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James Joyce en Paris, un homenaje literario

Por Anna María Iglesia , 22 abril, 2014

Por ANNA MARIA IGLESIA
@AnnaMIglesia

Gisèle Freund

Gisèle Freund

“Debía de correr el año 1934 cuando vi por vez primera a James Joyce, cenando con su bella esposa en unrestaurante cercano a la estación de Montparnasse”: así recuerda Gisèle Freund, su primera imagen del escritor irlandés, una primera imagen nunca fotografiada, que Freund no dudó en dejar plasmada a través de la escritura, en unos breves apuntes acerca de aquella París de finales de los años treinta, esa París de dionisiaca efervescencia literaria en un tiempo que, amenazante, estaba llegando a su fin. “Yo estudiaba en la Sorbona, y Joyce era uno de los ídolos literarios de mi generación”, recuerda Freund en el texto incluido en Joyce en Paris o el arte de vender el Ulisses publicado recientemente por la siempre exquisita editorial madrileña Gallo Nero. En aquel 1934, la joven estudiante Freund todavía no sabía que su talento por y para la fotografía, la convertiría en una de las principales fotógrafas del siglo XX; su cámara retrataría a los principales literatos de la primera mitad de siglo: Virginia Woolf, André Gide, Paul Valéry o Walter Benjamin serían retratados por la fotógrafa que consiguió, a pesar de las reticencias, retratar a un James Joyce encerrado en una ceguera, cada más profunda, y hostil a la innovación del color en el arte de la fotografía. Aquella foto de Joyce con “una chaqueta de terciopelo burdeos” y con sus “manos largas y refinadas” adornadas con “varias sortijas”, portada en la revista Time en ocasión de la publicación del Finnegans Wake, fue uno de los últimos retratos de un autor que con serena y extraordinaria lucidez preveía que su vida, como su propia vista, se iba deslizando hacia un fin no muy lejano. La cámara de Gisèle Freund reflejó el último periodo de Joyce en Paris, una ciudad a la que había llegado 1920 y en la que tergiversó el género novelesco, porque tras su Ulisses ya no fue posible volver a escribir como antes.

joyce parisLos pasos de Joyce en Paris han sido borrados por una historia que ya no tiene memoria, apenas quedan ya rastros de aquella Paris en la que, durante algunos años, la literatura olvidó sus límites y sus restricciones, en la que un grupo de escritores, artistas y dos valientes libreras escribieron, desde una estrecha calle de la orilla izquierda, uno de los capítulos principales de la historia literaria y, sobre todo, intelectual del siglo XX. En el olvidadizo mapa urbano de hoy, sin embargo, ¿qué queda de todo aquello? Ya nada queda de aquella estrecha calle que, en su breve recorrido desde el Boulevard Saint-Germain hasta el imponente teatro, fue durante las primeras décadas del siglo XX lugar de encuentro de los nombres más eminentes de la literatura así como destino obligatorio para futuros escritores e intelectuales que, allí, entre los estantes de las librerías de Silvia Beach y Adrianne Monnier, comenzaron su auténtica formación literaria, artística e intelectual. Hoy, en el número 7 de Rue de l’Odeon donde estaba situada la Maison des Amis des Livres de Adrianne Monnier, una tienda de cosméticos maquilla con otra tonalidad una calle en la que tan sólo un par de librerías de viejo recuerdan, sofocadas, el espíritu literario y la pasión intelectual que allí, en ese rincón de París, se vivió. “En mis tiempos de estudiantes”, escribió en 1965 Simone de Beauvoir acerca de la pequeña librería de Adrianne Monnier, “aquella librería simbolizaba el fascinante mundo, tan cercano y sin embargo tan remoto, de la literatura moderna”. Para la joven estudiante de filosofía de la Sorbona, aquel mundo todavía remoto, “porque por aquel entonces aún no conocía a uno solo de sus autores”, la librería representaba, a la vez, un mundo cercano, pues fue precisamente allí donde, recuerda con añoranza la autora de Los mandarines, “leí con fruición muchísimos de sus libros, que tomaba de la biblioteca de préstamo de Adrianne. Entre las paredes de aquel “santuario” consagrado a las letras, la joven Beauvoir escuchaba con admirada curiosidad los relatos librescos de Adrianne: asiduos protagonistas de aquellos relatos, Valéry, Gide, Malraux, Aragon o Léon-Paul Fargue se empequeñecían irremediablemente ante la ocasional presencia narrativa de James Joyce, “el más lejano e inaccesible de todos ellos”, recuerda Beauvoir. A pocos metros de la librería de Adrianne Monnier, en el número 12 de rue de l’Odeon, una joven norteamericana llamada Sylvia Beach abrió las puertas de Shakespeare and Co., una librería especializada en literatura anglosajona, cuyos estantes fueron ocupados por los autores más recientes y más subversivos de una literatura que, al compás del mundo, iba cambiando, dirigiéndose a un punto de no retorno. Fue precisamente entre las paredes de Shakespeare and Co donde Ulisses dejó de ser un manuscrito para convertirse en libro: considerada desde el primer momento como una obra moralmente censurable, el Ulisses había sido censurado y criticado por su estilo y su composición formal tras la publicación de algunos fragmentos en Little Review entre 1918 y 1920: es “una gamberrada (.) en absoluto interesante y más bien repugnante”, escribió Frank Stuhlman tras leer las entregas publicadas en la revista norteamericana, “¿Por qué no despiden a Ezra Pound, a Joyce y compañía y vuelven a las cosas que publicaban en el pasado, menos experimentales y cuya lectura resulta agradable?”, se preguntaba con sarcasmo Stuhlman ante la nueva línea editorial de la Little Review, una publicación cuya osadía no permitió la publicación en Estados Unidos de la novela de Joyce, censurada sea en Estados Unidos como en Inglaterra. Era 1922 cuando, en aquella Rue de l’Odeon Sylvia Beach, con la colaboración de Adrianne Monnier, decidieron publicar la novela de Joyce, conscientes de que se trataba de una extraordinaria obra literaria que ofrecía una definitiva vuelta de tuerca a la narrativa tal y como se entendía por entonces.

