Hoy quiero hablar de él
Por María J. Pérez , 1 agosto, 2015
Hoy quiero hablar de alguien que, aun no siendo un personaje célebre, para todos los que han tenido la fortuna de haberlo conocido sí lo es.
Solemos ensalzar de un modo a veces desmesurado a nuestros seres amados que han dejado esta vida para formar parte de otra que desconocemos y que se nos hace tan complicado de asimilar.
No es esa mi intención, si bien es difícil hablar de él sin experimentar una sentida y profunda emoción. Sólo me gustaría expresar unas líneas hacia él como tributo a lo mucho que ha significado y sigue significando en nuestra existencia, a la vez que seguir su ejemplo de templanza, claridad mental y constancia, aunque cada uno de nosotros tengamos nuestras propias cualidades.
Ochenta y seis años tenía y mucho miedo a la muerte. Le pesaba enormemente la edad y haber perdido a sus padres, a sus cuatro hermanos y a su mujer, a quien adoró hasta el final de sus días. Tanto era así que a menudo distorsionaba la realidad refiriéndose a ella en unos términos que más bien parecía hablar de alguien en proceso de beatificación. Pero es que la amó como él solo sabía amar, desde el corazón, con una bondad infinita, con una entrega sin mesura y una elegancia que se manifestaba en todo cuanto realizaba.
Amante de las plantas y los animales, cuidaba su jardín a veces con sombrero y otras al borde de la insolación pero siempre con ese mimo que puso con todos los seres vivos que tuvieron la oportunidad de conocerle. Esperaba por las mañanas a que salieran las golondrinas anidadas entre la puerta del garaje y de la cocina y sonreía, se le alegraba la mirada solo verlas salir a buscar alimento para sus crías. Recuerdo el disgusto que se llevó cuando nuestro perro Cayetano se escapó y terminó flotando en el estanque de la urbanización, y el gran susto que tuvimos cuando por culpa de los perros y gatos con los que dormía en su infancia le transmitieron la enfermedad de la hidatidosis y tuvo que permanecer en el hospital durante más de seis meses con pocas esperanzas de sobrevivir.
Pero no había llegado aún su momento, tenía varias misiones que cumplir, y las cumplió con creces. Desde el momento en que supo que el resto de lo que le quedaba por vivir ya era un regalo empezó a dulcificar su temperamento riojano y transformó su dureza en bondad.
Y, no siendo suficiente esa enorme transformación, quiso ejercer de padre y madre una vez fallecida su esposa. Ese fue el momento en que empezamos a conocerle, y él a mostrarse tal y como era, con sus defectos y sus virtudes. Y ser alguien tan especial por todas las vivencias adquiridas en este largo camino que es la vida.
Ha merecido la pena tenerle entre nosotros, entregado en cuerpo y alma a sus cuatro hijas y a los demás, con esa entereza, sacando fuerzas de flaqueza para mostrar su lado humano, su humildad, su generosidad, valores que no son fáciles de ejercitar en el mundo actual.
Dejas aquí tu ejemplo que seguiremos y cultivaremos, porque la semilla ya está plantada y tu amor en ella también.
Se llamaba José Luis Pérez Capellán. Era mi padre.
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