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Jacky Khatri, mi amigo de Jaisalmer

Por José Luis Muñoz , 6 septiembre, 2015

DSC_0290Voy a contarles una bonita y sencilla historia, porque no todo es negro en este mundo, por fortuna. Hace ocho años estuve en la India, una asignatura pendiente que no quería perderme a pesar de la dureza de ese país y de lo bien, y mal, que me habían hablado los viajeros que habían ido. Con ese país no existe el término medio: lo amas o lo odias. La India está llena de misticismo, pobreza, suciedad, alegría, olores, ruido y vida. La India es, sobre todo, vida, a veces excesiva para un occidental que desembarca en sus caóticas ciudades y queda aturdido por esa explosión de vitalidad a la que no está acostumbrado en su ordenado Occidente.DSC_0317

Mi viaje, pocas semanas después del Monzón, por carreteras convertidas en lagunas, me llevó a una de las urbes más hermosas de Rajastán, Jaisalmer, una ciudadela medieval protegida por una muralla. Mientras callejeaba por sus calles abarrotadas por tipos con historiados turbantes multicolores y hermosas mujeres envueltas en saris impolutos, me sentía un personaje de Rudyar Kipling en un viaje al pasado reviviendo alguno de sus libros que me fascinaron en la infancia y seguramente alimentaron mi deseo de visitar ese país milenario. Me perdí por el zoco de Jaisalmer, su corazón, como siempre suelo hacer cuando llego a una ciudad. Los zocos de Extremo Oriente son siempre fascinantes; los de la India, más aún, una grandiosa exposición de artesanía que se ha perdido en nuestros países por la industrialización, pero allí persiste. Mi deambular por los estrechos callejones llenos de vendedores y compradores que regateaban a voces y con pasión, bajo un sol sencillamente brutal, al que era muy difícil acostumbrarse, porque literalmente te aplastaba, me llevó a una pequeña tienda de telas a la que entré buscando el alivio de sombra y el aire de un ventilador. Allí había sedas preciosas, batiks, blusas y faldas amontonadas en estanterías hasta el techo o esparcidad por el suelo. Decidí cambiar mi ropaje occidental por unas cuantas camisas de lino, frescas y bonitas, de colores exóticos, que todavía conservo: blanca, beige, azul y color azafrán. Y en esa tienda se produjo este pequeño milagro que voy a contarles.

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Jacky Khatri, el dueño de la tienda, una persona encantadora y un excelente vendedor, me invitó a tomar un té. Durante una hora estuvimos hablando, sí, hablando, él en un pausado inglés y yo en español, subrayando nuestras palabras con gestos, y nos contamos nuestras vidas. Debo decir que no hablo inglés, que comprendo algunas palabras muy elementales, las justas para no perderme por un aeropuerto, y que Jacky Khatri no hablaba español, pero tenía voluntad de entenderlo, una enorme curiosidad. Me preguntó el tendero de Jaisalmer a qué me dedicaba, y, cómo pude, le dije que escribía libros, novelas policiales, y lamenté no llevar ninguno encima para dejárselo.  Decidido a seguir mi visita por la ciudad, y cómo iba muy cargado, le pregunté, con gestos, si podía dejar en su tienda todo lo que había ido comprando durante la jornada que llenaba varias bolsas. Me dijo que sí, por supuesto. Así es que le dejé todas las pertenencias.

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Seguí visitando la ciudad, haciendo fotos a sus gentes y a sus piedras; me detuve en un restaurante a comer una exquisita y especiada comida hindú, que sentó bien a mi estómago, y estuve callejeando hasta bien entrada la noche, fascinado por la belleza de esa ciudad que literalmente me embrujaba. Regresé, entonces, a la tienda de mi amigo Jacky Khatri, porque era evidente que, a pesar de nuestras diferencias culturales e idiomáticas, y generacionales (él podría muy bien ser mi hijo), se había establecido un importante vínculo entre ambos, que éramos amigos aunque, quizá, no fuéramos a vernos nunca más. Me invitó a otra taza de té y allí estuve con él, hablando de la India, de sus gentes, de la extraordinaria artesanía, de la belleza de sus monumentos, de su familia y de la mía, sintiéndome a gusto, con las piernas cruzadas y recostado contra unos mullidos cojines. Nos comunicábamos, sobre todo, con gestos, miradas y sonrisas, y nos entendíamos porque había voluntad de hacerlo. Un español y un hindú que habían empatizado a primera vista, algo que sólo era posible en ese país.DSC_0079

Seguí mi viaje por la India, apasionante e incómodo a partes iguales, del que salí, después de un mes, sencillamente agotado, pero con ganas de volver a aventurarme por ese país que se resiste a cambiar, por fortuna para el viajero. Y aquí viene la segunda parte de la historia, lo mágico de ella, y que demuestra la utilidad que tienen las redes sociales.

Ocho años más tarde, se dice pronto, recibí un mensaje por Facebook de un hindú llamado Jacky Khatri. Había olvidado su nombre, por supuesto, pero no sus rasgos amables. Me había localizado el tendero de Jaisalmer a través de las redes sociales y en su mensaje me preguntaba si me acordaba de él, de la tarde que pasamos hablando en su tienda, del té que compartimos. Me emocionó y le contesté que sí, que me acordaba de él; me acordaba de él después de haber visitado cien bazares hindús y haber entrado en quinientas tiendas en Delhi, Benarés, Udaipur y Jaipur en donde, indefectiblemente, salía con una compra bajo el brazo. Había olvidado los rostros de todos esos vendedores anónimos, pero no el suyo que se me había quedado incrustado en la memoria, así como aquella tarde, como algo importante y trascendente. Así es que le contesté con palabras muy afectuosas, le dije que me alegraba mucho de que siguiera bien y le prometí que si regresaba a la India, y quizá lo haga ahora por un doble motivo, iría a su tienda a tomar otra taza de té y renovar mis camisas de lino que todavía me pongo.DSC_0292

Así es que, si van a la India, si se acercan a esa extraordinaria y bella ciudad de Rajastán llamada Jaisalmer, vayan a su zoco, localicen la tienda de Jacky Khatri, salúdenlo de mi parte, tomen un té a nuestra salud y denle un fuerte abrazo en mi nombre.  Y salgan con algo bajo el brazo, por supuesto.

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