La concepción poética del mundo
Por Ignacio González Barbero , 6 febrero, 2014
Por Ignacio G. Barbero.
“Estos días azules y este sol de la infancia”
Y murió Antonio Machado un frío día de febrero del año 1939. Pocas horas después, en el gabán que solía usar, encontraron estas sencillas palabras que, quizá, poseían el potencial de ser verso. Verso huérfano de un poema no escrito e hijo de la nostalgia. Una nostalgia que inundó el ser del poeta al percibir los rayos de luz solar y el azul celeste de un día cualquiera; todo se unió: presente y pasado, sol y bardo, niñez y cielo. Ahora bien, ¿estos elementos estaban “separados” previamente?
La diferencia entre el lenguaje poético y el lenguaje basado en hechos radica principalmente en que el primero es asociativo y el segundo disociativo. El primero hace una conexión activa entre la luminosidad y color de un día y la infancia, además de establecer su coincidencia temporal; a saber: afirma la participación psicofísica del poeta, del observador, en su entorno. El segundo mantiene distinciones entre cosas cuya relación no está demostrada causalmente; parte de la suposición de que puede haber un observador independiente y objetivo que considera el mundo objetivamente, de que el sujeto conocedor y el objeto conocido son dos elementos completamente emancipados el uno del otro.
La situación física que en gran parte se escapa de las redes del lenguaje fáctico es que no existe ningún observador “fuera” de su mundo. El conocimiento no es un encuentro de dos cosas separadas, sino un vínculo en el que el conocedor y lo conocido son como los polos de un campo magnético, es decir: el ser humano tiene conciencia del mundo porque es la clase de mundo que engendra organismos conocedores. En consecuencia, no podemos separar esta especie animal que somos del mundo que habitamos, no podemos ponerlo “frente a él”, pues la inteligencia del hombre, fruto de la evolución y herramienta principal en todo quehacer teórico y poético, no podría ser tal sin una evolución paralela del entorno en el cual estamos incardinados.
Todo va de la mano, todo está relacionado: la evolución sincrónica de la especie y de su medio, el pasado y el presente, el sol y la vida de un niño sevillano que se convirtió en poeta, el azul y la felicidad. Unión que rompe el coherente sistema de comprensión fáctica y de la que sólo somos conscientes en momentos puntuales, singulares, fatídicos.
“Sin niño que me rompa/ las paredes de papel,/¡son tan frías!”
Chiyo-ni (1703-1775) -una de las poetas de haikus más importantes de la historia de Japón- y su marido perdieron al primógenito de ambos cuando éste aún se hallaba en la más tierna infancia. Una pérdida que tiñó de indeseada muerte la vida del matrimonio y marcó la obra de la genial lírica nipona. Este poema da fe de ello. El hogar, lo familiar, lo inanimado se impregna de frialdad y dolor; se entristece, porque no puede ser de otra manera.
El lenguaje basado en los hechos tiene una gramática y una sintaxis que despedazan el mundo en seres y hechos muy distintos los unos de los otros, mas, si meditamos detenidamente, llegamos a la conclusión de que no existe ningún acontecimiento que no esté uncido a otros sujetos y acontecimientos. Por tanto, si bien es cierto que un individuo puede desaparecer sin que desaparezca el campo de cosas en el que se encuentra incorporado, el campo no puede entenderse allende la vida y aniquilación de ese individuo (o de cualquier otro que lo forme). El mundo de Chiyo-ni y su marido sería muy diferente si no fuese la clase de mundo que les permitió tener un hijo, convivir con él y disfrutar de sus juegos. Este creado mundo de vínculos (campo de cosas), tras la desaparición del infante, permanece, pero no puede comprenderse de igual modo; siendo precisos, ni siquiera es ya el mismo «mundo».
Por ello, la poeta adivina una verdad “física” inabordable para el lenguaje fáctico: la de la pérdida de calidez, de vida, del medio inmaterial en el cual interactuaba con su pequeño. La asociación que aquí es realizada por ella es una asociación irrefutable e innegable para los que allí viven, aunque no verificable por un lenguaje basado en hechos. Al fin y al cabo, éste representa la visión del mundo de la ciencia y la tecnología, de los negocios y de los cálculos rigurosos; una visión completamente incompatible con «percibir» las paredes frías con motivo de la muerte de un hijo. Una visión que afirma un cosmos ordenado, prudente, limpio, sin saltos y sin rupturas. A muchos les es suficiente con esta vida serena y bien dispuesta sobre la mesa, pero ¿no es ésta, acaso, una ilusión esbozada sólo con el fin de alcanzar tranquilidad y no perder la «cordura» cuando, con irresistible frecuencia, la suciedad, la muerte o la nostalgia nos salen al paso y amenazan con cambiar nuestra fija y estancada concepción de la realidad?
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