La ciudad alta de Zagreb
Por José Luis Muñoz , 18 octubre, 2015
El ruido de los tranvías me desvela antes que el despertador. La cabina de la ducha es pequeña, así es que confío acertar a la primera con el agua caliente porque no tendré escapatoria. Acierto. El parte meteorológico indica que hoy no lloverá en Zagreb. No me lo creo mientras tomo el desayuno en el Art Hotel Like entre jovencitos. Esa primera comida es aceptable. Hay zumo de naranja, huevos a la plancha, cruasanes comestibles y café bebible. En el plasma que preside el salón de desayunos veo una serie de videoclips musicales.
Me resulta extraño andar sin abrir el paraguas por Zagreb, pero lo llevo plegado en el bolso de la cámara de fotos. Me dirijo a la plaza Ban Jelacic, en donde se citan todos los habitantes de la ciudad como en Barcelona se hace en la plaza Catalunya, dejando la catedral a mi espalda y busco el mercado de la ciudad que hay tras ella. Paso antes por el mercado de las flores y entre las gitanas que han tomado posiciones en la escalera que sube al mercado y vocean lo que venden (paraguas, ajos, medias, tabaco) con el desparpajo típico de su etnia.
Los mercados son el corazón de la ciudad. La escultura en bronce de una recia campesina, que lleva sobre su cabeza un cesto con verduras, me recibe a la entrada del mercado Dolac de Zagreb, presidido por una historiada torre bulbosa con un reloj. Los puestos de verduras están al aire libre y el pescado en una lonja cerrada, todo muy animado a las diez de la mañana. Hay toda clase de verduras, y en abundancia, pero me llaman la atención unos pimientos blancos que son para preparar la papikra. La lonja de pescado huele fuerte, como todas, y hay pescado de mar y río.
Para tomar la calle Tkalciceva, una de las atracciones de la ciudad, y subir a la parte alta, lo que antiguamente era la ciudad de Gradec, enfrentada a la baja, Kaptol, hasta su unificación en Zagreb (agua en croata), aconsejan un itinerario que pasa por delante de la catedral y gira a la derecha por una calle peatonal enmarcada por puestos de artesanía muy pobre. Me siento en la terraza del Carpe Diem y pido un café que me sirven con un vaso de agua del grifo infame. La calle, para ser peatonal, no está muy concurrida, así es que me levanto a los cinco minutos y sigo mi rumbo por Zagreb mirando hacia el cielo con desconfianza y temiendo que de un momento a otro vuelva a llover.
Una calle muy en pendiente, ocupada por terrazas escalonadas de restaurantes rápidos, vacías a esa hora del día, me lleva a la calle más animada de la ciudad. La Tkalciceva, o Tkalka, es una larga calle peatonal que limita a la derecha con el parque Ribnjak y concentra todos los restaurantes de la ciudad en sus escasos quinientos metros. La calle se alza por donde antiguamente pasaba el arroyo Medvescak, que era la frontera entre las poblaciones de Kaptol, sacerdotal, y Gradec, secular. Los establecimientos de comida, pared con pared, deben de hacerse entre ellos una competencia terrible cuando la capital de Croacia hierva de turismo. No es el caso ahora. También hay algunos pubs, cervecerías y vinotecas que recuerdan vagamente cuando ésta era la zona de perdición de la ciudad en donde se concentraban las prostitutas y la gente de mala vida que bebía hasta reventar. Un establecimiento, cuya fachada está pintada de azul e ilustrada con dibujos picantes de gatitas, concita mi atención. De él sale buena música de jazz y en una de las ventanas una dama posa para su novio haciendo toda clase de mohines.
Podría comer, me digo, pero quiero aprovechar el tiempo antes de que vuelva a llover, a pesar de que el parte meteorológico hablaba de que hoy incluso vería el sol. Así es que busco calles empinadas y escaleras que me lleven a la parte alta de la ciudad, a su cima. Una calle en pendiente me hace pasar bajo un arco, la medieval puerta de Piedra, tras el que hay una oscura capilla improvisada y un grupo de fieles rezan y encienden cirios al cuadro de Santa María, la protectora de la ciudad, enclaustrada entre rejas en lo que parece una cueva. Aspiro el aroma de la cera y sigo calle arriba. Y entonces, pocos metros antes de que corone la cima de Zagreb, se produce el milagro, se abre el cielo, se desgajan las nubes y veo el sol.