Maison des amis des livres

Maison des amis des livres

Rue de l’Odeon se convirtió en destino obligado para todos aquellos que querían descubrir la obra narrativa con la que se inauguraba una nueva época para la literatura; la dificultad de su lectura –todavía hoy, el Ulises es considerado como una obra no fácilmente accesible- no fue un obstáculo para Beach, quien vio precisamente en aquella escritura del inconsciente y de la inmediatez, en aquella escritura irrespetuosa con la puntuación y, aparentemente, desconectada de la trama lineal de la obra, el signo inequívoco de la grandeza literaria de Joyce. Sylvia Beach se enfrentó a los prejuicios y, como hacía con cada una de las nuevas obras que desde Inglaterra o Estados Unidos llegaban a sus estantes, apostó por autores todavía no consagrados, por obras por entonces heterodoxas que rompían con el academicismo y el formalismo que todavía imponía la crítica más influyente. Entorno a Monnier y a Beach se dibujaran los recorridos literarios más brillantes del siglo XX, recorridos que, como el del propio Joyce, habían empezado a trazarse en los márgenes, en aquel mismo rechazo que, años atrás, habían padecido los hoy indiscutiblemente canónicos impresionistas. Beach apostó por Joyce y su novela, pero no era fácil superar los muros de una censura que impedía al Ulises ir más allá de París; como recuerda Catherine Turner en el libro de Gallo Nero, “en cuanto Ulises pasó a ser mercancía de contrabando, el libro dejó de ser sencillamente un signo de capacidad intelectual para convertirse en síntoma del refinamiento cultural asociado al alcohol de estraperlo. Traficar, poseer y leer Ulises se convirtió para los estadounidenses en una forma muy poderosa de alienarse con nuevas fuerzas culturales que se oponían al conservadurismo, y de desobedecer la prohibición en beneficio de la literatura clásica”. Sin embargo, la novela no estaba llamada para convertirse en símbolo de la alienación y de la oposición al conservadurismo, Ulises necesitaba el reconocimiento literario por parte de la comunidad intelectual anglosajona que, a diferencia del selecto círculo parisino, no se mostró entusiasta ante esta obra: mientras el escritor irlandés George Moore tildaba a Joyce de “Zola venido a menos”, Edith Wharton, en una misiva enviada a Bernard Berenson, describía el Ulises como “un maremágnum de pornografía (de la peor calaña, propia del colegial más ordinario), y una sarta de chorradas indefinidas e insignificantes”.

Joyce, Monnier, Beach

Joyce, Monnier, Beach

Las ediciones realizadas por Beach no tardaron en llegar a Estados Unidos de forma clandestina y, a pesar de las constantes requisas, los artículos acerca del escritor irlandés ocuparon más de un periódico. La incomprensión de la obra era el liet motiv predominante en la mayoría de aquellos artículos: “es casi imposible de conseguir”, escribió a finales de los años veinte Mary. M. Comun, “y aun cuando es posible hacerse con él resulta complicado de entender para cualquier persona no dublinesa y miembro de una cierta generación”. Tuvieron que pasar distintos años hasta que el convencimiento y la perseverancia de un editor consiguieron la publicación en Estados Unidos del Ulises, obteniendo -lo que en los veinte parecía un imposible- un elevado número de ventas. Bennett Cerf, uno de los fundadores junto a Donald Klopfer de Random House, fue el editor que no sólo se atrevió a vencer la batalla legal contra la censura de la novela, sino que consiguió acercar el Ulises a un amplio público lector, que se vio empujado a comprar aquella obra que marcaba un antes y un después en la historia literaria. No fueron fáciles las tratativas, pero Cerf siguió con su propósito: una inteligente y elaborada campaña publicidad dejó en segundo plano los comentarios acerca de la amoralidad de la novela, disipando asimismo los miedos de muchos libreros por vender una obra de este estilo. A pesar de la oposición del propio Joyce, la difusión de claves de lectura hizo de la obra un reto para el lector, quien debía abandonarse junto al protagonista, Leopold Bloom, en un recorrido a lo largo de interrogantes cuyas respuestas no eran inaccesibles.

Joyce en Paris, o el arte de vender el Ulises, es algo más que un recorrido nostálgico hacia la París de los años treinta, hacia la vitalidad y el inconformismo que impregnaba el espíritu intelectual de los autores ya consagrados y de los que por entonces comenzaban; a través de las espléndidas fotografías de Gisèle Freund aquí recogidas y con la selección de artículos, es posible reconstruir el recorrido de una obra como el Ulises y, a lo largo de esta reconstrucción, observar con admiración y, sin duda, con algo de melancólica envidia la fortaleza y la coherencia de Adrianne Monnier y de Sylvia Beach, quienes desde sus pequeñas librerías desafiaron el estatus quo de la cultura dando voz y visibilidad a aquellos autores que con sus obras escribían, como diría Harold Bloom, la más prodigiosa desviación de la tradición. Los textos aquí reunidos por Gallo Nero son un homenaje a aquellas dos mujeres y aquellos editores que, frente al mercado y a las presiones institucionales, apostaron por la literatura, por una literatura nueva, diferente, puede que incómoda, pero sin duda una literatura con mayúsculas. Joyce en Paris, o el arte de vender el Ulises nos obliga a repensar el presente y a preguntarnos acerca de nuestro compromiso con la creación literaria más allá de las cifras.


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