Iberia, la tierra prometida
Por Miguel Angel Montanaro , 14 febrero, 2014
Déjenme que a los más jóvenes les ejemplifique la sustancia de esta columna con una fábula que a los mayores, les traerá recuerdos del talco de las tizas de la pizarra y de manchurrones de tinta en los plumieres.
La narración habla de un campesino que cansado de las continuas disputas de sus dos hijos, decidió darles una lección. Les ordenó atar una gavilla de sarmientos que a continuación, les ordenó quebrar. Los muchachos se esforzaron en vano sin conseguir su propósito; entonces, el padre desató el haz y una a una, rompió sin dificultad las ramas para dejarles la enseñanza: separados o enfrentados entre vosotros, seréis débiles y presas fáciles de vuestros enemigos, por el contrario, si permanecéis unidos, seréis más fuertes y respetados.
En resumen, que la unión hace la fuerza.
Esta sentencia me ha venido a la cabeza, una vez más, con el último viaje institucional de los Reyes de España, hace escasos días, a la vecina Portugal.
Hace más de tres siglos que se consumó la ruptura entre nuestros architatarabuelos, para caminar cada cual a su suerte en este mundo de intereses pactados y desdichas compartidas.
Hoy, sus architataranietos, o sea nosotros, podemos tratar de enmendar aquel error.
No soy amigo de la política de bloques, pero soy un realista irredento y analizando el panorama socio-económico mundial, sé, que o los portugueses y los españoles nos unimos –mejor dicho, nos re-unimos o nos reunificamos, como ustedes prefieran–, o el resto de las naciones poderosas de Europa nos seguirán mirando como a la mano de obra barata de la construcción europea, donde franceses y alemanes ejercen de arquitectos, dejándonos a los ibéricos el papel de marginados peones.
¿Se han parado a pensar cuánto hemos perdido los portugueses y los españoles, sólo en cuotas agrícolas, lecheras y pesqueras, desde que entramos en su día en la Unión Europea?
¿Hubieran sido iguales estos repartos de poder –que en definitiva son los que le llevan, por ejemplo, a un productor lácteo a poder vender su leche o a tener que sacrificar a la vaca–, si portugueses y españoles hubiésemos sido una confederación fuerte y cohesionada?
Evidentemente, no.
La pregunta es: ¿cuánto más deberemos perder para que otras naciones –que se han convertido en potencias con nuestra debilidad–, se apiaden de nosotros?
¿Saben ustedes queridos lectores, que una hipotética Unión Ibérica nos situaría, para empezar, como la primera potencia mundial en pesca y turismo?
Una Confederación Ibérica traería para nuestras naciones fortaleza económica y una sola voz en el concierto mundial, y cuando hablo de voz, no hablo de lengua, pues me siento igual de cómodo dejándome acariciar por un meloso fado en Cascáis, que tarareando el melancólico pasodoble Suspiros de España en cualquier verbena de Cartagena, que para aquellos de ustedes que no lo sepan, fue la ciudad donde se compuso y se estrenó esa canción española, hoy universal.
La unión de Portugal y España convertiría a la Península Ibérica en una poderosa plataforma continental que controlaría el flanco atlántico de Europa y eso, son palabras mayores. No hace falta cursar un máster en Relaciones Internacionales para saber, que si esto sucediese, en una futura visita al presidente norteamericano de turno, el presidente ibérico no se traería de vuelta, como regalo del inquilino de la Casa Blanca, una cajita de caramelos.
Pero no sólo ganaríamos la partida de la geoestrategia, sino también, la partida de la economía.
Hoy, Portugal y España forman parte del grupo denominado: PIGS, que como todos ustedes saben, significa, cerdos, en inglés. Un denigrante club de apestados pobretones, bautizado con las iniciales, también en inglés de: Portugal, Ireland, Greece y Spain.
Ahora, imaginen que Portugal y España se cansan de hacer de camareros en las reuniones de Bruselas y forman una Confederación Ibérica de casi setenta millones de ciudadanos, y que con seriedad e imaginación, respetando la idiosincrasia de los dos pueblos –más común de lo que imaginamos–, esa confederación hermana sus símbolos, sus ejércitos, sus fuerzas sociales y económicas, y reunifica su sentir, su cultura, su arte y su corazón, que no nos engañemos, es solo uno.
¿Nos hablaría igual la señora Merkel? ¿nos diría hasta donde podríamos llenar el plato para subsistir, después de limpiarles los váteres de los hoteles alemanes?
Desde luego que no.
De prosperar el proyecto unionista, es seguro que aquellos que no tienen una nación y la persiguen en sus sueños, se opondrán y tacharán la empresa de expansionismo españolista.
Será seguro también, que en Europa, otras naciones vean amenazadas sus posiciones ventajosas en el tablero donde se decide nuestro futuro, pero eso sólo debe servirnos de acicate para ponernos manos a la obra mas pronto que tarde.
Es cuestión de supervivencia.
Las trabas para la unión de Portugal y España serán muchas, seguro que sí; sin embargo, también somos muchos –cada día más–, los que estamos convencidos de que ha llegado el momento de que portugueses y españoles seamos solidarios también con nosotros mismos, y que demostremos al mundo hoy, por qué fuimos capaces de descubrirlo ayer y por qué queremos liderarlo mañana.
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