Tan acostumbrado ando ya a las nubes y a la lluvia, que se me hace extraña tanta luminosidad y no acabo de creerme ese cielo azul que luce con tanta intensidad por encima de mi cabeza. Me saco ropa de encima cuando llego a la enorme y empedrada plaza de San Marcos, presidida por una bella iglesia parroquial neogótica, de fachadas blancas y campanario de techado negro y bulboso, datado en 1841, que emerge de un tejado a dos aguas de brillantes azulejos con los escudos de Croacia, Dalmacia, Eslovenia y Zagrev. Su pórtico, de transición del románico al gótico, presenta exquisitos grupos escultóricos policromados en hornacinas: apóstoles, profetas, pero no Jesús. Pero de la etapa románica y gótica de iglesia de San Marcos poco queda salvo su estructura tras su reconstrucción.
Alrededor de la iglesia, y a juzgar por las banderas nacionales con las franjas roja, blanco y azul, y el característico escudo ajedrezado rojo en su centro, que penden de sus mástiles, están las sedes de las principales instituciones del país: el parlamento y la sede del gobierno. Son edificios sobrios, de color siena y con fachadas neoclásicas que les dan empaque oficial.
En la esquina de uno de los edificios oficiales que flanquean la plaza San Marcos está la cabeza del líder campesino Matija Jubec que encabezó una rebelión contra los nobles en 1573, fue hecho preso y coronado como rey de los campesinos con una corona de fuego y acto seguido descuartizado en la misma plaza.
Por los alrededores, y hasta llegar a una explanada que es un mirador magnifico de la catedral, porque está encima de ella, los edificios de las calles son nobles y aristocráticos y las fachadas de muchos de ellos están pintas de ese color amarillo apagado tan característico de Centroeuropa.
A la parte baja de la ciudad se accede por unas escalinatas toscas de madera, que utilizan los que desechan el funicular, y que terminan en la calle Ilica, una de las arterias principales de la ciudad, recorrida en los dos sentidos por tranvías azules, y que secciona la plaza Ban Jelacica por la mitad. Esa calle céntrica y comercial es un escaparate fiable del habitante de la ciudad. No se ve pobreza y marginación en las calles; hombres y mujeres visten bien, y ellas son, predominantemente, morenas y delgadas, aunque también hay rubias de rasgos afilados.
Mi itinerario termina en la plaza Preradovica, presidida por una iglesia moderna y con numerosas terrazas atestadas de clientela local que han terminado su horario laboral y empiezan el fin de semana. Oteando el personal que puebla Zagreb en estas veinticuatro horas de paseos, húmedos y soleados, también tengo que decir que no he visto un solo musulmán por la ciudad, ni tampoco subsaharianos.
A las cinco, con casi toda la ciudad vista, considero que es una buena hora para comer y regreso a la calle Tkaliceceva por la diversidad de su oferta gastronómica, que, luego, no es tanta. Voy desechando restaurantes por precio, por su aspecto o por su clientela, y tomo finalmente asiento en uno de cocina italiana. Sopa, unos discretos espaguetis a la carbonara y un vomitivo strudel que es una lasaña rellena de manzana hervida. Lo mejor, la cerveza.
Paseando por la Tkaliceceva, hacia la catedral y de allí al hotel, reparo en los muchos, muchísimos, cabezas rapadas que hay en las cervecerías y que alardean de su aspecto. Tampoco he visto a un solo punki, que debe de haberlos pero no se atreven a salir a la calle. Si a eso añado que en el escaparate de alguna librería céntrica he visto en lugar muy destacado el Mein Kamp de Adolf Hitler y en la librería de la estación de ferrocarril una serie de libros reivindicando la época ustasha, no puedo decir que éste sea un país que me resulte especialmente simpático. Si Alemania siente vergüenza por la gigantesca mancha del nazismo, no se puede decir lo mismo de Croacia con respecto al régimen ustasha, y al beato Alojzije Stepinac me remito.
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