La isla del padre, de Fernando Marías
Por José Luis Muñoz , 12 junio, 2015
Libro a libro, la carrera literaria de Fernando Marías (Bilbao, 1958), un director de cine frustrado que finalmente se dedicó a escribir novelas, es la crónica de un alpinista que va de cima en cima hacia el Everest, y quizá La isla del padre sea esa cima del mundo para el escritor y apasionado cinéfilo afincado en Madrid. La luz prodigiosa, Esta noche moriré, El Niño de los coroneles, La mujer de las alas grises, Invasor, El mundo se acaba todos los días, Todo el amor y casi toda la muerte, algunas llevadas al cine con éxito notable, casi todas merecedoras de importantes premios literarios (Fernando Marías tiene en su haber el Nadal, el Ateneo de Sevilla, el Ciudad de Barbastro, el Dulce Chacón, el Primavera de Novela y ahora el prestigioso Biblioteca Breve), son las brillantes credenciales de uno de los escritores mejor situados en el panorama literario español.
Es un lugar común decir que todo escritor escribe, en realidad, sobre sí mismo, abierta o disimuladamente, quizá porque es un narcisista irredento y no puede evitar colarse en las historias que pergeña. Desde hace años lo metaliterario, o la autoficción, la novelización de las propias experiencias vitales del escritor, se está haciendo con un hueco muy importante en el bazar literario: Paul Auster, J.M. Coetze o nuestro Enrique Vila-Matas son ejemplos muy recientes de ello. En La isla del padre, Fernando Marías se suma a esa corriente, se desnuda ante el lector y bucea en un libro de confesiones y reflexiones, a tumba abierta, en el que deja de lado todo pudor.
La isla del padre es una novela que funciona como exorcismo. Sin duda. Es un duelo literario sobre la ausencia del padre, la muerte—Yacía en el pasillo sobre un vómito de sangre, y ella contó luego, con sobrecogedora claridad, que al verlo caído sobre la alfombra supo que su larga y buena vida de pareja terminaba ahí, justo ahí, justo en ese instante, para ceder paso al recto camino hacia el fin—de ese ser querido, y desconocido por circunstancias vitales, sobre el que Fernando Marías edifica su libro, pero, por esa misma razón, acaba siendo, sobre todo, una novela sobre sí mismo. Las palabras que elijo para contar quién fue mi padre cuentan en realidad quién soy yo. La novela se centra, y vuelve una y otra vez, sobre el miedo, el miedo mutuo—Trata, dije sin titubear, del miedo mutuo que desde el primer momento nos tuvimos mi padre y yo y de cómo logramos superarlo—que sentían esas dos personas, padre e hijo, el uno hacia el otro, por tratarse de casi unos desconocidos, y del desafecto infantil hacia él de ese niño que no conoce al padre, el gran ausente de la casa por su oficio de marino que lo tiene la mayor parte del año fuera y lejos. ¿Qué llevaría a un marino resuelto, superviviente de una guerra, capitán de su periplo vital y varias veces viajero del mundo entero, a tener miedo de un bebé de año y medio? El miedo que les impedía decirse el uno al otro lo mucho que se querían. Te quiero mucho y nunca te lo he dicho. Esa frase podría ser el alma de este libro, esa línea única con la que, según dicen, todo libro debe poder ser definido. Así es que la novela, también, es una larga sesión psicoanalítica que nos depara Fernando Marías tumbado en un diván, y esa ha sido, seguramente, la razón de su escritura. Este es, también, un libro terapéutico.
Asoman a las páginas de esta confesión en negro sobre blanco la faceta cinéfila de Fernando Marías, imprescindible para entender al personaje autor. ¡Oh, dios del cine que señalas el camino de la felicidad a los corazones!; su fijación por el western: ¿Qué día de la semana es hoy?, le pregunta a su superior el soldado mortalmente herido por un flechazo apache en “La venganza de Ulzana”, uno de mis westerns favoritos. Miércoles, responde el oficial. Miércoles, susurra el soldado, nunca pensé que sería un miércoles. Y muere. Apela a los códigos del western, su género cinematográfico fetiche, en el que se afianza el maniqueísmo buenos/ malos, a Solo ante el peligro, por ejemplo: Todo cinéfilo, en sus ingenuos delirios, ha sido alguna vez ese sheriff abandonado por todos que, armado de dignidad, sabe enfrentarse con los malvados en las solitarias calles de su ciudad. Asoma en muchos momentos de La isla del padre, título stevensionano, ese Fernando Marías que adora Grupo salvaje de Sam Peckinpah, la película que más veces ha visto y de la que es capaz de reproducir sus diálogos de forma literal, o la peripecia vital y sentimental del Yang-Tsé en llamas, su película de amor preferida, porque la mitología cinematográfica, gestada en las salas oscuras de programación doble de su Bilbao natal, conformó la personalidad soñadora del autor y a ella le debe su afición por contar historias.
