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La dieta de Worms

Por Víctor F Correas , 18 abril, 2015

Lo tenía delante. Al fin había llegado el momento de enfrentarse a él.

Allí estaba Lutero.

Tanto tiempo oyendo acerca de él, de sus obras y de sus actos, sabiendo de él por tantas voces y, por fin, iba a escucharlo.

Incluso había tenido que usar todo su poder, en forma de salvoconducto imperial, para que acudiera allí, a Worms, con total seguridad, donde se había convocado la Dieta Imperial en abril de 1521. La sombra de Juan Huss, convocado por la Dieta de Constanza en 1414, de la que salió para ser quemado vivo, y a la que también había acudido bajo salvoconducto imperial, no era el mejor precedente. Y así se lo habían hecho saber sus amigos y seguidores, incluido el propio príncipe elector de Sajonia, Federico el Sabio, avisándole del peligro que corría.

Pero Lutero se creía obligado a acudir. Y así lo hizo.

No hacía más de un año que Carlos V había sido proclamado emperador en Aquisgrán al grito de “¡Vivat, vivat Rex in aeternum!”, y ahora se disponía a escuchar personalmente a aquel fraile agustino. Martín Lutero, pues ése era su nombre, amenazaba con convertirse en un gran problema para él, aún un joven muchacho, antes de que mereciera cualquier condenación.

Y era preciso hacerlo.

Foto cortesía Biografía y vidas.

No en vano, le preocupaba el mensaje de Lutero. El fraile alemán, tras una crisis abierta en su conciencia, encendió un frente contra Roma, precisamente contra la Roma que predicaba por toda Alemania, con la ayuda de los dominicos, una bula para ayudar en la construcción de San Pedro, abriéndose así el debate del valor de las indulgencias. En ese momento, Lutero creyó tener ante sí no las buenas obras sino las falsas buenas obras, lo que le llevó a publicar en 1517 sus Noventa y Cinco Tesis en las puertas de la catedral de Wittenberg, atacando la predicación de dicha bula.

Sin embargo, lo que Roma consideraba una disputa de frailes fue tomando cada vez más fuerza. Sus planteamientos religiosos, como los de media cristiandad, pedían un contacto más directo con Dios. Y él, Carlos V, que iniciaba gozoso un mandato como emperador con el objetivo, tal y como había jurado en Aquisgrán, de defender a la iglesia, no podía permitir que Lutero se presentara como el mayor enemigo de la misma cristiandad, de aquella idea de una Europa Cristiana en armonía bajo su dirección. El fraile alemán ya había movido ficha publicando una gran cantidad de obras en las que mostraba su claro enfrentamiento con Roma. En De la libertad Cristiana, por ejemplo, ya formulaba los principios de un nuevo cristianismo, con la base doctrinal de la justificación de la fe, el sacerdocio universal, con la lectura doctrinal de la Biblia, una iglesia desvinculada de Roma y la validez de los únicos sacramentos que aparecían en el Nuevo Testamento: Bautismo, Penitencia y Eucaristía.

Un auténtico cañonazo contra toda la cristiandad al que siguieron los de todos aquellos que clamaban contra los abusos de Roma. El papa León X promulgó en 1520 la bula de excomunión Exsurge Domine para intentar encauzar la situación.

La disputa de frailes se le había ido de las manos a la iglesia.

El mismo papa, preso de un terrible alarmismo, pidió al emperador Carlos V que pusiese al hereje fuera de la ley imperial. Pero, ¿cómo podía llevar a cabo eso el propio emperador, si ni siquiera había escuchado personalmente los argumentos de Lutero? Y no es que su mensaje no fuera importante; el incipiente nacionalismo alemán, que veía en el fraile agustino la personificación del pueblo enfrentado con Roma, o el malestar económico aumentado por las grandes sumas de dinero que salían de Alemania por los conductos eclesiásticos para la capital de la cristiandad, amenazaban con levantar una revuelta de consecuencias impredecibles en uno de los territorios más importantes del imperio.

¿Cómo no podía escucharlo?

Lutero había llegado a Worms aclamado por el pueblo alemán en cada ciudad por la que pasaba. Este apoyo popular y su propia conciencia iban a ser sus únicas pero valiosas armas para enfrentarse al emperador y a toda la Dieta. Aunque, sin duda, tenía el respaldo más grande del que podía gozar: era consciente de que Dios le apoyaba.

¿Cómo no iba a escucharlo?

—Mientras yo no sea rebatido a través de las Sagradas Escrituras o con razones evidentes, ni quiero ni puedo retractarme, porque ir contra la conciencia es tan penoso como peligroso…

Las palabras de Lutero resonaron en la sala donde se reunía la Dieta con un aplomo que demostraba una realidad: aquel fraile no era un lunático. Las voces y comentarios disonantes fueron incrementándose. El griterío crecía. Lutero, satisfecho, veía caras crispadas a su alrededor, cuellos que se elevaban hasta los límites naturales y venas hinchadas, casi a punto de estallar. Entonces se vio vencedor. Supo que había ganado la batalla. Con voz rotunda quiso que todos le escucharan, y así lo hizo notar.

