Joseph Brodsky: de lo apolíneo y lo dionisíaco
Por José de María Romero Barea , 5 mayo, 2015
Para apreciar el valor de Del dolor y la razón (Siruela, El Ojo del Tiempo, 2015), casi una década de ensayos, reseñas, artículos y reflexiones varias a cargo de Joseph Brodsky (Leningrado, hoy San Petersburgo, 1940 – Nueva York, 1996) es necesario recordar que uno de los mejores poetas en inglés del siglo XX fue también uno de sus comentaristas más brillantes. Su gama de intereses fue amplia, su estilo claro y siempre perspicaz, su curiosidad inagotable. Y eso que Brodsky ni siquiera escribía (o hablaba) en su lengua materna: el ruso.
De la infancia precoz a la vejez prematura, se enamoró de sistemas y visiones del mundo como un amante, intensa y profundamente. Luego les pidió demasiado y terminó decepcionado, preguntándose cómo podía haber sido tan confiado. Incluso en los casi 10 años que abarca la colección espléndidamente traducida por Antoni Martí García, es difícil etiquetar a Brodsky. Con estos ensayos, muchos de los cuales fueron recogidos y publicados en 1986, ganó el premio de la National Book Critics; un año después se convertiría en premio Nobel.
Por lo tanto, si hay una colección esencial del poeta es ésta. La prosa de Brodsky se ocupa de Mandelstam o Tsvietáieva. Brodsky escribe sobre ellos consciente de que se está dirigiendo a un público que necesita ser educado, pero sin insultar su inteligencia. Reseñas de libros para The New Republic o la revista Harper, discursos de graduación para las universidades de la Ivy League, homenajes a Marco Aurelio, Horacio o Stephen Spender: todas, no importa cuán noble o humilde, plataformas para las inquietudes del poeta.
Sus evocaciones de la vida en la Rusia soviética, en el artículo “Botín de guerra” aluden no tanto al horror de lo sobrenatural como al de lo cotidiano: “En el principio fue la carne enlatada. Para ser más precisos: en el principio fue la guerra (…) el asedio de mi ciudad natal (…) la Gran Hambruna (…) Y hacia el final del asedio, la carne enlatada procedente de América”. La crónica de un viaje a Brasil se convierte en un j’accuse: “Empiecen como empiecen, todos los viajes acaban igual: en nuestro rincón, en nuestra cama”.
Su amor por el método científico, junto a su fascinación por los sistemas cerrados, informan todo lo que mira, incluso su amor por la poesía de Robert Frost, al que dedica el ensayo que da título a la colección. En él, Brodsky cede a su costumbre de categorizar: “Como la palabra pastoril presenta excesivas connotaciones de felicidad, y dado que Frost se acerca más a Virgilio que a Teócrito, sigamos a Virgilio y llamemos égloga a este poema”.
La pulcritud convive con una aversión innata a los cabos sueltos. Al modo de un maestro de escuela, Brodsky intenta explicar la poesía Frost por medio de metáforas, como “una nave espacial que, al ir debilitándose la fuerza de la gravedad que la arrastra hacia abajo, cae bajo el dominio de una fuerza gravitatoria distinta, que la arrastra hacia afuera”. El lector asiste a la colisión entre lo apolíneo y lo dionisíaco en los temperamentos de ambos poetas: “El combustible, sin embargo, sigue siendo el mismo: el dolor y la razón. El único aspecto que falla en mi metáfora es que las naves espaciales americanas suelen regresar”.
Los críticos de la emigración de Brodsky a los EE.UU. huyendo de la Unión Soviética sostienen que el complejo de culpa es el origen de estos escritos, aunque sus defensores se apresuran a argumentar que su poesía mantuvo su férrea vigilancia sobre el fascismo durante esos mismos años. Su instinto es tan constante y tan lúcido que el efecto – al menos desde la distancia que concede el paso del tiempo – puede ser tristemente divertido, como cuando abre su conferencia de graduación pronunciada en Darmouth College, en julio de 1989, diciendo a sus alumnos: “Una parte sustancial de lo que os espera a partir de ahora va a estar dominada por el aburrimiento”.
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