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La Quinta

Por José Luis Muñoz , 6 marzo, 2015

IMG_8830Me despierto después de sueños extraños e inquietantes hijos del jet lag, como poco. Tengo la sensación, imprecisa, de haber escuchado el despertador y de no haberlo apagado; y de que es tarde, aunque no entra demasiada luz por la estrecha ventana de tres palmos por diez. Así es que consulto el reloj y me da un respingo: las 13 horas. He perdido mi primer día en Nueva York, me digo, mientras me ducho, me visto y bajo a la calle abrochándome el grueso y pesado tabardo que he cogido para hacer frente a las temperaturas extremas.

La calle me recibe con una bofetada de frío. Con Marc Emmerich he quedado a las 16 horas, así es que en cinco horas no puedo ir muy lejos por esta Gran Manzana que los holandeses vendieron a precio de saldo sin saber el valor que tendría luego. Me acercaré a Central Park, me digo, mientras tomo la 47, cruzó la Sexta avenida y recorro la Quinta. Mientras ando a buen paso por las anchísimas aceras me doy cuenta de que hay muy pocos viandantes, pero no le doy ninguna importancia. El frío arrecia y el viento que sopla en las intersecciones con las calles, directo de las dos orillas del Hudson que bordean la isla de Manhattan, me hacen desear un café caliente, pero no acabo de ver cafeterías que me apetezcan por lo que, como un neoyorquino más, compro en un quiosco callejero un cruasán y un café americano con leche y azúcar que me sabe a gloria, cosa extraña, quizá simplemente porque está caliente. Mientras camino, sosteniendo en una mano el vaso de parafina con el café con leche y en la otra el cruasán, que voy devorando a mordiscos, me falta una tercera mano para hacer fotografías de ese paisaje urbano siempre fascinante que es New York y en el que el elemento humano, entre rascacielos, resulta insignificante, aplastado por la desproporción. Sigo sin ver gente, tiendas abiertas, ni mucha actividad de tráfico. Sigue la luz mortecina que achaco a que el cielo está cubierto. Veo mujeres que sacan a pasear al perro, madres que llevan los niños a la guardería a toda velocidad en sus cochecitos bien cubiertos. Pero son las 13 horas, me digo.

IMG_8841Cuando llego al Madison Square Park, tras haber cruzado exactamente 32 calles, me doy cuenta de que me he equivocado de dirección, que no voy hacia el norte, hacia Central Park, sino en dirección contraria. Bueno, da igual, me digo, recorreré la Quinta en esa dirección hasta que se acabe. Y cuando veo un reloj, cerca del edificio Iron, que a mí me parece el lomo de un delgado libro, uno de los más característicos de Manhattan, que marca las 8 AM, me digo que ese reloj está parado. Pero cuando veo un segundo reloj, en la acera, cuatro manzanas abajo, que marca las 8 y cinco minutos, me asoma la duda. Y un tercer reloj, antes de que llegue al número 1 de la Quinta, que marca las 8 y 10 minutos, hace que todo cuadre, o descuadre, en mi cabeza: el que no haya gente por la calle, el que las tiendas estén cerradas, el que la luz sea muy tenue, el que el tráfico sea esporádico, el que las madres lleven a sus niños al colegio y las amas a sus perros a pasear. Me he levantado a las 7 y media de la mañana y he mirado la hora de España. Bueno, tampoco es hunde el mundo, así tengo toda la mañana para aprovecharla. Y eso hago.

IMG_8865El Washington Square Garden, al que accedo tras pasar un arco del triunfo conmemorativo a cuyo pie hay una escultura del padre fundador George Washington, nada tiene que ver con ese parque que yo solía ver concurrido por vagabundos algo pasados de vino y cerveza en mis anteriores vistas a New York en verano. La nieve que cubre la plaza y los jardines los ha expulsado hacia otra parte de la ciudad. Tomo la destartalada calle Thompson, estrecha y con las aceras cubiertas de nieve que no han retirado y se ha convertido en peligroso y resbaladizo hielo, y me adentro en el Greenwich Village de casas de cuatro plantas de ladrillo, escaleras de incendio exteriores, locales comerciales y pequeños restaurantes como el Porto Bello, todos ellos cerrados. No hay un alma en la calle salvo mujeres sacando a pasear a sus canes con las patas cubiertas con calcetines. Nadie entrena en las canchas de baloncesto valladas que cubre la nieve. Un grupo de obreros negros remodela un cochambroso local. Quizá habría que remodelar toda la zona, asfaltar las bacheadas calles, limpiar las renegridas fachadas de las casas, cambiar las sucias y gastadas aceras. Hay bolsas de basura negras por todas partes, montañas de ellas, esperando ser recogidas, y sale vapor de agua, contantemente, de las entrañas de la ciudad, de las tapas de las cloacas, de los respiraderos del metro que uno siente pasar bajo sus pies, trepidando, como si lo hiciera a poco más de dos metros de profundidad.

