La luz negra de Tallin
Por José Luis Muñoz , 15 octubre, 2014
El otoño llega a Tallin al mismo tiempo que yo desembarco en la ciudad. Dos vuelos de Lufhansa con escala en Frankfurt me llevan a la capital de Estonia. Dos vuelos con la misma tripulación. Por un momento creo haber equivocado el avión y volar de retorno a Barcelona para completar un bucle absurdo y terminar en donde he salido. Pero no.
Tallin significa ciudad danesa. Hay quien dice que su nombre quiere decir ciudad de invierno porque el Báltico se congela y se convierte en pista de patinaje. No me pronuncio por el origen del nombre, pero hay una cierta tristeza en la ciudad, rémora de la época soviética, supongo, muy presente en la ciudad moderna que nada tiene que ver con la vieja. Por la antigua no han pasado los años, sí las personas, suecos, daneses y fineses que la sometieron, finalmente los rusos de los que se emanciparon definitivamente en 1991. Hay 400.000 habitantes censados en la actualidad a los que hay que sumar todos los que desembarcan en los cruceros de lujo que atracan en el muelle y aumentan el precio de las cosas porque la ciudad hanseática vive fundamentalmente del turismo.
Tallin es una ciudad marítima, plagada de gaviotas y cuervos marinos, unas aves robustas que no son negras por completo sino que alternan ese color con el gris. Edificada en la orilla de una llanura cubierta de bosques de árboles pequeños, que no deben crecer a causa del frío y cuyas hojas ya tapizan los paseos de sus muchos parques, bordea el Báltico y unos cuantos lagos la cercan. Pero no hace frío, a pesar de que los estonios vayan abrigados con abrigos de pieles ellos y medias de lana ellas.
Hay una cierta falsedad en la ciudad, fruto de la sobreexplotación de su belleza. Es demasiado bonita Tallin para ser real. Toda ella está muy cuidada, no hay un solo grafiti que manche su parte antigua que la catedral ortodoxa de Alexander Nevsky, héroe ruso que glorificó Sergei M. Eisenstein en una película épica, mira desde un alto. No se parece en nada el idioma estonio al ruso, plagado de vocales geminadas que se alargan y diéresis sobre ellas, pero sí hay muchos rusos por sus calles y la mayor parte de las leyendas figuran en ese idioma aparte de en inglés y estonio.
La parte antigua de la ciudad, la que es patrimonio cultural de la humanidad, está circunvalada por arterias de tráfico endemoniado que actúan como foso de esa muralla que se conserva en buena parte con sus puertas y arcos imponentes. Para orientarse en el casco viejo de la ciudad, un recinto pequeño que se recorre en poco más de dos horas, hay que seguir las torres bulbosas de las iglesias que emergen por encima de los tejados. Hay muchas iglesias en Tallin, docenas de ellas, pero la mayoría ya no tienen culto y son bodegas, restaurantes o tiendas. Ese uso civil que se ha dado al patrimonio de la iglesia es una de las cosas que más me llaman la atención; otra, lo cara que es la cerveza: 8 euros un vaso.
Tallin es caro. Imagino que la culpa la tiene el turismo atraído por esa ciudad golosa punteada por pastelerías y cafés. En uno de ellos, un viejo establecimiento por el que el tiempo no ha pasado, se detienen los viandantes ante el escaparate en donde un artilugio, parecido a un reloj, hace girar sin cesar un juego de tazas. Dentro hay pasteles, café y el calor humano de los que buscan en el dulce el bálsamo de la vida.
Todas las calles de Tallin pasan, forzosamente, por la plaza del Ayuntamiento. Flanqueada por edificios gemelos medievales, de porte robusto y tejado inclinado de teja, las terrazas de los bares y los restaurantes aledaños, con sus correspondientes mantas dobladas en las sillas para abrigo de clientes, tienen vistas a la torre del ayuntamiento que parece un minarete árabe. En esas terrazas, envueltos en abrigos de pieles, hay tipos siniestros que parecen sicarios de la mafia rusa que van a gastar sus rublos a esa ciudad encantadora de cuento de hadas que de noche enciende velas en locales medievales en donde camareros ataviados con calzas y medias sirven cenas con recetas del siglo XII a los incautos turistas que pagan por ese menú una media de 50 euros.
La gente canta por la calle. Parece alegre. De una taberna sale un jolgorio etílico de voces broncas que a un paso están de traspasar su límite de tolerancia con el alcohol. Hay violinistas en las aceras y hasta un muchacho que baila claqué ante su gorra creyéndose en New Orleans.
