Huir del hoy, afán moderno
Por Eduardo Zeind Palafox , 14 junio, 2016
En el segundo libro del Pentateuco hallamos nociones que tratan de dar expresión a la palabra “viajar”, que signa en la cultura judeocristiana ideas como “liberación”, “extranjerismo”, “nostalgia”, “misterio”, útiles y clarificadoras al querer comprender los fuertes motivos que hacen que la gente de hoy desee fervorosamente viajar, o por mejor decir, “huir del hoy”. Leamos versículos del libro del Éxodo (14: 19-20):
El ángel de Dios, que iba delante del ejército de Israel, se desplazó y pasó a su retaguardia. La columna de nube, que iba delante de ellos, se desplazó y se colocó detrás, metiéndose entre el campamento de los egipcios y el campamento de los israelitas (14: 19-20).
Cuatro conceptos hay en las líneas: el de ascenso en la columna, el de abstracción en lo nuboso, el de guiador en el ir delante y el de huída en el ponerse atrás. Viajar, moverse a lo incógnito, aquí, es ir a lo mejor, allende lo conocido, que es bajo y está basado en el pretérito.
Solemos creer que nuestras imaginaciones son demasiado ricas, dignas, para la realidad, y que merecen habitar mejores tiempos. Mas no pudiendo pisar el devenir ni manosear lo acaecido, nos conformamos con ir a otros países, tenidos por futuristas si son vanguardistas y museos si no han mudado sus modos de producir lo necesario para vivir.
Víctimas somos de nosotros por no saber dar a cada día lo que le corresponde, raíz de la propiae excellentiae, cepa moral ingente que en las horas no cabe y que nos lleva a despreciarlas. El erudito Christopher Hitchens, en su libro Dios no es bueno, enlista lo que buscan muchos occidentales al viajar en el espacio, al que vuelven tiempo, como la variedad de religiosas vivencias, la aniquilación del intelecto, el creer en fuerzas primitivas y el infantilismo que desliga de toda responsabilidad política.
Por doquier se buscan nubes, misterios, alfombras voladoras que nos alcen, que pongan entre nuestro mundo y nosotros kilómetros sin cuento. Viajando, rastreando la libertad, queriendo la disolución mental, lo salvaje, lo honesto o primigenio, se cree batallar contra el cautiverio, la conciencia culposa, el adocenamiento del industrialismo y la falsedad de la civilización, craso error, pues al huir de nuestra cultura huimos de nosotros mismos, de los gestos que sin sudor entendemos y de ojos que pueden leernos.
El lenguaje, distante de toda crítica, del cribarse a que lo obligan los hechos, que extraen del habla cualidades y no metáforas, para transformar cualquier sitio nuevo en lugar futurible poetiza, crea frases como “vivir ligero”, “escucha del cuerpo”, “confianza instintiva”, enderezadas a ser premisas irrefutables que justifican nuestras esperanzas locas.
Los juegos del lenguaje, enseñó Wittgenstein, contradicen a la Wille zur Wahrheit, pues llenando de mitologemas el lógico instrumento acaban trastocando las leyes naturales que en nuestro entendimiento hay. El “vivir ligero”, mera conjunción de palabras semánticamente lejanas, pues una habla de un proceso y la otra de peso, luego de ser imagen falsa, difusa, se mitologiza, es decir, construye silogismos mediante el falso principio que dicta que la ligereza del vivir equivale a escasez material.
Afirmar que el buen vivir es posible si escuchamos nuestro cuerpo, si confiamos en nuestros instintos, conduce al vivir para el músculo y a despreciar la inteligencia para vitorear las sensaciones.
Viajar, digamos para terminar, hoy es para las masas adentrarse en los mitos propios a través de lo palpable, es enredarse en su fraseología, que pintando exóticos lugares imposibles encierra y somete, doblega para que se confíe en el “yo”, que multiplicando nuestras notaciones simula multiplicar nuestras experiencias, el espacio, que realmente es tiempo, conciencia estirada por palabras.–
Comentarios recientes