IMG_8882Abundan las casas de ladrillo rojo en el Greenwich Village. Sobre la fachada de una de ellas un vistoso cartel que anuncia a una estrambótica actriz, Michelle Phan, y sus videos colgados en YouTube.

Hay cosas que siempre me llaman la atención de esta ciudad cuyo caos y ruido, incesante, sea de obras o de las sirenas de las ambulancias, coches de policías, o camiones de bomberos en frenética actividad, me recuerda bastante a Oriente: los tétricos sótanos cuyas trampillas metálicas se abren en las aceras y que desembocan, bajando empinadas escaleras, en lúgubres almacenes o son simplemente un vivero de suciedad adónde van a parar todos los desperdicios. Cada casa antigua del Greengich Village tiene uno de esos sótanos y siempre que veo las puertas metálicas abiertas y la escalera metálica que desciende a su fondo, no puedo de evitar tener alguna imagen, hija del cine negro, en la que alguna víctima es empujado escaleras abajo bajo golpeada con un bate de béisbol o un disparo. La de historias de muertes y venganzas que pueden contar esos tétricos sótanos, la de cadáveres descuartizados en esa entraña urbana que luego deben haber sido depositados en esas gigantescas bolsas negras en las aceras.

IMG_8907La calle Thompson cruza la concurrida Houston, una avenida con un tráfico considerable de camiones, y entra entonces en el Soho, momento que decido dar la vuelta, porque ya estoy cansado, y regresar al hotel por la Quinta pero por la acera opuesta, para variar el punto de vista.

La actividad de la ciudad es frenética ya a esta hora, próxima a las diez de la mañana. Los trabajos más duros de la calle los siguen haciendo, mayoritariamente los negros que han pasado de esclavos a mano de obra barata y poco cualificada. El neoyorquino nunca va a paso de paseo y siempre lleva una bebida en la mano, un perrito caliente, hasta un plato que va comiendo sobre la marcha, porque no se puede detener a saborearlo en una mesa casi nunca. El trabajo marca las pautas de vida. La comida no es un hecho cultural en casi ningún lugar de este país enorme y misterioso, lleno de contradicciones flagrantes. Se come para saciarse, así es que da exactamente igual que sea buena o mala la calidad de la comida o su sabor. Se come en la calle, mientras se camina, en los escalones de las oficinas, se come en el coche, mientras se conduce.

IMG_8911Veo un coche patrulla de la NYDP con la carrocería sucia, de no haberse lavado en una semana. No es una excepción ni en los coches de los guardianas del orden, que deberían velar por su maltrecha imagen, ni en el resto de la ciudad. Gotham no es una ciudad que brille por su limpieza, precisamente. Mientras recorro el asfalto maltrecho, que en las esquinas forma inevitables lagunas hijas del deshielo que el viandante debe saltar con pericia, me pregunto a qué destina el gobierno municipal de la ciudad los 3 dólares diarios que pago de impuestos como turista.

Hay aparcamientos de coche que ocupan un solar destartalado. Negocio mientras no sw edifique. Como no sobra el espacio en la antigua Nueva Amsterdam, los coches se elevan sobre plataformas metálicas, unos sobre otros, según van llegando, en un almacenamiento vertical de una ciudad que toda ella lo es, que crece hacia el cielo ya que ha agotado su espacio de solar.

IMG_8913Por una placita modesta, sin nombre, por la que paso, alguien ha utilizado esas enormes bolsas de basura negras que tiran en las aceras para que el camión las recoja, para hacer con ellas un gracioso muñeco. No les falta imaginación a los neoyorquinos, ni expresividad artística, que trabajan con los materiales de desecho más insólitos transformándolos.

Llegando al hotel, para descansar un rato de la caminata, me cruzo con un rebaño de rabinos judíos que deben de salir de algún centro religioso próximo. Suelen ser orondos, de aspecto físico imponente, largas barbas y bigotes enmarañados, van ataviados con traje sin corbata, largos abrigos y se cubren la cabeza con gigantescos sombreros de grandes alas. Van proclamando los judíos a distancia su credo y santidad en una ciudad en la que ellos se pasean con orgullo mientras los árabes no llevan chilaba ni sus mujeres velo desde que el 11S los demonizó.

