La lucha por el centro político
Por Carlos Almira , 6 diciembre, 2014
Las próximas elecciones municipales, autonómicas y generales están en marcha. Una vez más, parece que el terreno en disputa, el espacio electoral decisivo para las formaciones políticas que aspiran a gobernar, es el “centro”. Este artículo quiere ser una pequeña reflexión sobre lo adecuado o inadecuado hoy de este enfoque en la situación política de España.
En circunstancias normales el ciudadano medio que acude a las urnas en un país desarrollado, no percibe que su vida cotidiana esté en juego. Sea cual sea el resultado de las elecciones, sean cuales sean sus preferencias y las razones que lo inclinan por un partido u otro, su vida va a seguir, en líneas generales, igual. Ello no significa que el resultado le sea indiferente. Tampoco le es indiferente quién ganará la liga de fútbol o el Tour de Francia, aunque ello tampoco vaya a cambiarle la vida. En realidad, la participación política en los sistemas parlamentarios desarrollados, se asimila a una suerte de competición deportiva en la que uno se identifica más o menos, con uno de los participantes, salvando las distancias.
Lo anterior sólo se incumple en circunstancias extraordinarias. Por ejemplo: si el marco o las reglas normales del juego se ven trastocadas o amenazadas de pronto seriamente por una crisis grave, o por opciones extremistas. El ciudadano medio (que tiene siempre la nevera medio llena) lo percibe y lo quiere así. He aquí la primera razón simple, inmediata, del valor del centro identificado con la moderación, el pragmatismo, el sentido común de la mayoría. Aquellos actores políticos que en circunstancias normales consigan ser identificados por el elector medio en un país desarrollado, como competidores que no van a alterar, a trastocar, en esencia, su vida cotidiana, con independencia de sus simpatías e inclinaciones prácticas o ideológicas, tendrán más probabilidades de contar con su voto que aquellos otros que sean percibidos como “perturbadores”.
Esta identificación del centro político en condiciones de normalidad tiene además, consecuencias importantes sobre la práctica política en los sistemas parlamentarios desarrollados: para empezar, permite una distinción neta y asumida, entre la política desarrollada por el partido en relación con sus competidores, y la política que se desarrolla dentro del partido (las luchas, coaliciones, estrategias, etcétera, que los miembros de todo partido desarrollan en su organización para mejorar su posición en ella, su carrera política). Mientras que en la primera son importantes las ambiguas categorías de izquierda, centro, derecha, radicalismo y moderación, utopismo y pragmatismo, etcétera, en la segunda esfera estas distinciones son irrelevantes o secundarias, fuera de la identificación y formación de fracciones ideológicas. Lo que cuenta aquí es la política pura, a saber, la eficacia y el resultado de las propias maniobras para ocupar la posición más ventajosa posible dentro de la organización. En cambio, las categorías de la política visible, de la política que se hace cara al público (el electorado), imprimen su fuerza en el imaginario colectivo hasta el punto de ser determinantes para el comportamiento del voto en circunstancias normales.
Ahora bien: ¿qué ocurre cuando una parte significativa del electorado deja de vivir rutinariamente, “deportivamente”, la política, y deja de ver esta esfera de su vida como algo que no ha de repercutir en los aspectos esenciales de su vida cotidiana? ¿Qué ocurre entonces con la cómoda separación entre política visible y política dentro de la organización partidista, y qué pasa en la primera esfera, la acción pública de los Partidos, con las categorías movilizadoras de izquierda, centro, derecha, radical, moderado, utópico, pragmático, etcétera? Por último, ¿puede decirse que en el caso de España, Italia, Grecia, Portugal, hemos llegado a este grado de politización del electorado, en el cual estos factores clásicos del sistema parlamentario ya no funcionan como se espera por parte de los políticos “profesionales”? Y si es así, ¿qué cabe esperar en las circunstancias actuales de España de esta lucha por el centro político que parece haberse abierto ya, a unos meses de las distintas elecciones, como si aquí no hubiera pasado nada? Es curioso. Es como si el sistema parlamentario no admitiera para su funcionamiento regular, una politización “excesiva” de la población. Como si el interés sobrevenido por la política, su asunción como parte de nuestra vida cotidiana, estuviera ya socavando, aún sin proponérselo ni tener una conciencia clara de ello, las bases más íntimas del funcionamiento de nuestras instituciones.
Por supuesto, una razón plausible de esta politización disfuncional de la sociedad civil es la crisis, la forma en que ésta ha afectado y puesto al descubierto al mismo tiempo, nuestra vida más allá de la política, desvelando esta última como una expresión insospechada de lo que nos cabe esperar, por ejemplo de las repercusiones de la actividad parlamentaria en las oportunidades de nuestra vida diaria. De pronto ya no es indistinto (que no indiferente) que gobierne uno u otro (unos u otros). Todo cobra un sentido nuevo. Si esto es así, ¿qué papel pueden seguir desempeñando en la competición política visible, inter-partidos, expresiones como “centro”, “izquierda”, “derecha”, “radical”, “moderado”, “utópico”, “pragmático”, etcétera? Si el ciudadano medio ha dejado de ser votante para hacerse partícipe en el sentido fuerte del término, de los asuntos y la suerte de la Polis, ¿no habrá que dirigirse a él en otro nivel y en otro tono, con otras categorías y expresiones, si se quiere de verdad ganarlo? ¿No se estará disparando con pólvora gastada?