Las calles empedradas de Tallin, tan tradicionales como incómodas para la planta de los pies, están concurridas a todas horas por chicas y chicos de un rubio intenso descendientes de los vikingos que por esa zona se movieron con sus barcos. Viking es una de las principales compañías navieras cuyos barcos te llevan a Helsinki, Oslo y Estocolmo por el Báltico.
El Báltico besa la costa de Estonia y una buena idea para disfrutarlo es tomar el paseo que lo bordea, te saca de la ciudad por la avenida Narva y te lleva a las ruinas góticas del convento de Pirita del que sólo se conservan sus cuatro gigantescas paredes porque el techo se vino abajo. A medio camino un ciclópeo monumento de la época socialista, una especie de avenida elevada de hormigón armado que se trunca al cruzar la carretera y vierte al mar, es el monumento a la guerra que erigieron los soviéticos.
El Báltico, en el golfo de Finlandia en donde está la capital de Estonia, es un mar grisáceo y, en la costa, espeso a causa de una concentración de algas que parecen pasto flotante y que cuando arriban a la playa se convierten en una especie de engrudo maloliente. Hay gaviotas revoloteando, también enormes cuervos de dos tonos, patos de diversas especies, pero lo que más llama la atención son las bandadas de cisnes blancos que, en perfecta formación, se adentran en un mar plácido y sumergen sus largos cuellos en el agua para picotear pescado.
De noche la ciudad antigua brilla como una perla rodeada por sus murallas iluminadas y por el anillo esmeralda del césped de los jardines que la separan de la moderna urbe soviética de desangelados edificios y algún que otro moderno rascacielos. De noche cada sótano de la ciudad, bien aprovechado, se convierte en un pub, una cava de jazz o un bar privado al que se entra pulsando una contraseña misteriosa. Tallin, me doy cuenta, es la ciudad de los sótanos optimizados a los que se descienden por empinadas escaleras de piedra sin saber lo que se encontrará uno al final de ellas. La vida nocturna es misteriosa, pero no canalla: no hay un solo policía a la vista. Decenas de chicas bien vestidas desaparecen por una escalera que las conduce a un averno musical y un centenar de personas se arremolina ante un edificio redondeado y alto que era el antiguo depósito de agua de la ciudad y se utiliza ahora para conciertos.
En la avenida Pärnu los edificios amarillos del teatro y la ópera de Tallin se dan casi la mano de lo juntos que están. Algo más arriba, cerca de la iglesia Jaani, un cine antiguo proyecta una retrospectiva de Roman Polanski. No hay muchos cines más salvo unos multicines próximos al puerto.
Abundan los amarillos de la Ópera y el Teatro Nacional en las casas del Tallin histórico, así como todos los tonos pastel que dan a la ciudad una suavidad que seduce al visitante: rosas, azules. No hay emigrantes, no han llegado los chinos, y en todos esos días sólo veo a un chico negro que sube a un ferry que lo lleva a Helsinki y un camarero hindú que quiere meterme en su restaurante. La población es mayoritariamente estonia, pero también hay rusos, casi un 36 %, finlandeses, judíos y tártaros. No pruebo de la gastronomía estonia más que la espesa sopa de guisantes y una crema exquisita, de huevo y mantequilla caramelizada que recuerda a la crema catalana salvo en su textura más cremosa. La cerveza buena, pero hay que paladearla lentamente dado su elevado precio.
Hay unas cuantas iglesias del rito ortodoxo en Tallin y es recomendable seguir alguno de sus oficios religiosos, sobre todo en la catedral Alexander Nevsky. Las misas son en ruso, el oficiante barbado, en la tradición de los monjes ortodoxos, permanece la mayor parte del tiempo oculto en un altar interior, los feligreses permanecen de pie, se persignan de derecha a izquierda y cantan. Nunca están llenas las iglesias, sí las tabernas disfrazadas de iglesias góticas que conservan sus arcos y ventanales y en donde la gente bebe bajo las nerviaciones de sus techos en donde en el medioevo se bebía la sangre de Cristo.
La mejor vista de la ciudad se obtiene desde el Nukeater, un mirador de unos cincuenta metros de altura, lo más alto de una ciudad cuya media es 9 metros sobre el nivel del mar, construido sobre la única parte elevada de Tallín a la caída de la tarde después de haber degustado un vino caliente que le quite a uno el frío y la humedad que cala los huesos. Desde allí se ve todo el casco antiguo y sus retorcidas calles que rompen la uniformidad ocre de los tejados de teja y las espigadas torres de las iglesias. Desde allí, al atardecer, se comprueba que la luz de Tallin no es blanca sino negra.
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