La homérica isla de Mjlet
Por José Luis Muñoz , 24 octubre, 2015
Si tuviera que ser un personaje de ficción seguramente me sentiría cómodo en la piel de Ulises, el de Homero, no el de Joyce. Sin embargo mi Penélope ya se hartó de esperar y terminó su velo, y yo me dejé seducir por los cantos de sirenas varias. Uno es responsable de su cara y de su vida.
La isla de Mjlet, o Meleda, más pronunciable, ya constaba en La Odisea como una especie de paraíso inalcanzable. A sus costas llegó un náufrago ilustre: Pablo de Tarsos, que otros sitúan en la isla de Malta. A ella me dirijo, a Mjlet, tras dejar la histórica Split a mis espaldas e ir bordeando una costa recortada y rocosa que me permite espectaculares panorámicas áreas de un Adriático gris plomizo por el cielo cubierto.
Para ir a Mjlet, y a Dubrovnik, el destino principal de Croacia, hay que salir del país, entrar unos pocos kilómetros en Bosnia y Herzegovina, y volver a entrar en Croacia, así es que detengo el coche en el paso fronterizo de los dos países y paso por él enseñando el DNI. De nuevo ese absurdo que se llama frontera, y más absurdo si aísla una ciudad tan importante como Dubrovnik del resto de Croacia. ¿Cómo negociaron los dos países los mapas?
Hora y media tardo en llegar al puerto próximo a la población de Stone, caracterizada por tener una especie de Gran Muralla que trepa montaña arriba y protegía a la villa de incursiones enemigas. De Prapratna, dos casas escasas a la orilla del Adriático, sale el ferry a las tres de la tarde. En verano es complicado cogerlo; a estas alturas del otoño me acompañan diez coches y una camioneta.
Desde la cubierta superior contemplo la fácil maniobra de desatraque. El ferry Valum de la compañía Jadrolinija tarda cuarenta minutos en cruzar el canal de Mjlet y tocar tierra en la isla, en el puerto de Sobra. Durante la travesía llovizna, pero el Adriático no se mueve.
Mjlet es una isla alargada de 37 kilómetros de punta a punta y dos en su parte más ancha. La isla está prácticamente deshabitada y el último censo de población arrojaba exactamente un saldo de 1.111 habitantes. Para ir a Polace, en donde he reservado la noche anterior un apartamento con vistas al módico precio de 240 kónecs, hay que subir y bajar montañas y bordear el mar por una carretera estrecha, con muchas curvas y firme deficiente, pero no hay tráfico. La carretera cruza gigantescos bosques de pinos que cubren prácticamente toda la isla de punta a punta, por lo que el color de Mjlet desde el cielo es el de una larga mancha verde sobre el azul del Adriático.
Polace está a orillas del mar, y cuando digo a orillas del mar hago una descripción literal de un pueblo que se extiende a lo largo de quinientos metros de costa pegado al agua, y cuando digo pegado quiero decir que la carretera, sin quitamiedos que valga, estrecha y con coches aparcados, discurre por el mismísimo borde del agua, así es que no es aconsejable para un enfermo de Párkinson o un beodo conducir por esa pequeña población marítima.
Encontrar la casa es complicado. Preguntar a la poca gente que hay por la calle, también. Allí el inglés no ha llegado. Por señas me indican una escalera pronunciada de una vivienda de tres plantas con amplia terraza sobre un restaurante de mantel. Cuando llego a la segunda planta, una mujer de mi edad me sale a recibir de forma muy afectuosa, me estrecha la mano y me lleva a mi apartamento, un piso más arriba. Me estaba esperando.
El apartamento es grande y luminoso, pero está construido para el verano porque las puertas de la larga terraza se abren constantemente con el viento. La bañera, curiosamente, es tipo jacuzzi. Hay nevera y cocina de vitrocerámica. Me ha dejado la buena señora sal, azúcar, aceite y vinagre, por si tengo humor de prepararme algo.
