«La colmena»: el discurrir de la vida
Por José de María Romero Barea , 22 junio, 2016
El escritor gallego Camilo José Cela (1916-2002) obtuvo en vida todos los premios; en 1987 recibió el Príncipe de Asturias de las Letras, y en 1994, el Planeta, por la novela La Cruz de San Andrés. En 1989 fue galardonado con el Nobel y no fue hasta 1996 que ganó el Cervantes. Sin embargo, se conmemoran los cien años de su nacimiento, y el autor parece injustamente olvidado, aunque su influencia continúa reverberando en gran parte de la literatura en castellano del siglo XXI. De la estirpe de F. Scott Fitzgerald, Thornton Wilder y William Faulkner, Cela es un novelista con el instinto de un periodista o un reportero de ficción con la visión de un narrador.
Alianza editorial reedita en 2016 su obra maestra, La Colmena. Publicada en 1951, la emoción y el glamour de la era republicana se habían convertido en la depresión y la grisura del franquismo, como sostiene el poeta, crítico literario y profesor de literatura española Gonzalo Sobejano, en el prólogo. Cela, sin embargo, quiso representar la brecha entre ricos y pobres en nuestro país, así como la vida de la gente común bajo las consecuencias de la guerra civil. Así, La Colmena, desarrolla las técnicas narrativas del periodismo, inspiradas por la innovación modernista y la emergente comunicación de masas.
La novela está llena de contrastes: en mitad de las dificultades, el hambre, la enfermedad y la infelicidad, los más de ciento sesenta personajes de la novela ríen, hacen el amor, crían a sus hijos, se divierten y sobreviven. “El jovencito de los versos está con el lápiz entre los labios, mirando para el techo. Es un poeta que hace versos con idea” (…) “La señorita Elvira se conforma con poco, pero ese poco casi nunca lo consigue” (…) “La Uruguaya es una golfa tirada, sin gracia, sin educación, sin deseos de agradar”. El lector asiste a la lucha de los personajes por la supervivencia, pero también a su dignidad, a pesar de una miseria que aceptan con resignación. El café de Doña Rosa es un hervidero de seres humanos que van y vienen, ocupados en sus cosas. La vida logra hacerse abrirse paso entre intereses y contratiempos, sobre todo inmediatos y privados: el amor, la alimentación, la vivienda, la cotidianidad de la España de posguerra.
Algunas secciones, como recogidas por el ojo de una cámara, son evocaciones de la corriente de la conciencia, consecuencia del estado de ánimo y el lugar, a partir de la propia experiencia del narrador, que se intercalan con esbozos de personalidades, grandes y pequeñas. “El solar de los viejos (…) es un paraíso directo donde no caben evasiones ni subterfugios, donde todo el mundo sabe a lo que va, donde se ama noblemente, casi con dureza, sobre el suelo tierno en el que quedan, ¡todavía!, las rayitas que dibujó la niña que se pasó la mañana saltando a la pata coja”. Con ternura documental, se describe el día a día de la vida de la gente en los cafés, las calles, los pequeños apartamentos.
Los censores oficiales, molestos por su incapacidad para descarrilar la brillante carrera de Cela, lo expulsaron de la Asociación de la Prensa, lo que significó en la práctica que el libro tuvo que ser publicado en Buenos Aires. La colmena, resueltamente, ha llegado hasta nuestros días. No en vano, su autor afirma en su nota a la primera edición, que la vida consiste en las intrigas y las luchas diarias por algo de comida, un poco de dinero, compañía, amor y salud, “sin reticencias, sin extrañas tragedias, sin caridad, como la vida discurre, exactamente como la vida discurre”. El resultado es un reportaje implacable, vivo, que conserva el brillo y la vigencia de cuando fue escrito, un libro tan desigual y auténtico como un viejo NO-DO, y al igual que éste, parte de su tiempo. De nuestro tiempo.
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