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La poesía es cosa de burros

Por David Acebes , 7 julio, 2014

PLATERO Y YO

7 de julio del «año Platero».

Sepan ustedes que Dalí aborrecía a Juan Ramón Jiménez, cuya hiperestesia enfermiza le repugnaba sobre manera. En cierta ocasión, Dalí y su acólito Buñuel firmaron al alimón un telegrama dirigido al poeta de Moguer, cuyo texto, provocador e hiriente, no debió de hacerle mucha gracia. Leamos la misiva:

«Nuestro distinguido amigo: Nos creemos en el deber de decirle –sí, desinteresadamente- que su obra nos repugna profundamente por inmoral, por histérica, por arbitraria. Especialmente, ¡merde! para su Platero y yo, para su fácil y malintencionado Platero y yo, el burro menos burro, el burro más odioso con que nos hemos tropezado. ¡MIERDA! Sinceramente, Luis Buñuel – Salvador Dalí. »

Suelo coincidir con las enseñanzas de mi maestro, pero por una vez voy a quitarle la razón y diré, por el contrario, que a mí sí que me gusta, y mucho, Platero y yo. Y ello, a pesar de haber leído su primer poema más de quinientas veces. Sí, han leído bien. Quinientas veces. Puede parecer una exageración, pero no lo es. Echemos cuentas. Teniendo en cuenta que un año contiene 365 noches y que, cada vez que nos vamos a la cama, mis hijas piden que lea el primer poema de Platero y que yo, más que nada por variar un poco la lectura, lo leo un día sí y otro no, tenemos que, al menos, al año, leo el poema en cuestión unas cien veces. Dada la edad de mis hijas, salen las cuentas y concluyo que, como mínimo, habré leído este poema unas quinientas veces.

En consecuencia, no es de extrañar que un día me dejara influenciar por su soniquete modernista, por esa enigmática forma que tiene de rozar el corazón del lector, y que acabara escribiendo una estampa similar. Lean, por favor, este pequeño homenaje que he escrito a Platero en un día cualquiera de su año:

«Platero, ¿por qué los niños huyen de ti?

Tú estás en tu corral. En un rincón, preocupado. Entre cochambre y maleza. Bajo un sol ansioso que adormece la tarde. ¡Ay, Platero! Tú no entiendes nada. No comprendes con qué extraños artilugios, con qué sorprendentes trastos, juegan sus manos infantiles. Nadie te habló jamás de las consolas, de los videojuegos, de los juguetes de hoy en día.

Hace un momento, intentaste una cabriola. Como un animal de feria, has pataleado en un charco. Incluso te has rebajado y has rebuznado largamente, como queriendo captar su atención. ¡Ay, burrillo! Ninguno de los niños se ha inmutado.

A lo lejos, un niño le dice a otro: -Mira, estoy en la última pantalla.

¡Pobre Platero! Yo ya sé que no soy tu poeta. Alguien te dijo que Juan Ramón ya no estaba. Que estaba muerto. Tú no te preocupes. Yo también soy un poco poeta y puedo explicarte cómo son las cosas. Los niños han cambiado, Platero. Eso es lo que pasa. Prefieren la ciudad al campo. Viven en un mundo de dibujos animados. Y cuando vienen al pueblo, a tu casa, a tu corral umbrío y desordenado, se traen sus propios juguetes. De tanto mirar sus pequeñas pantallas, se han quedado casi ciegos. Ya no son capaces de levantar la mirada y ver todo lo que tú sí ves desde tu alta atalaya; el pequeño pajarillo, el pino amigo o la montaña lejana.

¿Qué le vamos a hacer? Todos hemos cambiado. Tú, también. Ya no eres aquel burrillo, de acero y plata, que vivía en Moguer. Eres negro y vives en mi pueblo. ¿Qué digo en mi pueblo? Tú vives en mi corazón, que es donde viven los burros y la poesía…»

Como ven, queridos lectores, es puro sentimentalismo de poeta. Un pequeño homenaje «plateresco». Un «retablo» costumbrista que esconde mi «fachada» de poeta…


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