La perrera, de Kim Chapiron
Por José Luis Muñoz , 21 marzo, 2014
El cine carcelario suele impresionar casi siempre y ha dado algunas películas notables que el espectador, una vez vistas, guarda en el subconsciente por lo perturbadoras que llegan a ser. ¿Quién no recuerda La casa de cristal de Tom Gries, Cadena perpetua de Frank Darabont, El profeta de Claude Miller o Celda 211 de Daniel Monzón, por citar algunas de las más representativas de este subgénero del cine negro?
La perrera, producción canadiense del 2010 y título explícito dónde los haya, de Kim Chapiron—un director francés de 33 años que debutó en el terreno del largo con Sheitan (2005), film de terror protagonizado por Monica Belluci—, sigue las pautas del género carcelario—violencia extrema; imposibilidad de redención de los reclusos; imposición de liderazgo en la jungla humana a golpe de puño; ley del silencio—a través de las vicisitudes de tres jóvenes delincuentes que ingresan en un centro correccional: Ángel (Mateo Morales), un hispano que ha robado con fuerza un coche; Davis (Shane Kippel), detenido por trapichear con droga; Butch (Adam Butcher), que ha dejado ciego a un celador y es incapaz de dominar su ira. Cuando Banks (Taylor Polulin), el matón del centro, intente imponer sus reglas al recién llegado Butch, que le disputa el liderazgo de los reclusos, los acontecimientos se aceleran y desembocarán en un violento enfrentamiento con los guardias después de ajustar cuentas entre ellos de forma harto drástica.
De que los centros correccionales no sirven absolutamente para nada sino para empeorar el carácter de los jóvenes allí recluidos es algo de lo que parece estar convencido Kim Chapiron y con él casi todo el mundo menos los gobiernos que los siguen manteniendo. La visión de la película es de un nihilismo absoluto, porque los jóvenes allí encerrados no tienen conciencia social ni parece haber solución para ellos. Las terapias para controlar la agresividad, como la que intenta inútilmente la encargada del centro, son un fracaso y degeneran en pelea tumultuaria. Meter a perros rabiosos, pues eso es lo que son los allí recluidos, en una misma perrera no puede tener buenos resultados sino que acaben matándose unos a otros a dentelladas. La mayor parte de los chicos que entran en un correccional acaban en la cárcel o muertos en la calle. Los de La perrera son un paradigma de esa carne de cañón difícilmente recuperable para la sociedad.
Kim Chapiron consigue, desde el minuto uno de su tensa película, centrar la atención del espectador y llevarlo fácilmente por donde quiere, de paseo por ese infierno en el que seres privados de libertad, faltos de comprensión y cariño, psicópatas carentes de empatía con sus víctimas, se destrozan entre ellos y reproducen, a peor, todo lo malo del mundo exterior, y lleva el ritmo del relato hacia un crescendo que deja sin aliento al espectador hasta su secuencia final.
Con una forma de hacer cine muy realista, con secuencias que, en ocasiones, recuerdan al Kubrick de La chaqueta metálica—en los enfrentamientos entre reclusos y vigilantes, por ejemplo, cuando Godyear (Lawrence Bayne), el, pese a todo, guardián más humano, provoca a Butch; el castigo nocturno que Banks y sus secuaces infligen al recién llegado Butch—, y un tratamiento hiperrealista de la violencia—cada golpe propinado en la pantalla duele en carne propia al espectador—Chapiron nos sumerge en este descarnado drama carcelario de forma muy efectiva, con primeros planos de los rostros de sus protagonistas y una cámara siempre inquieta servida por una fotografía glacial, y a esa sensación de verismo extremo de La perrera, casi documentalista, contribuyen, no cabe duda, unas interpretaciones ejemplares de todo un elenco de jovencísimos actores en estado de gracia absoluta, sobre los que destaca el actor canadiense Adam Butcher en cuyo crispado rostro, de mirada fría y enloquecida, está siempre esa ira que es incapaz de controlar y estalla como una tormenta.
Un drama asfixiante del que el espectador sale como de una pesadilla.
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