La culpa y la redención. ETA desde la ficción
Por José Luis Muñoz , 19 abril, 2017
Escribir sobre ETA es tan complicado como delicado, sobre todo hacerlo sin caer en maniqueísmos. Las heridas aun sangran y la banda terrorista ni tan siquiera se ha disuelto. El silencio de las armas ha producido sosiego en la convulsa sociedad vasca que se repone de décadas de una guerra civil enquistada que nació durante el franquismo y tuvo su punto álgido de letalidad precisamente en dos momentos muy delicados de la democracia española, cuando Adolfo Suárez tenía que lidiar con la extrema derecha residual enquistada en el ejército, que se saldó con un intento de golpe de estado, la operación Galaxia, y con un golpe de estado fallido, el 23 F, y luego con un gobierno presuntamente progresista, subrayo lo de presuntamente, capitaneado por Felipe González. Los años de plomo fueron precisamente los más duros y despiadados y dejaron un reguero de víctimas entre políticos, policías, militares, civiles y terroristas. La guerra sucia llevada a cabo por los servicios secretos españoles, en connivencia con delincuentes comunes, añadió sordidez a esa batalla siniestra.
Novelas sobre ETA hay pocas; libros de historia y ensayos, bastantes, pero quizá sea desde la ficción desde donde se pueda producir un acercamiento a esos años de oscuridad que sobrepasaron las fronteras de Euskadi. La temática resultaba incómoda para las editoriales, pero Raúl Guerra Garrido rompía el fuego y fue de los primeros novelistas que lo trató en su novela Lectura insólita de “El Capital” que ganó el premio Nadal y narraba el secuestro de un empresario vasco; con tesón heroico no calló sino que siguió hablando del tema en sus novelas, a pesar de las amenazas de muerte: La costumbre de morir, La carta, Tantos inocentes, La soledad del ángel de la guarda. El escritor andaluz recientemente fallecido Manuel Villa Raso se aproximó al tema etarra en su novela El zulo de los elegidos sobre el secuestro de su amigo empresario Emiliano Revilla. También se han acercado a la temática de la banda terrorista los escritores Ramón Sazarbitoria en Martutene, Guárdame bajo tierra y 100 metros; Luisa Etxenike en El ángulo ciego; José Ángel González Sáinz en Ojos que no ven; Bernardo Atxaga en El hombre solo; Roberto Herrero en Los abrazos perdidos; Ángel García Ronda, militante del PSE-EE, en La levadura; Javier Abasolo en La última batalla y Heridas permanentes; sin olvidar El padre de Caín que escribió Rafael Vera, el secretario de estado condenado a prisión por los GAL.
ETA, literariamente, vuelve a estar en la diana ahora que Fernando Aramburu publica Patria, ganadora del premio Tusquets, que pone el punto de mira sobre familias divididas por el conflicto vasco y el nacionalismo y su excrecencia cancerosa en línea con Los peces de la amargura y Años lentos.
Recuerdo una anécdota sintomática de ese estado de excepción que vivió el País Vasco durante décadas, como prolongación del franquismo, que me abrió los ojos. Como militante, durante el franquismo, de un grupo de la izquierda radical que tenía sus actividades políticas en la universidad y en las calles de Barcelona, y como buena parte de los opositores antifranquistas, consideraba a ETA como la punta de lanza armada que se enfrentaba a una dictadura feroz y no podía ocultar mi simpatía por sus acciones, mi solidaridad en los procesos políticos que la banda sufrió y mi rabia cuando se producían las ejecuciones sumarísimas de algunos de sus miembros por la dictadura fascista. Las demócratas, aquejados por una especie de síndrome de Estocolmo, rodeamos a ETA con un halo de romanticismo revolucionario que no se correspondía con la realidad de la banda, o de las bandas, porque hay que recordar que hubo varias ETA, una racional que dejó las armas para entrar en la liza