John Steinbeck, cuando el relato se convierte en viaje
Por Anna María Iglesia , 5 agosto, 2014
Por Anna Maria Iglesia
@AnnaMIglesia
“Todo relato es un relato de viajes”, dijo en una ocasión el sociólogo alemán Georg Simmel y nadie pudo contradecirlo. Desde entonces la escritura parece estar indisociablemente unida al viaje, escribir y leer se han convertido hoy por hoy en metáforas desgastadas del viajar. Las metáforas, como los tópicos, se agotan, se convierten en vacuos latiguillos repetidos aleatoriamente a modo de floritura argumentativa, sin embargo tras de sí nunca deja de persistir aquella verdad que les dio origen. Simmel no erraba en su definición de relato, bien lo sabía Sergio Pitol que, en su magistral ensayo literaturizado y de marcado sustrato biográfico El arte de la fuga, escribió: “¡Viajar y escribir! Actividades ambas marcadas por el azar; el viajero, el escritor, solo tendrán certeza de la partida”. En las páginas del escritor mexicano, el escritor se convierte en viajero, los dos conceptos se solapan dando lugar una misma identidad, un mismo sujeto: puede por tanto decirse, sin miedo a incurrir a error, que todo escritor es un viajero, alguien que recorre tierras extrañas, tierras todavía por descubrir; el escritor es alguien que en su recorrer, y como bien dice Pitol, tan sólo conoce el origen de su partida, pues en aquel deambular, la escritura como el viajar se convierten en un errar de inesperado trayecto. “Cuando empiezo una novela nunca sé cómo va a concluir”, me dijo en una ocasión un escritor, lo mismo sucede al viajero, su itinerario, por planificado que sea, siempre le resulta desconocido y esto bien lo sabía John Steinbeck, alguien que consiguió hacer del viaje físico por Estados Unidos un viaje entorno a la creación literaria, una indagación acerca del ser humano y acerca de la tarea del escritor.
“¿Quién no se ha dado cuenta alguna vez de que un viaje está ya terminado y muerto antes del regreso del viajero?”, se pregunta el escritor norteamericano a su regreso de su travesía por Norteamérica, “también es verdad lo contrario: el que más de un viaje prosiga mucho después de que haya cesado el desplazamiento en el tiempo y en el espacio”. Steinbeck parece no tener las dudas de Sergio Pitol, “mi propio viaje empezó mucho antes de que me pusiera en marcha, y acabó ante de que regresara”, confiesa en el capítulo final y, al contrario del autor de El arte de la fuga, convencido de que ningún escritor “sabrá a ciencia cierta lo que ocurrirá en el trayecto menos aun lo que le deparará el destino al regresar a su Ítaca personal”, Steinbeck habla con certeza acerca de su viaje, “sé exactamente dónde y cuándo terminó”. Sin embargo, en las palabras del escritor norteamericano hay algo de impostura, aquella impostura que no tiene en cuenta la escritura del viaje en tanto que un renovado y distinto proseguimiento del viaje. ¿A caso cuando Steinbeck escribía estas palabras su viaje físico ya había terminado? ¿Acaso Viajes con Charley no es la reescritura de un viajar físico ya llegado a su meta? Steinbeck omite la inevitable imprevisibilidad de la escritura, pero omite también la explicitación de las incertezas propias del viaje, las omite de forma explícita, pero no las eludes, éstas aparecen a modo de descripciones y de narraciones, en su constante reflexión axial acerca de la escritura y de la mirada, reflexiones que revelan la ausencia de aquella aparente inocencia que impregna la obra.
En 1960, el autor de Las uvas de la ira decidió emprender un viaje alrededor de los Estados Unidos; acompañado tan sólo de su perro de origen francés Charley, Steimbeck recorrió 16.000 kilómetros que lo llevaron a cruzar treinta y cuatro estados, a detenerse en cada uno de ellos, hablar con sus gentes y, a la vez, reflexionar sobre sí mismo, sobre la necesidad de viajar en solitario y sobre la literatura, sobre la escritura en tanto que oficio y en tanto que modo de vida. La editorial madrileña Nórdica publica, en una muy buena traducción al castellano de José Manuel Álvarez Flórez, Viajes con Charley en busca de Estados Unidos, el relato de viaje que Steimbeck escribió de regreso de su travesía realizada en 1960 y que se publicó, obteniendo un extraordinario éxito, en 1962, apenas pocos meses antes de recibir el Premio Nobel de literatura. Las palabras de Simmel se hacen aquí imprescindibles, pues si bien, recurriendo no sólo aquella cita sino a su ensayo La aventura,hablar de relato de viaje es, de por sí, un pleonasmo, definir el texto que ahora publica Nórdica tan sólo como la narración de una travesía resulta del todo reductora. El recorrido geográfico es, en cierta manera, el sustrato, incluso la excusa, sobre el cual Steinbeck inscribe una series de reflexiones que, desde el ámbito literario hasta cuestiones sociales y culturales de la época, tienen como punto en común la puesta en discusión de la mirada: el autor norteamericano es consciente que su narración es una reconstrucción de la mirada, es la construcción de una realidad que, lejos de todo positivismo empirista, toma forma a través de sus palabras que, asimismo, modifican aquella que su mirada a lo largo de la travesía física ha percibido: “creo que hay demasiadas realidades”, escribe el autor, “lo que yo escribo aquí es verdad hasta por esa ruta otro y reordene el mundo a su manera”. La idea de reescritura en el sentido de reelaboración del espacio y del paisaje recorrido aparece en estas palabras a través de la evocación de otro viajero, aquel que tiempo después realizará su misma ruta y reordenará, dando un nuevo sentido, el mundo vivido y visitado. Steimbeck, así, amplía la metáfora inicial, viajar no sólo es escribir, sino también leer, es decir, reapropiarse de las palabras y de la mirada del otro: “en la crítica literaria”, no acaso reflexiona el autor, “el crítico no tiene más elección que transformar a la víctima de su atención en algo de la talla y la forma de él mismo”.
Siguiendo así, las consignas del John Steinbeck, el lector de Viajes con Charley en busca de Estados Unidos no podrá sino transformar la narración en algo de su talla y de su forma, es decir, no podrá sino reapropiarse del paisaje estadounidense de los años sesenta desde su propio imaginario actual o, como diría Hans-Robert Jauss, desde su propios pre-juicios para convertir aquella ruta geográfica y escriptural de Steimbeck en su propia ruta lectora.
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