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La gran belleza, el truco

Por Nicolás Melini , 5 marzo, 2014

La gran belleza, de Paolo Sorrentino, ha obtenido este domingo el Oscar a la Mejor Película de habla no inglesa

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Por NICOLÁS MELINI

Ves La gran belleza y esa noche descansas bien, como liberado, aunque sea momentáneamente, de una pesada carga que hubieras arrastrado demasiado tiempo. Acaso sea porque la película nos sitúa en un espacio indefinido entre la vida y la muerte, para, finalmente, decantarse del lado de la vida, dejando atrás una parte significativa de la vital angustia. Pero no solo.

La gran belleza despliega un gran aparato retórico, ampuloso, soberbio, espectacular, que hincha la vida, la aleja de cualquier parecido con la cotidianidad y la trastoca en una potente fábula órfica que hunde sus raíces en el hombre que somos ahora tanto cómo en el mejor cine italiano de los mejores tiempos: Felini 8 ½, de Fellini; Muerte en Venecia, de Visconti; La dolce vita, de Fellini…; relatos órficos todos ellos, por cierto. Como Hitchcock en Vértigo, Sorrentino comienza en círculos –o en espirales—, en este caso la cámara moviéndose de manera envolvente alrededor de una cotidiana pero mágica escena coral demostrativa de la natural incomunicación en la que habitamos los seres humanos. Y se trata de una de las más bellas oberturas que se recuerdan, ese inicio largo –antes incluso de que conozcamos al personaje principal de la historia—, el lenguaje cinematográfico adaptado a la idea comunicativa de forma innovadora, con cortes y saltos de eje y descubriendo ángulos y personajes y espacios para transmitirnos ese gran tema moderno (un tema presente, por ejemplo, en Lost in translation, de Sofia Coppola; pero también en la obra de Foster Wallace o Houellebecq y en sociólogos como Lipovetsky o Bauman), de ahí lo sincopado y rupturista del lenguaje cinematográfico en buena parte del metraje. Se trata de un lenguaje clásico roto. Clásico, roto.

La incomunicación del personaje principal, Jep Gambardella (autor de una sola novela publicada hace mucho tiempo, a quien se le pregunta constantemente por qué no ha escrito otra; entregado a una vida noctámbula de fiestas propias y ajenas; viviendo una dolce vita que a menudo le resulta demasiado amarga y vacía) es la incomunicación con la gran belleza; no con una mujer –no con Eurídice—, sino con el mundo; y romper esa incomunicación es algo que además necesita, posiblemente, para volver a escribir. Jep fiestea en la terraza de su ático romano junto a las ruinas del Coliseo o desciende a las calles y estancias de la ciudad. Roma, toda esa piedra antigua por todas partes, parece un cementerio, y a menudo se diría que Jep pasea entre las tumbas, se adentra en extraordinarios mausoleos, se planta frente a una lápida en forma de óleo antiguo que cuelga de una pared (los retratos de los muertos, los paisajes de otra época), u observa a toda clase de zombis, desde los dispuestos a pagar fortunas por un jeringazo de botox a quienes buscan en el arte de la performance o el teatro o la pintura una suerte de trascendencia que los reanime de su letargo. Luego, si miramos desde lejos la terraza donde Jep y sus amigos fiestean, solo eso en lo alto parece ser la vida: lo que sobresale por encima de la ciudad y sus fúnebres piedras; porque lo de abajo –observado de lejos y de noche— es solo una sombra.

Jep Gambardella, interpretado por un soberbio Toni Servillo, no es el Oliverio que interpreta Darío Grandinetti en El lado oscuro del corazón, de Eliseo Subiela, es acreedor de otro talante, tal vez menos atormentado, dandi en el sufrimiento. Paolo Sorrentino nos va obsequiando con un clímax (de hermosura) tras otro. Entre la vida y la muerte –acuciado por la vida y la muerte—, Jep Gambardella, artista que perdió su capacidad de ser artista, mientras contempla el fraude y la desfachatez de tantos otros creadores (y a menudo los desenmascara), se siente cada vez más impelido a buscar. Jep conoce a Ramona por medio de un extraño Caronte, su padre, y juntos viven un pequeño romance; cenan, acuden a una fiesta, pasean y se introducen en palacios difuntos… Esta película, más que ninguna otra, contiene muchísimos primeros planos francos de nucas y rostros, nucas y rostros, pues cómo habría de ser ese instante en el que Eurídice sigue a Orfeo y Orfeo teme no ser seguido por Eurídice: nucas y rostros, y el seguimiento por estancias misteriosas en las que se detuvo el tiempo. Muere suicidado el joven hijo de una amiga de Jep, y Ramona y éste acuden al funeral (ese lugar en el que no está permitido llorar, pues reclamar para sí el protagonismo que merecen los familiares y su dolor es de mal educados). Pero, al deber cargar con el ataúd del difunto, a Jep lo asalta un llanto descomunal que, sabemos, no se debe al fallecimiento del muchacho; es un llanto por todos los difuntos, por todos los muertos y todos los vivos de la humanidad. Ramona lo mira sorprendida por ese llanto que es un llanto también por ella. Luego, tras una noche de caricias en la que no hacen el amor, Ramona le confiesa que está enferma, y muere, así sin más; muere como si no muriese, o como si muriese dos veces, y no hay funeral por ella ni Jep la llora puesto que acaso su funeral fuera el anterior, el único de la película, aunque se produjera antes de su muerte. Es bellísimo.

