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La espuma en la que podría ahogarse la ciencia

Por Rafael García del Valle , 11 abril, 2014

Hace unas semanas se anunció el descubrimiento de lo que podrían ser las huellas de la inflación del universo. Lejos de volver a explicar aquí lo que ya han hecho las 190.000 páginas ofrecidas por Google en 0,35 segundos si se busca información sobre el tema, indagaremos un poco en los “daños colaterales” que el hallazgo implica y que, lejos de ser una cuestión exclusiva de nuestros orígenes, puede afectar al futuro de la ciencia, de su método y, por tanto, a la forma en que aceptamos nuestra existencia.

Tal cual.

Hasta el día de hoy, la ciencia tiene su razón de ser en que se da por hecho que las leyes de la naturaleza son las mismas en todos los rincones del cosmos.

Una de las explicaciones a esta uniformidad  fue dada en los años setenta, cuando apareció la teoría del universo inflacionario, según la cual todo nuestro espacio-tiempo se desplegó desde una singularidad en apenas un instante. En el proceso de inflación, esa singularidad de que surgiría el universo en que vivimos se expandió en una proporción de 1050 veces su tamaño, que es una diferencia muchísimo mayor que la que existe entre un quark y el tamaño del universo conocido; y ello es así porque, de hecho, es la diferencia entre la “nada” y el todo, pues en eso consiste el “Génesis” cósmico.

Este origen único y la rápida expansión habrían hecho del tejido que nos alberga algo así como una sábana sin apenas arrugas, salvo algunas fluctuaciones que permitieron el desequilibrio justo para que, por ejemplo, exista más materia que antimateria; desequilibrio sin el cual no habría partículas y que todavía carece de explicación.

Pero la inflación terminó siendo la explicación para justo lo contrario a una realidad uniforme. Una vez que se produce, nada impide que continúe por siempre, y esto significa que sólo alcanzamos a conocer una región muy pequeña de una totalidad que jamás atisbaremos. Si imaginamos que vivimos en la superficie de un enorme globo fabricado con parches de colores, según se infla más y más, nuestro horizonte se terminará reduciendo al parche que habitamos, y nunca podremos saber que existen zonas de la superficie que tienen otro color, o incluso que están hechas de otro tejido. Es más, ni siquiera sabremos qué son los colores, pues sólo conocemos el nuestro, ni podríamos imaginar qué otro tipo de tejidos podrían existir además del que nos sostiene.

Y entonces, la cosa se complica, al menos para los más conservadores, pues si algo no se puede conocer, la ciencia tal y como la concebimos se nos descarría; podemos saber que hay que cosas que no sabemos y aspirar a saberlas, pero el método científico perdería su propósito de universalidad si sabemos que no podemos saber, o al menos que no podemos saber bajo sus condiciones.

Hay científicos que, como el matemático y cosmólogo Max Tegmark o el físico Lee Smolin, por citar a los más “sonados”, aceptan el problema implícito en la teoría inflacionaria y van más allá; básicamente, nos vienen a decir que, aunque la mayoría se sienta incómoda con algo que prefieren abandonar a la metafísica, el caso es que sabemos que no sabemos que hay cosas que no sabemos. En concreto, si la teoría inflacionaria es correcta, sabemos que no conocemos 10500 universos diferentes de los que jamás sabremos nada.

El número es inimaginable para una mente humana. Para hacernos una idea, la cantidad total de partículas subatómicas, como electrones y protones, que existen en el universo conocido es de 1080.

Cada uno de esos universos habría seguido su particular evolución, y esta evolución incluye las mismas leyes de la física. Habría regiones en que la inflación se habría frenado; en unas, nunca hubo condiciones óptimas para que se formaran partículas, o para que la fuerza electromagnética se separase de la fuerza nuclear; en otras, la antimateria habría superado a la materia o la flecha del tiempo no existiría.

Más allá, según la teoría de cuerdas, existen once dimensiones de las que sólo conocemos cuatro –tres espaciales y una temporal—, ya que las otras no se desplegaron en nuestro universo y han quedado “estrujadas” en la matriz que nos contiene; pero en otras regiones sí habrían conseguido desenvolverse como aquí lo hicieron las cuatro conocidas.

Lee Smolin, por ejemplo, defiende la idea de una evolución de las leyes naturales, cuyo desarrollo sería una suerte de selección natural por la que cada pequeña desviación pone a prueba la capacidad de supervivencia de cada universo en una existencia análoga a un baño de burbujas.

En unas regiones, las constantes presuntamente universales tendrían valores muy diferentes que provocarían el colapso de la materia, o su equivalente, y nuevos “Big Bangs” se generarían en una sucesión interminable de expansiones e implosiones ignoradas por nosotros.

ciencia

Todo ello reduce la Física a un parte meteorológico, limitado a un lugar y tiempo concretos; cuanto más amplía su rango, más difusa resulta, incapaz de abarcar, por su naturaleza implícita, una realidad que se construye a sí misma en virtud de interrelaciones al azar que sólo permiten hablar de probabilidades.

Y esto es lo que está en juego: si todo lo que podemos imaginar que existe, existe, asumiendo además que lo que no podemos imaginar que existe, también existe, entonces la ciencia se transforma en metafísica.

Los grandes debates que han de surgir de la confirmación de la teoría inflacionaria, si es que se acepta su confirmación, van a estar impregnados de esta inseguridad, consciente o inconsciente, y de un terror epistemológico como nunca hemos conocido, sólo comparable, quizás, al destrozo moral que fue descubrir, allá por el siglo XVI, que no había esferas celestes que nos protegían y nos indicaban el camino hacia reinos celestiales.

La espuma como imagen de un mundo caótico, descontrolado e impredecible, tal y como expusiera el filósofo Pieter Sloterdijk, se ha trasladado a los ambientes de la ciencia. Y parece que está ahí para quedarse, al menos por un tiempo considerable.

Como si el universo, los universos, el multiverso, o lo que sea, sólo fuera la imagen ampliada de algo que se cuece en las profundidades del ser humano.

Muros, los de la metafísica, la ciencia, la moral, la política, la religión, las formas consensuadas de emocionarnos social y estéticamente, la filosofía o el arte, que hemos levantado para sostenernos, defendernos o protegernos pero que, cuando cobran solidez, nos impiden ver al otro lado, traspasar el ámbito conocido y aprender otras maneras de caminar, de estar y de relacionarnos con las cosas y, lo que es peor, nos hacen olvidar que alguna vez los hemos construido.

(Chantal Maillard, Contra el arte y otras imposturas)


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