Cuando le pregunto dónde puedo comer, porque ya es mediodía, me dice que me va a hacer ella la comida, pero desisto de su ofrecimiento y decido bajar al restaurante que hay abajo. A la dueña del establecimiento, una mujer delgada y de pocas palabras, no parece hacerle mucha gracia la presencia de un comensal que altera ese día de descanso, pero me ofrece una de las mesas cubiertas con mantel blanco junto al ventanal que da a la estrecha carretera y al mar. No tienen carta, ni precios, pero sí tarjeta Visa. Me convence el camarero, el hijo de la dueña y también cocinera, con una sopa de tomate y un guiso de pescado al estilo croata. La sopa de tomate es sencillamente exquisita, pero escasa. Me gustaría repetir, pero no me ofrecen ese segundo plato. Desde mi posición en esa mesa veo a la severa cocinera guisar mis pescados tras sacarlos de una nevera industrial. Dicen que la buena cocina se hace con amor. Un mito. Esa señora siente hacia mí todo menos amor, pero el plato de pescado, una especie de caldereta con patatas, berenjenas, cebollas, zanahorias y tres tipos de exquisitos pescados más algunas gambas y mejillones, está exquisito. Degusto en ese paraíso de la Odisea, barrido por el fuerte viento que comba algunas palmeras de la carretera y riza el mar encajonado de la bahía, uno de los mejores manjares de pescado de mi vida. La salsa, de ajo y vino blanco, está exquisita, así es que rebaño el plato con buenas hogazas de pan de pueblo. El importe de la cuenta está en consonancia con la calidad del pescado y su cantidad, pero en España sería el triple. Ventajas de no estar en el euro.
Paseo por Polace, por su única calle que es la carretera y en donde he dejado el coche bien frenado y trabado con una marcha para que no caiga al mar, para comprobar que, salvo un japonés que se aloja en otro hospedaje, no hay un solo extranjero, y que en el pueblo, además de ese restaurante en donde he comido y un bar, no hay más diversión. Una visita al único supermercado local es deprimente: no hay nada. Hay una panadería, pero está cerrada porque debe de haber vendido todo el pan por la mañana, y ni rastro de pastelerías ni heladerías.
Un catamarán mediano, alemán, con sus ocupantes dentro, el Ciudad de Mallorca, se balancea en el muelle de Polace, y una lancha grande está anclada en el centro de la bahía cerrada. Unas pequeñas barcas permanecen amarradas a la costa. Un perro me sigue todo el rato, para que lo adopte. Un viejo me mira de formas torva. Unos tipos que beben cerveza, alzan las botellas a mi paso. Una mujer me grita si necesito una bicicleta. Paso de ellas.
El principal atractivo de Mjlet es su Parque Nacional, pero lo cierran a las cinco de la tarde, así es que me dedico a explorar la zona oeste de la isla, por donde he venido. Desaparco el coche, con pulso firme para no irme al agua, atravieso el pueblo y salgo a la carretera.
Tengo la vaga idea de que hay unos acantilados impresionantes cortados a pico en la isla. Me dejo llevar por mi instinto para encontrarlos y acierto. Dejo el coche en el pueblo de Ropa, una docena escasa de casas y ningún habitante que asome las narices ni por puertas ni ventanas para ver al extranjero. El pueblo está construido por encima de un abismo marino; las casas, ancladas en la roca, miran al precipicio. Desciendo por un sendero que intuyo me llevará al mar. La última casa del pueblo está allí, todavía construyéndose, y me sale al encuentro un perro amistoso; hay cuatro cabras en una especie de corral aéreo, un cuadrado de madera muy reducido y sellado por vallas para que no se despeñen sobre el mar que ruge doscientos metros por debajo de sus patas.
Una sucesión de escalones me lleva hasta un fondeadero rocoso enmarcado por peñascos verticales en donde un padre y un hijo intentan arrastrar su barca de pesca hasta el agua deslizándola sobre troncos cortados a modo de rodillos.