Entroncando con la indisimulada cinefilia, el autor de El Niño de los coroneles rinde homenaje en La isla del padre a su progenitor, ese héroe solitario cuyo físico potente recuerda al de Sean Connery, a quien un Fernando Marías niño equipara con los personajes de ficción que le fascinan en las películas. Sobre ese padre desconocido elabora una mitología que entronca con su devoción por el cine de aventuras, y así el padre ausente se convierte en héroe de sus fabulaciones. Relata episodios grabados a fuego en su memoria, como, por ejemplo, la anécdota de ver a su padre, no muy dado a frecuentar la iglesia, que no se arrodilló en el funeral de su madre, y él haciendo lo mismo en su funeral, como homenaje silencioso, guiño post mortem. El barco era su guarida de solitario. Como lo es para mí la mesa sobre la que escribo.
Tirar junto a mi padre muerto del hilo invisible de una palabra jamás pronunciada: eso es este libro. La novela es un viaje apasionante por la memoria del autor y una travesía a través de sus emociones, como cuando Ulises/Marías dejó atrás Bilbao y su casa paterna para ir a la capital con la ilusión de ser escritor y lo consiguió. El viaje, en la memoria del autor, en el libro, está siempre presente. Viaja el autor a través de los apuntes del cuaderno de bitácora de su padre, sigue en un mapa cada uno de los puertos de arribo e imagina hazañas, peleas, peligros, retrotrayéndose a la infancia, elaborando una película de aventis, como diría Juan Marsé, como el misterioso episodio argentino de su padre, ese punto oscuro de su personalidad que le fascina. Rememora los ascensos al Pasagarri, ese monte que asocia siempre a su padre, cada una de esas subidas que afloran con nitidez como si fueran cercanas en el tiempo.
A lo largo de las 278 páginas del libro, Fernando Marías se pregunta constantemente qué es La isla del padre que está escribiendo en un diálogo abierto consigo mismo. En el viaje que es toda novela, habla del proceso de la creación. Un escritor solo precisa arrancar de la realidad un puñado de datos mínimos para montar su ficción. Afloran las sentencias intercaladas en la narración de los hechos, en ese viaje continuo al pasado y al presente. Un moribundo debe elegir sus palabras con mayor rigor que un poeta. O Es más gratificante el deseo que la satisfacción de ese deseo. Es La isla del padre un libro que se lee con lentitud, en el que el lector se detiene para apreciar la precisión de sus frases redondas, y sigue.
La casa, como espacio vital y sentimental —Entre los procesos que se iniciaron tras la muerte de mi padre, fue uno de los más inevitables que la casa familiar comenzara su proceso de desintegración. — , el refugio uterino que se perpetua aunque ya no vivamos en ella, tiene un lugar primordial en el libro que se va cocinando entre sus cuatro vacías paredes y del que el lector es testigo privilegiado, acompaña al autor en su actividad creadora, se sitúa tras el hombro del escritor para atisbar lo que está escribiendo en su ordenador. La casa está vacía desde entonces. Y me ha llamado, ya solitaria, para que escriba aquí. Es ella la que me ha conducido por el pasillo hasta la mesa del pasado donde escribo. Es ella la que ahora me hace ver que soy la última persona que la habitará. Pero solo mientras escriba. Luego, apenas termine este libro, la casa morirá. Con frases concisas y exactas, Fernando Marías nos transmite la sensación de orfandad que acompaña el hecho físico de cerrar definitivamente la casa de nuestros padres, esa puerta que clausura una etapa de la vida por la que todo el mundo pasa. Las casas son barcos y las novelas mares. Y yo surco este libro al timón del destartalado buque donde mi familia ha vivido desde 1912.
Antes de terminar la novela, Fernando Marías rompe la convención cronológica y en la página 236, 42 antes de llegar al final, escribe su pre-epílogo. La última palabra de este libro ha de ser escrita dentro de la casa. Escribir la palabra que dé fin, la letra que sea la última antes del punto final, ha de ser el último acto de nuestra familia en este lugar. Escribiré la palabra, apagaré el ordenador, cerraré el secreter, sacaré el mínimo equipaje dispuesto junto a la puerta, introduciré la llave, cerraré…
La isla del padre es el mejor regalo póstumo que un padre pueda recibir de su hijo. Un canto de amor filial para paliar una ausencia. Un ejemplo de hasta dónde puede llegar la buena metaliteratura. Conmovedor, extraordinario y universal.
Título: La isla del padre
Autor: Fernando Marías
Editorial: Seix Barral, 2015
Páginas: 280
ISBN: 9788432224652
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