La fragmentación política en España
Por Carlos Almira , 11 mayo, 2015
Según los últimos sondeos del CIS, España va a ser muy pronto, un país ingobernable. Antes de intentar extraer algunas consecuencias del panorama político que parece abrirse con estas encuestas, voy a definir lo que creo son algunos rasgos del régimen político español: el Estado de Partidos.
El Estado de Partidos fue el régimen establecido tras la Segunda Guerra Mundial en los países de Europa occidental que no tenían dictaduras, tras la derrota del fascismo y ante la descomposición del parlamentarismo liberal clásico. El objetivo fundamental, aparte de consolidar políticamente este espacio frente al bloque soviético, era hacer compatible una creciente concentración del poder económico en cada vez menos manos, en la sociedad (inherente al desarrollo del capitalismo) con unas instituciones democráticas.
Los partidos políticos debían cumplir en este régimen al menos, dos funciones básicas: legitimar el orden político y social, en base a la representación, el sufragio universal y los elementos fundamentales del Estado de Derecho; y administrar el Estado, con todos sus resortes y recursos, al servicio de esa creciente desigualdad de posiciones en el ámbito privado.
¿Cómo puede funcionar un sistema político que se basa en una creciente concentración (privatización) de la riqueza y, a la vez, en un sistema de partidos cuya influencia y legitimidad depende in extremis, de la voluntad de la mayoría? En primer lugar, porque antes de la última crisis, en los países desarrollados esta concentración del poder económico iba de la mano con un creciente bienestar social; este bienestar generaba el suficiente conformismo como para traducirse en consenso político o, en el peor de los casos, en indiferencia (apoliticismo); el miedo de los de arriba al contagio de un modelo social enemigo, en el contexto de la Guerra Fría, se traducía en una generosidad con las migajas suficiente para generar resignación en los de abajo, y esto se traducía en estabilidad.
Apareció así una clase política nueva, diferente y a la vez, heredera, de las tradicionales élites de los partidos del liberalismo clásico, que tenía delante a la masa de votantes y detrás, al poder social real, organizado en grupos de presión, círculos de empresarios, instituciones culturales, religiosas, etcétera. En torno a etiquetas portadoras de identidad, como izquierda, centro y derecha, y con sensibilidades distintas, esta clase política se presentaba como representante de la voluntad de los votantes, y como expresión y razón de ser de las instituciones democráticas, en un contexto de creciente concentración del poder social.
En una sociedad tradicional, preindustrial o atrasada, esta clase política no era necesaria ya que los partidos, existentes también en el Tercer Mundo y en los llamados Países en Vías de Desarrollo, seguían funcionando en buena medida como facciones de poder social. El problema en los países más desarrollados era que el pluralismo, generado y favorecido por el mismo proceso económico, se tradujese algún día en el plano político en una nueva fragmentación, en una crisis de representación o, incluso, en un cuestionamiento de la legitimidad del Estado de Partidos (que no de la Democracia). Pero esto no ocurriría mientras estuviese garantizado un nivel de bienestar mínimo aceptable para la mayoría, como era el caso, según acabamos de señalar.
El Estado de Partidos no podía perecer por una vuelta al faccionalismo tradicional, salvo una regresión histórica de la estructura industrial y postindustrial. Pero tampoco por un despertar de la mayoría social, desfavorecida por el proceso histórico, mientras la válvula de seguridad del bienestar mínimo compatible con el interés de la minoría, funcionara.
Dado este nivel de bienestar mínimo (¿es compatible la Democracia con la pauperización?), el creciente pluralismo de valores y formas de vida favorecería un robustecimiento del individualismo, pero no una politización de la sociedad. “Vive y deja vivir”, “haz y deja hacer”, etcétera. En esto se equivocaron de modo flagrante los fundadores de la socialdemocracia alemana (como, antes de ellos, pero en una forma mucho menos inocente, los laboristas británicos): el sufragio universal no volvía innecesaria la revolución, sino sencillamente superflua.
No obstante, ningún sistema político y social es lo suficientemente fuerte para resistirse al cambio y a las contradicciones. Cuando los de arriba dejaron de tener miedo (por la caída del bloque soviético), y cuando el capitalismo financiero y especulativo impuso su lógica depredadora a las grandes corporaciones industriales, a las organizaciones internacionales y transnacionales y a los estados, el bienestar mínimo aceptable en los países desarrollados fue cuestionado y abandonado como premisa por la élite social, en pro de la mundialización y la competitividad, de los mercados.
¿Cómo explicarle a la gente que las instituciones “democráticas” siguen estando a su servicio, siguen dependiendo, in extremis, de su voluntad, expresada en las elecciones, mientras se la priva, desde esas mismas instituciones, de lo básico, en nombre de la “eficiencia económica”, es decir, de los intereses de la inmensa minoría cuyo poder no depende de ningunas elecciones? En una palabra: ¿cómo seguir haciendo aceptable para la mayoría el Estado de Partidos?
La crisis del Estado de Partidos es planteada desde las instituciones de poder, (políticas, económicas, culturales) como una amenaza de los nuevos populismos, de extrema derecha y de extrema izquierda, a la “Democracia”; cuando, en realidad, bien podría ser una oportunidad inesperada para la democratización del sistema. La crisis del modelo liberal clásico, con el telón de fondo de la Gran Guerra y la Revolución Rusa, favoreció el ascenso de los fascismos. Fue una solución fallida. El Estado de Partidos también podría serlo tras décadas de funcionamiento eficaz y, en muchos sentidos, aceptable en su contexto histórico.
Supongamos que fuera así: que la fragmentación política que apunta el CIS en España encerrase una oportunidad nueva e inesperada, de democratización; que, por lo tanto, las instituciones públicas empezasen a funcionar para el interés y el beneficio de la mayoría (merced al sufragio universal); y que, al mismo tiempo, la lógica económica, como parece, siguiese favoreciendo la creciente concentración de poder social en cada vez menos manos. ¿Adónde nos conduciría esto?
¿Una dictadura parlamentaria (como parece ser, desde hace tiempo, la norma en las Comisiones de la U:E.)? ¿Una revolución? ¿Una adaptación (corrupción) de las fuerzas políticas emergentes al Estado de Partidos remozado? La incertidumbre abierta por la crisis económica en la vida de muchas personas, ha hecho que la gente relacione cada vez más sus calamidades y problemas con la “política”. La separación ideal entre público y privado ha quedado seriamente, tocada. Los muy pobres no suelen hacer revoluciones, pues están demasiado ocupados en sobrevivir. Puede que, al fin, se trate de llegar a ese estadio de pauperización general, como precarización, lo más rápidamente posible; de salvar cuanto antes el escollo de la politización de los que ya no tienen seguridad en el futuro, pero aún pueden pensar y organizarse para cambiar el presente.
El tiempo lo dirá.
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