La nueva normalidad
Por José Luis Muñoz , 12 junio, 2020
Obviando cómo nos llegó esta plaga terrorífica (muchas veces me afilio al bando de los conspiranoicos y me resisto a creer que la naturaleza sea tan cruel y que un chino comiendo un murciélago sea el culpable de este desastre) y sus incalculables consecuencias económicas (la ruina para millones de personas, el cierre de miles de comercios y empresas en todo el mundo), lo más preocupante de esta pandemia difícilmente controlable va a ser nuestro cambio sustancial de hábitos sociales durante una buena temporada, el adaptarnos a lo que el gobierno de España, por ejemplo, llama “nueva normalidad”, eufemismo de una anormalidad permanente.
Que yo sepa, jamás se había logrado en el mundo recluir a millones de personas en sus casas durante dos meses (y los que vendrán) y se ha conseguido mediante una comunicación masiva que nos ha inoculado el chip del miedo en nuestros cerebros. Las anteriores epidemias que diezmaron a la humanidad tuvieron ese balance tan terrorífico de millones de vidas perdidas sencillamente porque no había más comunicación que el boca oreja, no existía un sistema sanitario y las condiciones higiénicas eran deplorables. El sida fue una excepción y estamos muy lejos de sus cifras pavorosas, pero de ella sabíamos que se transmitía por la sangre y por la actividad sexual, que se cebaba en consumidores de drogas intravenosas y en promiscuos sexuales, mientras que el Covid 19 entra por el aire y lo mismo lo padece un pecador que un beato, un reaccionario que un progresista, un negro que un blanco, un pobre que un rico.
La pandemia es una ocasión de oro para un autoritarismo global y ya algunos gobernantes están ejerciéndolo. Ante el terror (la casuística histórica va desde Vlad Drakul hasta Adolf Hitler, pasando por Pol Pot o Calígula, o de la peste al cólera, o del sida a la lepra) el ciudadano se bloquea y se vuelve obediente ante una posibilidad muy alta de morir. El miedo a este ser insignificante que se comporta de forma aleatoria dentro de cada organismo, y del que se sabe realmente muy poco, nos lleva a ser extraordinariamente disciplinados y a seguir a rajatabla las normas dictadas por las autoridades que nos autoimponemos sin rechistar (salvo en algunos confines de Estados Unidos que no asumen el concepto de bien común). El virus llega, además, cuando parecía haber, salvo excepciones (Donald Trump en Estados Unidos; China) un cierto consenso sobre la gestión de las energías fósiles y sus derivados (plásticos) para evitar la destrucción imparable del planeta. Si no se abaratan los costes, y se agilizan los sistemas de recargas de baterías, de fabricación de coches eléctricos vamos a ver un repunte considerable de vehículos contaminantes en las calles y carreteras de nuestros países por la demonización del transporte colectivo, y un auge en la producción de plásticos (los tubos respiratorios, las batas del personal sanitario, algunas mascarillas), así es que lo que habíamos ganado en estos últimos años se va al garete. Los países productores de petróleo pueden respirar tranquilos.
Personalmente lo que más me preocupa es imaginar cómo será el día a día durante quizá veinticuatro meses que todavía quedan para encontrar una solución a esta emergencia sanitaria global. ¿Vamos a asistir a espectáculos con las plateas vacías? ¿Vamos a volar en jets privados? ¿Vamos a estrecharnos las manos con guantes de látex? ¿Vamos a sortear espacios en las playas? ¿Vamos a hacer el amor con mascarillas además de con preservativos? ¿Vamos a considerar a nuestro vecino un peligro andante? Algunos optimistas nos dicen que esta crisis va a hacernos replantear las necesidades, vivir con menos cosas, priorizar el ser frente al tener. Mucho me temo que volveremos a un consumo desaforado (los pases de moda serán, quizás, de mascarillas más que de ropa) en cuanto los gobiernos levanten la veda.
Durante una buena temporada vamos a ser una comunidad de rostros ocultos, vamos a evitar cruzarnos con nuestros semejantes (en las ciudades ya se señalan con flechas el sentido de la marcha de los peatones), vamos a evitar reunirnos con nuestros amigos, no vamos a besar ni abrazar a nuestros hijos y nietos, no podremos hojear los libros en las librerías y cuando caigamos enfermos vamos a demorar, como sea, entrar en los hospitales. Con el virus nos han inoculado, quizá de por vida, el terror a una generación razonablemente feliz (en Occidente, evidentemente no en Oriente, en Oriente Medio o en África) que se había salvado de dos guerras mundiales aunque había sufrido la laminación de la crisis financiera del 2008 que la había empobrecido.
Convivir con el Covid 19 a partir de ahora va a ser una prueba de fuego diaria y sentir añoranza de lo que fueron nuestras vidas en el pasado, vivir de los recuerdos, avivarlos con los testimonios gráficos desempolvándolos de nuestros baúles. Como en los malos tiempos (en las cárceles, en las dictaduras, en las guerras, ahora en las pandemias presentes y futuras) tendremos que refugiarnos en la ficción y soñar a través de ella. Ya lo hacía en mi infancia leyendo dos libros a la semana y viendo catorce películas de lunes a domingo en cines de programación doble. En la ficción y en nuestra cabeza (si conseguimos descontaminarla del aluvión de desinformación con que la inundan) está la libertad y la felicidad. El paraíso y el infierno están en nosotros.
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