política, y otra que siguió la ruta del pistolerismo mafioso. Fui a Bilbao, una ciudad que ahora ya no existe porque se han transformado, contaminada, gris y dura, como finalista de un premio literario que ya no se da, el Café Iruña, invitado por los organizadores del mismo, y pude ver cómo se respiraba allí, qué grado de atmósfera represiva abertzale existía cuando cuestioné ante mis anfitriones, mientras íbamos del aeropuerto al hotel, el asesinato reciente de Yoyes; la lapidaria contestación que recibí de esos empresarios de la hostelería, filoetarras, fue que en las guerras se fusilaba a los generales traidores. Ese era el País Vasco del matonismo nacionalista, de los que tenían que esconder el diario que compraban, de los que no hablaban de política en las reuniones familiares, de los obispos que se negaban a oficiar misas por el alma de las víctimas pero las concelebraban para los verdugos, reprimido, silencioso y, en parte, responsable de lo que sucedía, un pueblo acobardado por los disparos en la nuca que no se cuestionaba los asesinatos de la banda terrorista o se encogía de hombros, salvo heroicas excepciones, murmurando por lo bajo: “Algo habrá hecho si lo han matado los muchachos”. Porque los muchachos, durante muchos años, eran los asesinos de la txapela y el antifaz, ovejas descarriadas del redil del nacionalismo vasco, tratadas con una deferencia paternal por los Arzallus de turno que les dieron oxígeno con la metáfora del árbol y las nueces: ETA vareaba el árbol con su rastro de sangre y fuego, y el PNV recogía sus frutos. Reinaba en Euskadi el silencio de los corderos.
ETA ha estado muy presente en mi literatura hasta el punto de que mis tres novelas publicadas sobre el fenómeno terrorista vasco pueden conformar una trilogía. Tu corazón, Idoia, habla de la banda desde dentro, mientras prepara un atentado de enorme resonancia en Barcelona, y de los distintos puntos de vista, a veces confrontados, de sus militantes. Idoia era Idoia López Riaño, la Tigresa, una de las más sanguinarias y atípicas integrantes de la banda, y su oponente era un trasunto de José Luis Urrusolo Sistiaga, verso libre en el organigrama terrorista. En La caraqueña del Maní, que fue galardonada con el premio Camilo José Cela, el protagonista es un etarra que vive un exilio de oro en Caracas hasta que de nuevo solicitan sus servicios en su patria por falta de efectivos, un exmilitante rebelde que se rebela contra la disciplina de su ejército pero busca expiar una culpa que le persigue. En Cazadores en la nieve, mi última novela, ambientada en el Valle de Arán, un territorio pirenaico catalán en el que actualmente resido, con muchas conexiones con el País Vasco, abordo el tema de la culpa y expiación, que también estaba muy presente en las dos anteriores novelas. Curiosamente, el punto de vista de las tres, aunque en Cazadores en la nieve reina cierta coralidad y también tenga un protagonismo importante un guardia civil que había estado destinado en Intxaurrondo (la otra cara de la moneda, el nacionalismo español confrontado al vasco), se narra desde el verdugo, es decir, desde el punto de vista de los terroristas y no desde el punto de vista de las víctimas, quizá por mi cercanía literaria con la novela negra y mi obsesión en explorar las raíces del mal (El mal absoluto) en la condición humana, porque no somos uno sino muchos, a veces contrapuestos, dentro de un mismo cuerpo, unidos por la memoria.
Las tres novelas surgen de la pregunta que me hacía cuando los sucesivos comandos eran detenidos y sus miembros condenados a años de cárcel, cuando el anónimo verdugo que había arrasado la vida de familias enteras era detenido, le quitaban la capucha y veía su rostro. ¿Tenían sentimientos los patriotas de la pistola? Debían tenerlos, si eran humanos, si no eran psicópatas.
