La misión de Andrés Bello
Por Eduardo Zeind Palafox , 23 mayo, 2015
Andrés Bello, el año 1843, en la Universidad de Chile profirió un famoso discurso que versa sobre la educación en América, titulado “Misión de la Universidad”, y hoy queremos no sólo glosarlo, sino exornarlo y darle el lustre que ha perdido. Él fue autodidacta, y aprendió las letras clásicas y las lenguas eternas, cuentan sus biógrafos, en la miseria, que paliaba en las bibliotecas de la sabia Inglaterra. Sentíase triste y se alzaba leyendo ejemplares de Platón, o veíase sumergido en el desorden mental y recobraba la serenidad recorriendo los libros de Aristóteles.
Gustó de la literatura de España, al punto de tenerse por hispanista, pero de los del tipo cosmopolita, que no mira enemigos de la madre patria por doquier, sino posibles socios. Ortega y Gasset, en un artículo rotulado “Unamuno y Europa, fábula”, recuerda que primero hubo filología hispánica hecha por hispanohablantes en América que en España: “No ignora el rector de Salamanca que antes de que el Sr. M. Pidal comenzase sus trabajos de filología –su gramática se publicó en 1904,– si se exceptúan los Sres. Bello y Cuervo, americanos, sólo nombres extranjeros figuraban en las bibliografías de filología románica cuando de castellano se ocupaban”.
El discurso de Bello es unitario, portento de síntesis que sólo un espíritu enciclopédico puede realizar. La primordial enseñanza del sabio que comentamos consiste en hacernos ver que todo error pervive únicamente porque no hemos sabido traducir en legibles letras las operaciones sofísticas que hace nuestra mente. Nuestro autor no sufre el dolor de las paradojas y no ve escindidas, sino de la mano, las Humanidades y las Ciencias Naturales, a las que pone por fundamento el Derecho Romano.
Es necesario estudiar Derecho Romano, asegura, porque su método es ardid de geómetra, y porque en él aprendemos que aunque a veces las ansias científicas amenguan, nunca lo hacen las morales. La racionalidad del jurisconsulto es más alta y más noble que la del científico, pues ésta sólo afana orden, en tanto aquélla busca un supremo bien, que en términos píos se llama Dios. Bello creyó en Dios, y haciéndolo quiso unificar todo el saber.
Mas la contemplación del fervoroso es insuficiente para el progreso, fuerza humana que agiliza sus movimientos merced a las Ciencias Naturales, que jamás confundirán la utilidad con la ciega praxis. La ciencia, distintamente del arte, debe hacerse para mejorar el vivir y no sólo para satisfacer curiosidades ociosas. Bello escrupulizaba porque deseaba darle a su patria, que era la América toda, una postura firme ante el mundo, ante la culta Europa. A la Universidad, sostenía, no se le piden saberes determinados, pues es institución donde la libertad intelectual más goza derechos. Mal será que el espíritu comercial guíe los estudios, pero bueno que los estudios perfeccionen la economía.
¿Y cuál es la cúspide, el gran remate de la moral y de las ciencias? Las Humanidades y la Filosofía. La Filosofía, que aguza la lengua, es decir, la sensibilidad y el entendimiento, nos capacita para la “fácil y clara transmisión del pensamiento”, mientras la Literatura nos enseña las “leyes eternas de la inteligencia”. El programa de Bello podría hacerse sucinto diciendo que el hombre ha de buscar la bondad y la verdad porque son los ingredientes de la belleza, de los altos ideales.
El eximio venezolano se esforzó por demostrar que Religión y Literatura no sólo se complementan, sino que se enriquecen, y que sin católicas bases es imposible justipreciar los deliquios que los autores paganos y del Siglo de Oro español nos regalan. Dice: “Calumnian, no sé si diga a la religión o a las letras, los que imaginan que pueda haber una antipatía secreta entre aquéllas y éstas”.
Dios es la suma simplicidad que jamás, ajustando las ideas Kant, al que Bello leyó con ardor, puede transformase en experiencia. Quien anda con la cabeza sin la noción de Dios no podrá dar unidad a sus saberes y tendrá que conformase con fragmentos de saber, a los que llaman hoy ciencias.
La bondad, escribe Bello, es más importante que la certeza científica, aunque ambas necesitan de un método para avanzar con pasos firmes. Labor incongrua la de querer contemplar el universo, harto superior a nosotros, sin humildad. Sólo las cabezas humildes pueden ceñirse a los sermones que son “los buenos maestros, los buenos libros, los buenos métodos”, productos todos, asegura, de una “cultura intelectual muy adelantada”.
Saben los filósofos que al vivir en un país culto podemos confiar en la protección de un Don Quijote, llámese “Idioma”, del griego “peculiaridad”, cuando las dudas de las pesquisas científicas nos saltean. Todo se dirime cuando nuestras hipótesis no encuentran confirmación o cuando nuestras conjeturas más despintan los hechos que los alumbran. El pensamiento desmoralizado, ya por carencia de religión o por cansancio, ya por ser víctima de la indisciplina o de la arrogancia, que son casi la misma cosa, se ve salvo al regresar a su guarida, que es la Filosofía.
Bello cita a Nicolás Arnott, que dice: “Los teoremas de la filosofía son otras tantas llaves que nos dan entrada a los más deliciosos jardines que la imaginación puede figurarse; son una vara mágica que nos descubre la faz del universo y nos revela infinitos objetos que la ignorancia no ve”. Los andamios que para crear nuestros conocimientos construimos perecen o por descomposición o por falta de fuerza. Urdimos una teoría y con ella en la mano buscamos hechos, y cuando no los hallamos destruimos la teoría, regresamos a las preguntas fundamentales, las filosóficas, y volvemos a comenzarlo todo. Los pueblos sabios así viven, pero los salvajes no. Éstos convierten sus patrañas en literatura y le cantan a la mentira, mas los otros, como el Walter Whitman de Rubén Darío, le cantan al saber puro. Damos fin a nuestra arenga diciendo que es Andrés Bello la vida paralela del bardo de Long Island…
Sacerdote, que alienta soplo divino,
anuncia en el futuro tiempo mejor.
Dice al águila: “¡Vuela!”; “¡Boga!”, al marino,
y “¡Trabaja!”, al robusto trabajador.
¡Así va ese poeta por su camino,
con su soberbio rostro de emperador.
Eduardo Zeind Palafox
http://donpalafox.blogspot.mx/
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