IMG_8915En New York cada uno viste cómo le place, y ése quizá sea el signo más evidente de libertad, como cada cual pinta la fachada de su vivienda a su antojo, o se la construye como le da la gana, sin mirar de que encaje en el entorno. Hay personas que usan una indumentaria con la que parece vayan a concursar a un baile de disfraces. No importa. Nadie les presta la más mínima atención. Hay quien se tiñe el pelo de verde, de azul o de rojo. Normal, no destacan entre los demás, apenas concitan un segundo de atención.

Los vagabundos lo pasan mal en esta ciudad en invierno, pero no optan por trasladarse a otra de clima más benigno, Miami, por ejemplo, o retirarse a los albergues. Esos luchadores de la calle, que veo con sus colchones, sacos, maletas y carritos de la compra en esquinas, portales o en medio de las aceras, arrostran la dureza de una ciudad que en este tercer viaje no percibo amable. Seguramente soy yo el que ha cambiado y se ha hecho más cómodo, o es ese invierno que en la ciudad de los rascacielos se percibe como mucho más duro. Y mientras los veo tirados en las aceras, sin mucho ánimo de pedir limosna con sus vasos de parafina en donde tintinean los peniques, no puedo evitar recordar Midnight Cowboy y aquella pareja de amigos en la desgracia que formaban Dustin Hoffman y John Voight.

IMG_8916Los neoyorquinos hablan a todas horas. En una ciudad tan grande la soledad es un enorme hándicap. Así es que se enrollan con desconocidos, contándoles la vida, y no dejándoles marchar. O hablan constantemente por el teléfono móvil. No veo neoyorquinos con el periódico bajo el brazo, menos con un libro. Tampoco en la otra orilla, que conste. Pero esta vez veo muchos menos, una plaga que han trasladado a Europa, mientras ellos corren por las aceras haciendo footing, van a los gimnasios para estar en estupenda forma, enloquecen comprando comida macrobiótica.

Un restaurante italiano, Rocco Restaurant, muestra un letrero andrajoso, que se cae a pedazos. Otro restaurante, cuya fachada está pintada de amarillo chillón, anuncia los mejores pollos de la zona. Chicas chinas cruzan, ateridas de frío y con protectores de oído, la nevada superficie de Washington Square. Un vagabundo de rasgos orientales me lanza una mirada de desesperación. Un tipo con sudadera pasea a sus perros mientras consulta la pantalla de su móvil. Una chica atractiva pasea a su perro ataviado con ropa de camuflaje. Hay muchos perros y muchos dueños de perros, y ser perro no es una mala opción de vida en la Gran Manzana, porque todos ellos tienen un amo cariñoso que los cuida. Hay mucha gente que se juega el físico por las calles en bicicleta, repartidores incluso, en donde no hay carriles para ellos, pero no he visto una sola moto, ni una, y si Hummers de la guerra de Irak, u otros armatostes gigantescos de parecido aspecto, monstruos que aterrorizan por su aspecto externo, siempre pintados de negro, y que tragan gasolina a raudales.

IMG_8953En la 37, diez calles antes de que llegue a la 47 en donde está mi hotel, una chica elegante y soñadora, ataviada con un sombrero de ala ancha, cierra los ojos mientras espera que el semáforo de peatones vire del rojo al verde, y la hago mía con mi cámara. Ni un solo peatón hace caso de la luz roja, ni yo, como neoyorquino de pleno derecho que ya soy. La prisa. Y los coches suelen frenar para no atropellarlos.

Si uno mira, sin descoyuntarse el cuello, hacia los tejados de las casas lo normal es ver los enormes depósitos de agua allí situados. Asentados sobre un andamiaje metálico, para que no se caigan, parecen gigantescos toneles de madera terminando en una punta cónica. En las aceras de la elegante Quinta Avenida hay quioscos de desayunos, de perritos calientes y kehabs, de fruta industrial que tiene poco sabor. Se cruzan por las aceras ejecutivos de abrigo elegante hasta la rodilla con negros raperos que mueven cabeza y brazos al ritmo de la música que están escuchando por sus auriculares, ajenos al mundo que les rodea.

IMG_8955Por fin aparece, entre banderas de barras y estrellas que flamean, el edificio del Empire, el que pasaba por ser el rascacielos más alto de Nueva York, su atalaya, hasta que las Torres Gemelas lo desbancaron.  Ya estoy cerca. Ya mis pies lo agradecen. Me compensaré el madrugón y la caminata con una siesta reparadora.