En la parte baja de ese espectacular acantilado, el mar muge embistiendo las rocas y pasando a través de algunas crestas rocosas convertidas en islotes. Los pinos llegan hasta la misma agua. Los paisajes se repiten, me digo. Hago fotos que podrían ser perfectamente extrapolables a la Costa Brava gerundense.
Mientras los pescadores consiguen botar su lancha y arremeten con golpes de remo las olas para alejarse de los arrecifes e ir mar adentro a pescar lo que me he comido al mediodía, yo me siento en una roca poco puntiaguda y contemplo el declinar del sol en el mar.
Atardece cuando trepo los escalones hacia Ropa. Monto en el coche, que he dejado junto a la puerta del cementerio, y regreso a Polace ya de noche. Hace frío en el apartamento y, además, el fuerte viento que sopla por la zona, una especie de Tramontana, provoca corrientes y que las cortinas que cubren las puertas de cristal de la terraza se muevan constantemente. La cama no tiene sino una esmirriada manta, que no llega a cubrirla por completo, así es que me meto en ella con pijama y calcetines y tardo en dormir por el frío, la corriente de aire y ese viento que aúlla toda la noche y se mete en mis oídos.
Desayunar a la mañana siguiente es tan complicado como hacer maniobras en esa estrecha carretera lindante con el mar. Podría pedirle a mi casera que me preparara algo, pero tendría que ser por señas. Salgo a la única calle. El viento sigue soplando con fuerza y riza el agua de la bahía. Encamino mis pasos hacia ese bar que vi ayer y me encuentro con el solitario viajero japonés, un tipo de veintitantos años que debe de tener frío porque se cubre con un abrigo largo. Tras la barra del bar hay un croata rubio, altísimo, un gigante, y mal encarado que habla a voces. Le pido un café y miró el desolado mostrador buscando algo con que acompañarlo: pan infame, no el de pueblo que comí ayer con el pescado, y aceite.
La entrada del Parque Nacional de Mjlet está a tres kilómetros de Polace, pero a la salida del pueblo hay que comprar el ticket en una garita. El coche se deja en un parking y entonces se camina por una pista asfaltada hacia el embarcadero de un lago interior de agua salada y transparente y allí una pequeña embarcación te cruza y te deja en una diminuta y hermosa isla dentro de la isla.
La de Marija, María en croata, es un peñasco cubierto de pinos y enormes olivos repletos de aceitunas, en la que destaca un convento, convertido en hotel de lujo, su bonita iglesia románica y un camino de ronda que bordea toda la islita y te sube a su cima para contemplar, desde allí, el lago y sus orillas. Es entonces, en ese momento, en esa isla desierta y mínima por la que un par de asnos campan a sus anchas y mariposas que parecen hojas aletean entre las flores amarillas, que estoy de acuerdo con la apreciación de Homero: Mjlet es un paraíso, la isla más hermosa del Adriático, una esmeralda sobre un tapete azul.
El barquero me recoge a las 12 y me deja en el embarcadero de partida. Un camino que bordea el lago, con pinos alepienses, imagino que de la muy castigada Alepo, que hunden sus ramas en el agua de tan inclinados que crecen, me conduce a un lago menor, también salado, e intercomunicado, y, tras bordear éste, unas escaleras trepan hasta la cima de un montículo y luego descienden hasta la vecina población de Pomena, que está en la costa.
Unos alemanes se bañan en el mar, que no debe de estar muy frío, mientras unas gaviotas aletean sobre sus cabezas. El mar se riza fuera del golfo cerrado alrededor de la que se asienta la pequeña población que parece más turística que la vecina Polace. Aquí hay hoteles abiertos y hasta restaurantes para elegir. Me apetece pescado, así es que entro en uno con aspecto marinero y pido a la chica que me atiende una sopa de pescado y un risotto marinero que sospecho debe de ser un sucedáneo de paella. Me equivoco parcialmente. El risotto, que lleva gambas, pulpo y mejillones, es el equivalente del arroz caldoso. Pido cerveza, porque el vino dobla el precio de la comida. Y no como postre, porque no los hay en la isla.
