Juicios de valor
Por Eduardo Silva , 9 febrero, 2014
El fin de semana que se nos va ha sido noticia, por sorpresa, una ciudadana normal. Esta convecina corriente ha sido interrogada tras ser imputada por un juez ordinario que observó en algunos de sus actos cotidianos indicios de haber cometido unos vulgares delitos fiscales. Nada fuera de lo común. Tan común como hacerse el desayuno, atarse los cordones de los zapatos, plancharse la banda militar o dirigirse al trabajo con prisas, por ejemplo. Actos de los que nadie en su sano juicio guardaría soporte documental por insulsos y rutinarios.
La rutina para nuestra salud física y mental viene a ser como la grasa para los engranajes de las maquinarias, fundamental para su funcionamiento pero estéticamente desdeñable. Por eso no solemos presumir de ella ni perdemos nuestro tiempo grabándola, ni nos pasamos las horas observándola después. Y por rutinario, el juez encargado de llevar a cabo el interrogatorio decidió que era innecesario guardar constancia del mismo, al considerar que todo lo que allí iba a acontecer tenía un carácter superfluo e intranscendente. En consecuencia, de los entresijos y pormenores de la interpelación solo podemos recoger los relatos más o menos objetivos de cuantos allí fueron citados y tratar de hacer una pequeña reconstrucción de los hechos.
Podemos deducir a la luz de los acontecimientos que a nuestra paisana le tocó en suerte un abogado de oficio que casualmente fue a finales del siglo pasado uno de los llamados “padres de la Constitución española” y del que se va diciendo por ahí que es, o en algún momento ha sido, un activo nacionalista catalán (Dios nos coja confesados si este dato llegara a confirmarse). Sabemos que a pesar de sus antecedentes, este joven y brillante abogado ha debido demostrar gran habilidad retórica y dedicada profesionalidad durante el proceso, puesto que sus alegatos parecen haber servido para convencer al fiscal y a los abogados del Estado. Estos no han querido importunar demasiado a nuestra compatriota con preguntas insolentes al considerar que con su sola presencia queda demostrado que todos somos iguales ante la ley, que es la conclusión a la que se trata de llegar, presuntamente, en este caso (aunque este extremo está todavía por confirmar). Es habitual en este tipo de actos que la fiscalía se ponga del lado de los imputados si entiende que un juez se vuelve excesivamente riguroso. Los jueces también son personas y es posible que a veces no duerman demasiado bien y se les pueda olvidar la aplicación de algunos de los derechos fundamentales en según qué casos.
No solo riguroso, severo, inflexible y hasta implacable se mostró el juez ante la fragilidad de la pobre imputada, dirigiéndose a ella como lo haría el sargento de artillería Tom Higway a sus bisoños e inexpertos cadetes. De pronto, la aturdida imputada se vio inmersa en el interior de una ola gigante formada por una masa ingente de preguntas impertinentes y groseras que atentaban contra la estabilidad de un marco de convivencia agradable entre las partes, y vulneraba algunas de las leyes naturales propias de la física. Y por físicamente imposibles de contestar, la mayor parte de las respuestas de la requerida se limitaron a atestiguar esta evidencia: “No lo recuerdo (¿cómo voy a recordar tanto acto rutinario junto, cuando hace tanto tiempo que suprimí esas rutinas de las que se me acusa de mi vida?)”.
No conformándose con la obviedad de las respuestas a la cantidad de preguntas de carácter retentivo imposibles de responder, el puntilloso juez quiso saber además si la desvalida acusada conocía la responsabilidad de la naturaleza ilegal de sus actos probados al margen de ser consciente o no de haberlos cometido. Cuentan los que saben de leyes, que a efectos jurídicos hay una gran diferencia entre delinquir sabiendo que se está infringiendo la ley o hacerlo ignorando tal circunstancia. Es posible que este sea el motivo por el que en casos de asesinato los acusados aleguen locura transitoria, vaya usted a saber. Siendo así, puede que el diestro abogado de oficio debiera haber aconsejado a su cliente alegar dicho motivo: “lo siento señoría pero siempre que firmaba documentos o utilizaba la tarjeta me entraba una enajenación mental por todo el cuerpo que era superior a mí”. Pero lo cierto es que la locura a la que parece haberse acogido la frágil imputada en su defensa fue la derivada de la confianza que otorga el amor incondicional al cónyuge. Una sacrificada esposa no ha de cuestionarse nunca el criterio y buen juicio del marido.
No sabemos si estas respuestas convencerán al juez pero estamos seguros que contarán con el apoyo de toda la Conferencia Episcopal. Lo que tampoco sabemos es qué pensarán los obispos de las mujeres que para sacarse marrones jurídicos de encima culpan a sus esposos de todos sus malos actos (en lo bueno y en lo malo… hasta que la muerte nos separe… o el señor juez pretenda colocarnos un muerto). Quien muy probablemente no esté de acuerdo con los obispos en este caso, sea el sufrido padre de la pobre imputada.
En relación a la posición de la figura paterna en estos casos de juicios sumarios, nos viene a la memoria una canción del cantautor Albert Plá en la que confesaba en primera persona su amor hacia una Infanta y se dirigía a su Majestad con intención de pedir la mano de su hija. Prometía honestidad y renegaba de los privilegios que la Corona pudiera otorgarle en caso de ser aceptada su petición. Del mismo modo aseguraba estar dispuesto a olvidar su ideología republicana y a tragarse la repulsa que las monarquías le producían. Simplemente se había enamorado y eso lo cambiaba todo. Albert Plá no nos cuenta en la canción quién era la afortunada Infanta, ni siquiera el país al que pertenecía. No nos dice si su testimonio es real o solo una más de sus fantasiosas y transgresoras historias. Tampoco podemos estar seguros de que nuestra crónica guarde coincidencia alguna con la realidad ni que algunos de sus protagonistas sean personas reales (¿o se diría Reales?) pero no podemos dejar de preguntamos qué se le podría estar pasando por la cabeza al padre mientras observa a su hija declarar. Usted, SAR, en su habitual pose regia desde su cuadro colgado en lo alto de la pared, sintiéndose culpable por haber despreciado en el pasado el ofrecimiento de amor sincero y honesto de Plá por considerar que su pequeña heredera merecería un marido mejor, mi Majestad.
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