— ¡Ya está! —exclamó convencido.

— Hereje! —gritó una voz desde el graderío.

— ¡Hereje! —chillaron otras tantas, multiplicándose las voces hasta hacer ensordecedor el griterío en la sala.

Frente a él un joven Carlos V observaba pensativo al fraile alemán, abstraído del infernal tumulto que se había desatado. El peligro era más grave de lo que podía imaginar.

No, aquel Lutero no era un loco. Y lo peor es que contaba con el respaldo de  mucha gente. No podía condenarlo tan fácilmente. La decisión era suya y sólo suya. Pequeñas gotas de sudor comenzaron a resbalar por su frente, deslizándose lentamente por su delgada y angulosa cara. ¿Qué hacer? ¿Qué debía hacer? Eso era el imperio. Él era el emperador.

De su mano dependía la vida de un insignificante fraile que se mostraba como un enemigo de incalculable poder. Notaba cómo sus manos se hundían en los aterciopelados antebrazos del sillón en el que estaba sentado. Un creciente cosquilleo empezó a roerle el estómago, acrecentando sus deseos de dar por concluida aquella vista.

—  “¡Ordena que le maten!” —le dijo una voz salida desde lo más profundo de su interior—.  “¡Eso es, muerto dejará de ser un problema!” —pensó con rapidez.

— ¡¿Qué vas a hacer, insensato!? ¿Acaso piensas que ésa es la solución, con todo un pueblo ya levantado siguiéndole como un perrillo faldero? ¿Quieres empezar siendo repudiado por una buena parte de tus súbditos?” —le recomendó otra voz.

—  “¡Mátalo!”.

—  “¡No!”.

—  “¡Acaba con él de una maldita vez!”.

—  “¡Tú serás el culpable del derramamiento de sangre!”.

Su cabeza estaba a punto de estallar. Le daba vueltas sin parar, sudando cada vez más. Los brazos le temblaban ya. La sala era un hervidero de voces, gritos y acusaciones.

—  “¡Haz algo, pero ya!”.

— ¡Basta! —gritó desesperado, incorporándose en la cama, con el cuerpo y las sábanas empapados de sudor.

Tenía la respiración acelerada y le costó calmarse. Alrededor suyo todo era silencio y quietud. Los gritos y las voces habían desaparecido. La pequeña puerta que daba al altar de la iglesia del monasterio, que había ordenado abrir para poder seguir los oficios desde la cama, estaba abierta. Por ella entraba el frío de la noche que abrigaba en sus piedras, lo que le obligó a arroparse su sudoroso cuerpo. Vencido, se recostó de nuevo. Aún le temblaban las manos, cuyas palmas tenía ligeramente mojadas.

No estaba en Worms. Todo había sido un sueño.

Worms quedaba a mucha distancia de Yuste, al igual que Lutero, quien ya había muerto en 1546. Sin embargo, éste seguía en su cabeza, como un recuerdo que quedaría eternamente impreso en su alma. Ya había controlado su respiración y el sudor que empapaba su frente y su cuerpo habían decrecido. El silencio le dominaba por completo. Al parecer, nadie había escuchado su grito y permanecía sólo en la habitación.

—Maldito seáis por siempre, fraile del demonio… —musitó débilmente, con la cabeza y el cuerpo engullidos por la almohada y el duro colchón.

Salvo la tenue claridad que penetraba a través de la puerta por la que se accedía a la iglesia, la oscuridad dominaba la cámara imperial. Un negro velo que le impedía ver todo lo que le rodeaba. ¿Acaso sería así el infierno, en el que esperaba que estuviera ardiendo Lutero por toda la eternidad? La sola idea del averno y de acabar también en él por no haber expiado lo suficiente sus culpas y pecados le sobrevino entonces, sumiéndole en una profunda desazón. Y, sin quererlo, se echó a llorar como un niño, tapándose con las manos sus arrasados ojos mientras el llanto resquebrajaba la quietud que ahogaba la habitación.

Esa noche la pasó en vela. Igual que lo hiciera la del 18 al 19 de abril de 1521, en Worms, redactando el discurso que leería ante la Dieta, con el que se reafirmaría en la idea de poner todo lo que tenía a la hora de defender su fe y la de la Cristiandad. Lutero fue expulsado de la Dieta con la consideración de hereje. Sus obras fueron prohibidas e, incluso públicamente quemadas. Pero, a diferencia de Juan Huss, aquél siguió vivo e, inevitablemente, su semilla comenzó a extenderse por el imperio.

— ¡¡Maldito seáis, Martín Lutero!! —aulló Carlos V entre sollozos en la oscuridad de la cámara imperial.

Extracto de la novela La Conspiración de Yuste, editada por La Esfera de los libros’ en 2008. Hoy se cumplen 494 de aquella Dieta de Worms

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