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La criminalización de la alegría

Por Ignacio González Barbero , 18 mayo, 2014

“Quien imagina que se destruye aquello que odia, se alegrará”- Spinoza

La persona que te desprecia sistemáticamente al abusar de su poder sobre ti, que te roba y que, para colmo, se pasea por la calle tranquilamente gracias a una ofensiva impunidad legal, no será nunca objeto de tu amor, sino de tu odio; odio perfectamente comprensible y legítimo. En consecuencia, si este sujeto muere, por la causa que sea, no te vas a entristecer. Probablemente vas a experimentar alegría. Es lógico y natural que esto suceda, pues ha desaparecido alguien que te indignaba, te humillaba y te anulaba. Muchos piensan que nos deshumanizamos o degradamos por sentirnos así, que sentir odio hacia alguien y alegría por su deceso es algo de lo que arrepentirnos o, al menos, de lo que no enorgullecernos, pero hay que entender y asumir que ambos afectos -odio y alegría- son humanos, plenamente humanos.

Por ello, considerar como un delito el gozo ante la destrucción de lo odiado, cuando éste es expresado en público en alguna red social, implica entrometerse en un proceso corporal individual e intransferible que no incumbe, ni afecta, a nadie más que al sujeto que lo vive. Ya no estaríamos hablando de sólo legislar el cuerpo y sus múltiples dimensiones y posibilidades, cosa de por sí atroz, sino hacerlo también con las emociones privadas que cada cual posee. Negar a las personas la libertad de decir y mostrar libremente lo que sienten y piensan constituye una violencia intrusiva demoledora, una violación severa de la integridad y autonomía de los individuos que componen la sociedad.

Supone, además, dar un paso más en la imposición de la moral blanda y almibarada, de tono buenrrollista, que proclama que toda muerte es lamentable, que toda vida humana vale lo mismo, que todo ser humano es, en el fondo, amable. Y no, no es así, por mucho (o poco) que nos pese. Porque un individuo puede ser odiable hasta la náusea, porque la igualdad a nivel valorativo de toda vida humana y la sacralidad de toda muerte son dos principios de corte metafísico no universalizables. Lo muestra la experiencia individual y la experiencia histórica y social de muchos pueblos. La muerte y posterior exposición pública del cuerpo de Benito Mussollini, por ejemplo, tirano odiado en vida con iracunda pasión por miles de italianos que habían sido esclavizados bajo su fascista yugo, fueron vividas con sumo jolgorio y alivio por la mayoría de ellos; a su juicio merecía desaparecer de la faz de la Tierra. En consecuencia, el fallecimiento del dictador generó sonrisas, bailes, sonrisas, fiestas y, lo más importante, provocó una liberación catártica en los individuos sometidos tanto en el aspecto social como en el emocional.

¿Por qué una liberación? Porque en todo proceso de este tipo partimos de un odio hacia el poder que está enquistado, una tristeza que corroe y depapeura nuestras energías, que nos convierte en presos rabiosos pero dóciles, en ciudadanos inanes y desprovistos -por otros- de toda violencia dialéctica realmente efectiva ; y arribamos, gracias a un cambio radical en el estado de cosas, a una alegría corajuda, que empodera a los que la sienten, que no se amilana ante nada ni nadie, que responde, habla y actúa con suma claridad y rotundidad. Aumenta con ella nuestra potencia de actuar, nuestra capacidad de crear, nuestro talento para acuñar ingeniosas y eficaces formas de desviarnos del discurso moral obligatorio. Un salto emancipador muy peligroso para “los que mandan”, pues es signo de que alguien ha comenzado a darse cuenta de las cadenas impuesta por un sistema que nos acongoja y nos debilita. Un cambio feliz que implica, además, el reconocimiento de las posibilidades y las cualidades humanas que contravienen lo asumido como normal.

Muchas razones se suelen aducir para defender y justificar la criminalización de esa recién aparecida alegría libre, incisiva y persuasiva, pero la principal radica en que este nuevo comportamiento genera mucho miedo en los encargados de legislar. No porque pueda causar la aparición de brotes de violencia incontrolables, sino porque expone nítidamente la realidad opresiva que nos entorna y la libertad de baratillo que nos venden los medios a diario. Se observa este hecho en la reacción de las fuerzas de seguridad gubernamentales, que acaban mostrando una obsesión enfermiza por detener a todos aquellos que han “levantado la voz” de alguna manera u otra, por apagar el fuego rebelde, por extinguir toda disidencia verbal. La sala de máquinas de lo (normalizado como) real, la clave de bóveda del poder, se pone así en evidencia, haciéndonos ver (y oír) el gran elefante que hay en la habitación.

Ahora bien, hemos de tener en cuenta que percibir y descubrir las trampas ideológicas responsables de este ataque frontal a lo que el ser humano siente, piensa y expresa no conlleva deshacerlas ni evita que sigan poniéndose constantemente -y a muchos niveles- en práctica; implica, ni más ni menos, tomar conciencia de ellas. Esta toma de conciencia va a proporcionarnos, sin embargo, la posibilidad de pensar nuestra capacidad de acción social y política a la luz de una alegría natural, creativa y combativa, alegría de la que no debemos sentirnos culpables, pues es humana, plenamente humana.

 

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