En su búsqueda cada vez más desesperada de la gran belleza, Jep da con una jirafa altísima y serena entre las ruinas de Roma, y el mago que la hará desaparecer ante sus ojos le desvela que el secreto de la magia es que no hay secreto, la magia es solo un truco. Comienza Jep a desentrañar el misterio, a establecer conexiones entre lo conocido y lo desconocido, entre la vida y la muerte, entre el mundo de sombras y el mundo de la fiesta, entre el presente y un instante de belleza del pasado. Un amigo suyo recita en un escenario: “¿Pero qué tienes contra la nostalgia?” Un tipo se presenta en su rellano y le dice que es el marido de su primera novia, su novia de adolescente, que ésta ha muerto y que nunca quiso a otro que a él. Jep rememora con Ramona un instante de sublime belleza de su adolescencia, cuando, en una isla, al anochecer, aquella joven le regaló la visión de su cuerpo. Tal vez lo menos logrado de esta película: Jep viaja a la isla de nuevo para recuperar aquel instante. En cierto modo, esta solución cinematográfica recuerda la asumida por Kubrick en Eyes wide shut, cuando, al final de esa también descomunal exhibición retórica y órfica, todo parece quedar reducido a una frase del personaje interpretado por Nicole Kidman como solución a todos sus problemas: Tenemos que follar más. Corre Sorrentino el riesgo de reducir el misterio de La gran belleza a la nostalgia de un instante de trascendencia dudosa. Solo que en ese tramo final de la historia ofrece otras conexiones, más relevantes, para que Jep aprehenda el misterio que ansía. Por ejemplo, cuando visita al marido viudo de aquella adolescente novia suya y éste le presenta a su nueva pareja, una señora rusa, de nuevo enamorado, Jep les pregunta cuál es su plan para esa noche y éste le contesta que ninguno: ella terminará de planchar mientras ambos ven un poco la tele y luego se acostarán. El secreto es que no hay secreto, a Jep se le ilumina el rostro.

Es en la ambigüedad del valor que concedemos a lo sencillo o lo complejo según qué casos donde se dilucida la sabiduría que nos transmite La gran belleza. Sorrentino parece diferenciar claramente la banalidad, cuando es solo banalidad, de lo cotidiano verdadero. En cierto modo, es como si su ampuloso aparato retórico, finalmente, nos viniese a transmitir que la belleza cinematográfica es lo contrario a ese ampuloso aparato retórico. Hincha el cine para expresar el valor de la simplicidad. Es como si La gran belleza, en realidad, en vez de recomendarnos la belleza de una película como La gran belleza, viniese a recomendarnos la belleza de Cuento de verano, de Rohmer, un cine de retórica muy distinta. La verdad artística se encontraría a través de lo directo y sencillo, el secreto es que no hay secreto y, por tanto, Jep puede comenzar a escribir su novela; la literatura es un truco, lo cual nos desresponsabiliza gratamente. Solo desde el truco podemos escribir. Igualmente, Sorrentino parece diferenciar entre el clero –ese cardenal idiota, futuro Papa, al que resulta absurdo preguntarle por el misterio, pues difícilmente podremos obtener una respuesta de quien nos odia—, y la fe, una fuerza descomunal que permite a una centenaria santa (trasunto de Santa Teresa de Jesús) arrastrarse por la pendiente de una gran escalinata hasta alcanzar la imagen de Jesús allá en lo alto; mientras Jep, que es un descreído, alega una vieja lesión de menisco como razón de que no haya ascendido nunca hasta allí. La fe de la santa, como sin querer, obra el milagro en la terraza donde él suele fiestear, conectando su cotidianidad con lo excepcional ignoto (o con la magia sin truco, aunque el truco que es el cine nos lo desmienta, pues sabemos que no se trata de un milagro, sino de cine), y aquí clama la simplicidad de Ordet, de Dreyer; el mesías. Es bellísimo.

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