Historia de aquí
Por Oscar M. Prieto , 3 febrero, 2014
Cuando uno se enfrenta –frente por frente- al estudio de la Historia de España no se puede desprender de una sensación, que sin llegar a angustia, acecha como la melancolía tras cada atardecer. La auténtica melancolía existencial de saber cómo va a terminar todo o más bien que todo estaba terminado ya incluso antes del comienzo, ab initio y que nos podíamos haber ahorrado tantos siglos.
Ni siquiera en los momentos de más esplendor –América, Mühlberg o San Quitín- uno respira satisfecho, más bien al contrario, en estos hitos, cumbres del dominio hispánico, el vértigo excita la lucidez para que podamos medir la auténtica dimensión de nuestra caída. Es desde la altura desde la que exclamamos, hablando en plata: vaya hostia nos vamos a dar. Pero hablemos mejor con la lengua de oro de Quevedo: “miré los muros de la patria mía, si un tiempo fuertes hoy desmoronados”.
Por si este fatalismo pesara poco en el ánimo del estudioso que encara los anales de España, más le costará aún escapar de las arena movedizas que te atrapan en un bucle infinito en el que parece que nunca cambia nada y que todo se repite y es más de los mismo, otra vez lo mismo, lo mismo siempre, agotadoramente.
Quien se sorprenda o escandalice porque el actual monarca cace elefantes o ande con corinas, desconoce por completo las historias de nuestras dinastías, pues en esto compiten austrias y borbones. Felipe III era tan amante de la caza que puso un valido que le hiciera el trabajo de reinar incluso le cedió la firma. Por lo que a las alcobas se refiere, qué decir si Carlos I tenía como amante –una de las muchas- a la viuda de su abuelo, si el propio rey católico, Felipe II, fue un gran «espadachín», de Felipe IV se dice que es posible que llegara a engendrar 60 bastardos e Isabel II estaba en boca de enteros regimientos. Y esto lo hacían concienzudamente, incluso con riesgo para sus propias vidas. Y si no que le pregunten al felón de Fernando VII a quien pensaban asesinarle en un burdel, al que acudía cada noche por tan encoñado que estaba de Pepa La Malagueña.
Sin embargo, no son los amoríos de los reyes lo que desanima. Con los vicios de la carne hay que ser indulgentes, comprensivos, no vayamos a ser ahora más papistas que el papa –no hablemos de papas-. Lo que realmente lacera y lastra la ilusión y cualquier esperanza de que algo pudiera cambiar, de no estar abocados a un destino viscoso y oscuro, es la corrupción que siempre, hoy y hace quinientos años, sigue siendo la misma, con distintos nombres. “Siempre lo mismo pero con distinta voz, siglo tan siglo es la eterna canción” que cantaba Aute aunque él hablaba de otra cosa. La corrupción parece una seña de identidad propia que caracteriza a nuestros gobernantes. No hablaré del Duque de Lerma –el más venal de los ayudantes- ni de tantos otros, antiguos o recientes, me basta recuperar esta cita de un discurso parlamentario de Donoso Cortes de 1850 sobre la situación de España y en el que afeaba a Narváez que: “La corrupción está en todas partes; la corrupción nos penetra por todos los poros; la corrupción está en la atmósfera que nos envuelve; está en el aire que respiramos”.
Como vemos, poco ha cambiado desde entonces y me temo que poco cambiará, porque nosotros hemos hecho poco por cambiarlo. Si la clase política es corrupta es sin duda porque nosotros lo consentimos, lo permitimos. No dudemos de que es por esto y que nuestra es la responsabilidad.
Para un lunes ya está bien. No quiero amargarme el santo. Felicidades a todos los Óscar. Y una recomendación, si alguien quiere enfrentarse al estudio de la Historia de España, que lo haga con la “Historia de Aquí”, del genial Forges, al menos se reirá.
Salud
Oscar M. Prieto
www.oscarmprieto.com
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