A las cuatro de la tarde, tras ver lo poco que hay que ver de Pomena más allá de sus bonitas panorámicas marítimas desde lo alto de una loma en donde muere la carretera, desando el camino y regreso al aparcamiento del Parque Nacional por el camino que bordea el lago salado grande. Entre los pinos alepienses que se inclinan hasta besar el agua descubro pitas. Y allí, bañándose, me encuentro con el viajero japonés solitario que se hospeda en Polace. Ha dejado amontonados en la estrecha pista asfaltada, por dónde sólo pueden pasar los coches de los que habitan por las inmediaciones, su abrigo bien doblado, su chaqueta, pantalón y camisa, y nada por las aguas transparentes de ese lago. Me da envidia, pero no he traído mi traje de baño. Me lo voy a encontrar de nuevo, ya vestido, camino del pueblo, pedaleando con poca gracia en una bicicleta de alquiler con la que se ahoga en las cuestas. Además, pierde el traje de baño que lleva sobre la barra, para que se seque, y tiene que retroceder a recogerlo del asfalto. ¿Qué hace ese tipo perdido en esa isla?, me pregunto. ¿Qué hace ese señor con barba y muchos años a cuestas en Mjlet?, se debe preguntar el hijo del imperio del sol naciente.
Llego a Polace, ya de noche, y decido, por prudencia, dejar el coche en otro lugar que no sea junto a ese mar que el ventoso día ha ido agitando y ya no está tranquilo. El wifi de la habitación funciona de forma muy deficiente, así es que desciendo al piso de abajo, me sitúo ante la puerta de la vivienda de mi casera y allí me conecto a la velocidad de la luz.
Debo inspirar ternura a la buena mujer, porque sale de su casa, descorcha una botella de vino dulce y me ofrece una copita. Se sienta con otra copita delante de mí, quizá para que entable conversación con ella por señas. No le hago mucho caso, enfrascado en escribir mis crónicas viajeras, así es que se levanta y vuelve al interior de su casa, a seguir escuchando la televisión que tiene a todo volumen.
Subo a dormir a las once de la noche, cuando ya la señora ha apagado su televisor y se debe de haber puesto su camisón para dormir. Me doy cuenta, entonces, de que tengo en la habitación aire acondicionado y pruebo a ver si también funciona como calefacción. Al cabo de diez minutos, tiritando, lo apago. Esta noche también sopla el viento con fuerza.
Desayuno a la mañana siguiente con el viajero japonés del abrigo. Me saluda, al reconocerme, con una sonrisa y una reverencia. Me tomo la tostada con aceite y el café con leche y dejo Polace tras pagar los 490 kónecs a la casera.
La isla de Mjlec tiene sólo una playa, en el extremo opuesto, en Saplunara, pasando por las poblaciones de Okukjle y Korita. Voy a verla tras recorrer cuarenta kilómetros de curvas entre lluvia y viento. Podía habérmelo ahorrado. Las playas de la isla idílica son feas y sucias, carecen del más mínimo encanto. A su lado la pequeña población de Saplunara, de nulo encanto, con jardines en terrazas llenos de limoneros cargados de frutos, languidece en un día gris.
Mi ferry que me lleva a tierra firme sale a las tres, así es que, por aburrimiento y por matar el tiempo, me doy un último banquete de pescado en la vertiginosa población de Sobra, en el único restaurante abierto junto a un mar embravecido que agita las barcas de pescadores como nueces. La parrillada de pescado con langosta, servida con arroz negro de tinta de calamar y col y patata machacada, es exquisita. Me estoy atiborrando de pescado estos días en Croacia. Abundan además, las langostas a juzgar por las jaulas que veo por todas partes para cazarlas y la que me ponen. A las dos y media, tras dar un trago al aguardiente que la tímida, delgada y hermosa camarera me sirve como obsequio de la casa (un par de copas y me voy derecho al agua) voy con mi coche al embarcadero de Sobra, a tomar el barco que me lleve a tierra firme, y de allí a Dubrovnik, en el extremo de este país estrecho que estoy recorriendo de punta a punta.
Comentarios recientes