La cárcel no solo desvinculaba parcialmente (aunque en las cárceles el aparato de ETA actuaba también como una fuerza coercitiva) a los militantes detenidos de su organización, sino que les obligaba a reflexionar sobre sus actuaciones en la soledad de las celdas, y ese era el punto que yo quería tratar en mis novelas, aunque ninguno de los etarras que las protagonizaban había pasado por la cárcel; la reflexión, forzosa, sobre el daño causado, la empatía que, salvo los psicópatas renuentes a dar ese paso, han de tener con sus víctimas. Y de nuevo, aunque subconscientemente, el modelo de terrorista elegido, aunque no lo nombre nunca, era José Luis Urrusolo Sistiaga, el hombre de las mil caras, un etarra escurridizo y solitario, ejecutor despiadado de policías y militares por el procedimiento del tiro en la nuca, que, sin embargo, estaba frontalmente en contra del uso de los coches bombas por el daño que pudiera causar a civiles, los daños colaterales que esgrimían con cinismo el núcleo duro de la banda cuando arrasaban un cuartel de la guardia civil con sus mujeres y niños. Un cierto grado de moralidad dentro de la amoralidad del asesinato era lo que siempre he buscado en mis novelas sobre ETA. He aquí un elemento criminal y terrorista, patriota obcecado que veía a la policía, guardia civil y ejército español como fuerzas de ocupación, pero con un mínimo de conciencia moral que le impedía asesinar a civiles ajenos al conflicto. José Luis Urrusolo Sistiaga era un asesino selectivo que se salía de la cuadrícula.
Sin pretenderlo, mis novelas siempre arrastran dilemas morales, porque el autor, inconscientemente, está presente en lo que escribe y lo literario acaba siendo terapia, oxígeno que le permite seguir viviendo. Un tipo como José Luis Urrusolo Sistiaga, en el que me fijé sencillamente porque era atípico dentro de la organización, crítico, cultivado, y razonaba cuando compañeros suyos de fechorías se envolvían en la ikurriña, alzaban el puño y proferían alaridos sin sentido mientras golpeaban sus jaulas de cristal y deslizaban miradas de odio a los familiares de sus víctimas, estaba obligado a hacer una reflexión sobre el dolor causado con sus acciones y desvincularse de la organización, como así fue. El etarra que había asesinado fríamente, sin pestañear, a nueve personas, por cuyos crímenes había cumplido 18 años de prisión, y participó en los secuestros de los empresarios Diego Colón y Carvajal y Emiliano Revilla (el que noveló mi buen amigo fallecido Manuel Villar Raso), se arrepentía y pedía perdón a las víctimas, cosa que no hacía Arnaldo Otegui, un dirigente político que no tenía delitos de sangre en su haber pero no se arrepentía de haber jaleado a los pistoleros y se bañaba en la playa mientras los suyos descerrajaban disparos en la cabeza a Miguel Ángel Blanco, el punto en el que la banda terrorista alcanzó su máxima cota de abyección.
En Cazadores en la nieve, el pistolero arrepentido, acechado por los fantasmas de sus víctimas y por el de su amante (cambié su sexo y me inspiré en el caso Mikel Zabaltza, ahogado en el Bidasoa cuando José Barrionuevo era ministro de interior), llega a un pequeño pueblo del Valle de Arán en invierno arrastrando su culpa, y el destino le pone a prueba confrontándolo con quien fue su verdugo. Del mismo modo que me resisto a creer que todos los miembros de ETA eran psicópatas descerebrados (hubo muchos en la banda que sí lo fueron, pero literariamente no me interesan las personalidades planas sino las que entran en conflicto consigo mismo) quiero creer que entre los servidores de la ley que se extralimitaron en sus funciones y aplicaron sobre los detenidos horrendas torturas y llegaron al asesinato (Caso Lasa y Zabala), también hubo algunos cuya conciencia se lo ha reprochado en algún momento, así es que humanizo unos personajes que aparentemente parecen rocosos, hago que se desvanezcan los principios por los que lucharon a un lado y otro de la barricada.
Cazadores en la nieve, que arranca con la tregua unilateral y definitiva de ETA y puede ser leída perfectamente como un western (forastero que llega al pueblo; sheriff teniente de la guardia civil; saloon que es el bar Hiru y duelo en la alta sierra), gira en torno a tres personajes malheridos, dos por su pasado, y uno, el guardia forestal, el tercero en discordia, el que sale de las entrañas de esa tierra brava y salvaje que está sepultada por la nieve los meses de invierno, por su presente; ninguno de los tres sabe gestionar su drama personal, no encuentra sosiego en su existencia, pero, al contrario de las dos anteriores novelas sobre el conflicto etarra, Tu corazón, Idoia y La caraqueña del Maní, en esta hay luz al final del túnel, aunque sea entre los estampidos de una brutal cacería humana en la alta sierra.
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