inframundo en donde la vida y la muerte no valen absolutamente nada y la jauría humana se mantiene disciplinada a base de la amenaza y la violencia.
No es una película perfecta—hay importantes fallos de guion, por ejemplo en esa expedición nocturna que termina en tiroteo y resulta bastante inexplicable—y se produce un cierto declive en intensidad en su tramo final—la secuencia del santero don Julio (José Ceferino da Cruz) es demasiado larga—pero Cunha consigue desasosegarnos con ese pandilla de tipos elementales que lo basan todo en la fuerza física y en la violencia y para los que no parece haber otra salida que la cárcel o la muerte. Si a esto añadimos un casting que parece haber hecho el director entre los pobladores del mismo barrio marginal con algunos personajes impagables—el capo, un negro corpulento teñido de rubio; el culturista blanco al que le falta un brazo—; una cámara inquieta; un empleo eficaz del argot—es una película que se sustenta en los diálogos y hay pocos momentos de silencio—y una fotografía en color impecable, llena de matices y con luces y sombras, que recorre el interior infame de las viviendas del barrio lisboeta en donde se hacinan los personajes de este drama, tenemos una de las visiones más realistas de la marginalidad que uno recuerda haber visto en los últimos años y que, en algunos momentos, parece Cidade de Dios, pero con un tono mucho más documentalista que el film de Fernando Meirelles.
Basil da Cunha sumerge al espectador en esa pesadilla de veinticuatro horas que ha rodado en 95 minutos. Un director a tener muy en cuenta en un futuro.
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