Homofobia, enfermedad de riesgo
Por Fernando J. López , 31 enero, 2015
La homofobia es una enfermedad, sí. Y contagiosa. Pero tranquilos que tiene cura. Se llama educación.
Claro que no basta con una capa superficial de tolerancia y buenrollismo para superar las duras secuelas de este síndrome. Al revés. Se necesita un trabajo intensivo y global que ayude a entender que cada quien tiene derecho a amar y a desear a quien le plazca. Que nadie nace con código de barras que limite su sexualidad. Y que las camas, como las vidas, no llevan instrucciones de uso.
Porque no se trata de tolerar nada. Se trata de convivir. De respetar. De ser. Se trata de que no se repitan hechos como los que no dejan de sorprenderme en estos meses. Dos jóvenes agredidos en Salamanca al grito de maricones. Una pareja gay expulsada de una cafetería en Granada por agarrarse de la mano. Un chico al que rompen un brazo al grito de rompeculos en Madrid. Y eso son solo tres ejemplos. Tres hechos que han tenido lugar entre diciembre de 2014 y de 2015 y que, al menos, han sido denunciados. Lo preocupante es cuántos otros hechos como esos suceden sin que ni siquiera se les dé voz.
Hay antídoto contra la epidemia homófoba. Pero la medicina pasa por apostar por la educación en valores. Por una formación integral que nada tiene que ver con la carrera de obstáculos en la que están convirtiendo la enseñanza. Y pasa también por unos medios de comunicación responsables. Por una televisión que no juegue la baza de la homofobia para subir audiencia -lamentable, a todos los niveles, el reciente episodio de ese subproducto llamado GH Vip- y por un periodismo comprometido y crítico que ayude a construir un mundo en igualdad en vez de perpetuar tópicos y clichés. Y pasa, cómo no, por la necesidad de leyes que castiguen con severidad la homofobia, que hagan sentir protegidos a quienes no se atreven a denunciar porque sienten miedo. O peor aún, vergüenza.
Pero, por encima de todo, pasa por nosotros. Por quienes tenemos que dar la cara y no siempre la damos. Por quienes somos parte de la comunidad LGTB y seguimos adormecidos por la fantasía de una igualdad que no es real. Que sí, que hemos mejorado. Que ya sabemos de los progresos y los hemos celebrado con la alegría que se merecen, pero ¿qué hacemos con los retrocesos? ¿Los obviamos? Solo hay un modo de asegurar la regresión: la pasividad. Por eso es tan peligrosa la complacencia. Y no solo porque aquí nos echen de una cafetería o nos partan un brazo -que bastante grave me parece-, sino porque no muy lejos de nuestras fronteras hay lugares donde no se conforman con una simple lesión o el consabido maricón y se arroja a los homosexuales desde las alturas para que sus vidas se estrellen contra el suelo.
Ahora podemos seguir esperando al Orgullo para echarnos unas risas y unas copas tras la cabalgata, convencidos de que estamos siendo muy reivindicativos. O podemos hacer algo más visible, más pequeño y más cotidiano que signifique algo sin esperar a la macrofiesta en la que hemos convertido algo que debería ser -además de eso- mucho más. Esa decisión, como la de agachar o no la cabeza, es cosa nuestra.
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