Para una parte del electorado en España, al menos antes de la crisis, ser de izquierdas o derechas tenía un significado más o menos preciso: ser progresista o conservador; partidario de un mayor gasto social o de una iniciativa privada sin cortapisas del Estado; defensor de la “modernidad” (el aborto, la eutanasia, las opciones no heterosexuales y/o reproductivas, etcétera) o de la familia tradicional (entiéndase, nuclear pero con valores tradicionales); ser agnóstico, crítico con la Iglesia Católica, partidario de una enseñanza y un Estado laico (Monarquía Republicana), o respetuoso y más o menos practicante de la religión mayoritaria de los españoles; por supuesto, todo lo anterior conllevaba una visión particular de la Historia más reciente de España. Y sin embargo, estas diferencias en el votante medio no llegaban al extremo de ser vividas como opciones vitales, como oportunidades de las que dependiera el día a día, el aquí y ahora de cada uno. El sentido común, el centro, indicaba por el contrario que fuese quien fuese el ganador, el mundo seguiría esencialmente igual, por más que nuestras simpatías o antipatías nos arrastrasen al día siguiente a la crítica descarnada, o al chascarrillo. Cada cuatro años volvería la oportunidad para los nuestros “cual vuelve la cigüeña al campanario”, y entretanto todo seguiría igual por siempre jamás.
Un día, sin embargo, el ex presidente Zapatero anunció una serie de medidas de hondo calado que sí iban a tener graves repercusiones sobre la vida de los españoles: recortes de salarios y derechos laborales, sociales, etcétera. Con independencia de lo justificado o acertado de este giro drástico, la novedad iba más allá de la convencional separación que en el imaginario colectivo tenían los conceptos de izquierda, centro y derecha: la novedad no era que Zapatero se hubiese vuelto de pronto de derechas sino que, ahora sí, sus medidas iban a afectar al día a día de los españoles, de un modo drástico e inmediato. La crisis se hacía de pronto, presente y visible más allá de la competición de los partidos políticos por “su” electorado, más allá de los programas, eslóganes, promesas, etcétera: la política se había vuelto de pronto algo tan cotidiano como la subida de la gasolina.
Al principio este viraje se vivió, creo yo que por una especie de inercia histórica, aún dentro de los márgenes establecidos, convencionales: todo era culpa de la incompetencia y la hipocresía de Zapatero y del PSOE; el otro gran partido, también usufructuario del centro, sería más eficaz. Nótese que, más que esperar un milagro económico, los españoles que votaron al PP en plena ola de indignación acaso acariciaban la esperanza de que dicha eficacia iba a permitir el retorno a la añorada situación en la que la política no afectaba substancialmente a su vida cotidiana; aspiraban, aspirábamos, a recuperar el dorado estatus de votantes. Cada quien esperaba a su modo volver tranquilamente a su vida familiar, a su trabajo, etcétera, sin más contacto con los políticos y sus tejemanejes que las noticias cada vez más inquietantes de los telediarios. El PP arrasó y el sueño se esfumó enseguida.
¿Y ahora qué? ¿Hemos entrado en la Historia como el niño enmerdado que no quiere lavarse en la hirviente y espumosa agua de la bañera? Y si esto es así, si hay algo de verdad en esto, ¿qué sentido tiene seguir luchando como antaño por el centro político? Supongamos que los nuevos partidos y movimientos sociales, y sobre todo ahora, Podemos, caen en la cuenta de que además de entrar en la Historia hay que hacer política visible, es decir, competir por el electorado. Al mismo tiempo, los partidos tradicionales, espantados y desorientados por el giro brusco de la situación, perciben por primera vez que ya no basta con disputarse al votante medio porque éste ya no los ve como antes, desde la cómoda poltrona del elector al que se halaga y promete, como a competidores “deportivos” cuyas decisiones no van a afectarle en su vida real: luego, hay que entrar en la Historia. La Historia nos arrastra a todos a lo desconocido.
Ya no se trata sólo de quién ganará las próximas elecciones, cuáles serán los pactos, etcétera, sino de cómo vamos a poder vivir todos nosotros los próximos años: si habrá trabajo digno, vivienda accesible, médico público y un aula digna de este nombre para nuestros hijos; si nuestros hijos y nietos tendrán o no que emigrar a Londres, Berlín, Melbourne, o a la China. Es mucho lo que está en juego, mucho más que la disputa clásica por el electorado medio, por el centro político. ¿O no? Que cada cual reflexione.
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