LA FINAL DE TOP CHEF O CÓMO EL PATITO FEO SE CONVIRTIÓ EN CISNE
Por Eva María Torres de los Santos , 18 diciembre, 2014
Acabo de ver la final de la segunda edición de Top Chef y estoy con los ojos como platos; hoy no voy a poder dormir así que mejor me cocino una crónica calentita, a ver si con ella me entra el sueño.
Hace semanas un spoiler nos reventó la final de TopChef, se había filtrado que el ganador iba a ser David. A mí la noticia me gustó porque tanto él como Marc eran mis favoritos y estaban en todas mis porras de ganadores así que… miel sobre hojuelas.
No obstante, soy de esas personas tan difíciles de sorprender que verdaderamente disfrutan en las pocas ocasiones que pueden mantener la incertidumbre hasta el final, no fue el caso.
Suelo repetirlo a menudo: estos programas de cocina a los que soy tan asidua tienden, cada vez más, a ser realities. Lo comentaba, por ejemplo, en mi artículo sobre la final de MasterChef donde analizaba los perfiles tan mediáticos de los concursantes de la última edición. Siendo así, empiezo a creer que quizá la única forma de que mantengamos la zozobra es que el concurso se grabe en directo. Sé que esto es imposible por la naturaleza del mismo, el tiempo para cocinar y esas cosas pero… Hagamos un grotesco ejercicio de imaginación, imaginemos TopChef a lo Gran Hermano, con Chicote como presentador intentando emular el papel de Mercedes Milá, teniendo que pedirle a Ágata Ruíz de la Prada que le tunee un poco más las chaquetillas, poniéndole tachuelas brillantes o haciéndoselas de látex, por ejemplo, o, mejor aún, pidiéndole que se cierren con cremallera para poder estar subiéndosela y bajándosela durante toda la gala y terminar haciendo un semidesnudo de esos que traumatizan de por vida y, tarde o temprano, terminan costándote un pastón en psicoanalistas. Como guinda para este pastel imaginativo, los concursantes de la casa tendrían a un cerdo como mascota al que engordarían y cocinarían en la gala final.
En mi defensa he de aclarar que no, no veo Gran Hermano, pero Internet me escupe a la cara cosas que hubiera pagado por no saber, como el ganador de la segunda edición de TopChef, los absurdos acontecimientos que dan vida a Gran Hermano y sus esperpénticas galas o, incluso, la buena dotación (no económica, precisamente) de algún concursante de Adán y Eva. Ay… y se supone que el ser humano es la especie más desarrollada, pienso, porque yo soy muy de pensar, que si existe vida inteligente en otro planeta, de seguro no nos visitan por temor a que les contagiemos la estupidez innata que, a todas luces, llevamos en los genes.
Pero, volviendo a final, Fran se había quedado a las puertas. Fue una expulsión justa, porque, por muy estofadas y exquisitas que estén unas lentejas, no dejan de ser un potaje de los que sabe cualquier estudiante pseudoemancipado y viendo el programa a más de uno se les podría haber subido las lentejas a la cabeza y acabar creyéndose un gran chef en potencia.
La final empezó con un plato envenenado: los finalistas tenían que elegir de entre sus antiguos compañeros a dos pinches para acompañarlos en el último gran duelo y, además, tenían que hacerlo mediante una cata a ciega de sus platos.
Para asegurar la dosis lacrimógena en tan señalado evento, todos le pusieron cebolla a sus platos (de seguro Susi les sugirió este detalle para no ser ella sola la que quedara como una plañidera).
En la prueba pudimos ver, entre otras cosas, la vuelta del Capitán Sofrito (si algo funciona en McDonal, funciona en cualquier sitio, debió pensar Peña) y la evolución de Honorato que ahora ya no hace combinados sino platos XXL con toques asiáticos, aunque lo que no pudimos ver (qué pena, oye…) fue la receta ultra secreta del “coconitro” de Carlos.
A mí Carlos, y aquí me tengo que detener, es de esos personajes que me producen úlceras estomacales. Carlos tiene la misma obsesión por el nitrógeno líquido que su madre por el hinojo. Para demostrarlo…
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