Paso por el escaparate de una tienda que exhibe cascos bélicos decorados como si fueran obras de arte pop. Debieron de pertenecer a marines de las antiguas guerras imperiales de las que se libraron con honor hasta Vietnam. Aquella guerra desastrosa en Extremo Oriente marcó un impasse de aventuras bélicas que ya no se ganaron en Oriente Medio.

IMG_9008En el Madison Square Park un edificio con una cubierta picuda y dorada destaca junta a su vecina, una torre con un inmenso reloj. Ya arrastro los pies, más que ando. Una chica mulata, envuelta en un abrigo de pieles con capucha peluda, me mira con conmiseración. Cinco cruces más y cojo la 47. Las máquinas quitanieves pasan en todos los sentidos: están en guardia por posibles nevadas, la que me ha anunciado Marc Emmerich que caerá esta tarde.

Apenas duermo quince minutos en la cómoda cama de mi hotel. El ruido de las obras, los bocinazos de los camiones, las sirenas de los bomberos y el entusiasta discurso de Benjamín Netanyahu en el Capitolio me lo impiden. Acude el nefasto dirigente israelita vitoreado por los republicanos como si fuera el presidente de la nación cuando sólo es el del estado 49 de la Unión, porque eso es Israel para Estados Unidos, un estado más, y desgrana con cinismo un discurso catastrofista en el que nombra una y otra vez a Irán como amenaza nuclear y lo une al terrorismo internacional yihadista, al de Al Qaeda y el Estado Islámico, con el que nada tiene que ver el país de los ayatolás. Y lo aplauden a rabiar, como uno de los suyos, los congresistas norteamericanos puestos en pie, al tipo al que Barack Obama se niega a recibir porque es un peligro para la paz mundial.

IMG_9018 Medio repuesto de mi cansancio sí me acerco, después del mediodía, con un perrito caliente escuchimizado y con escasa mostaza, que pago a precio de oro por mi aspecto de turista, al Central Park, y hago la fotografía imprescindible al mítico Tiffanys de Desayuno con diamantes, y entro en la hortera Torre Trump, ejemplo de cierto tipo de millonario americano que se detesta en medio mundo, multimillonario al que bañarse cada día en millones de dólares no le ha afinado el gusto estético. Y tras esas dos paradas inexcusables, entro en Central Park cubierto por la nieve, con caminos helados y resbaladizos, hasta su pista de patinaje sobre hielo, y allí me quedo un instante, muerto de frío, viendo, con envidia, cómo evolucionan los patinadores sin caerse por esa superficie dura y resbaladiza.

A las 16 horas estoy de vuelta al hotel y Marc Emmerich no tarda en presentarse con su barba y su gorro de lana. Me pregunta si me apetece ir a ver una exposición clandestina en la calle 67, así es que nos ponemos a andar de nuevo por la Quinta Avenida, mi monotema de hoy, y bordeamos Central Park mientras nos empieza a nevar con ganas y las aceras se cubren de nieve polvo en un instante.

IMG_9027     La clandestinidad es otra de las características de la ciudad, imagino que heredera de la Ley Seca y ese cúmulo de garitos escondidos en librerías, tiendas de ropa o verdulerías. La que vamos a ver es art decorativo, una casa encantada cuyas habitaciones y sus muebles, inspiradas lejanamente en Edgar Alan Poe, son el eje inspirativo. Pero encontrar esa casa clandestina nos lleva tiempo, porque no damos con ella, y nos hace entrar, porque estamos ateridos de frío, en otra sala de arte, más convencional, en la que nos quedamos estupefactos cuando vemos colgados de sus paredes cuadros de Pablo Picasso, Joan Miró y Max Ernst sin medidas de seguridad aparentes a no ser que el encargado que hay en la puerta, que ni nos mira cuando entramos, tenga un kalashnikov a mano. Sin salir de nuestro asombro buscamos con nuevos bríos esa casa encantada hasta que damos con ella. Una casa de vecinos sin más a la que llamamos y una chica que nos abre. Somos los únicos visitantes. Así es que recorremos las estancias una por una, disfrutamos con un balancín que se mueve solo con ruido siniestro y está inspirado en Psicosis, recorremos una cocina muy luminosa en la que toda la comida es de plástico y admiramos una mesa de cristal cuyas patas son las de la escultura femenina, ataviada con traje de sadomaso, que la aguanta. La amable chica que nos ha abierto la puerta nos da un folleto que explica las escenas de la casa y en el que figuran los nombres de los artistas: Luxembourg & Dayan.

IMG_9117         Nieva con mucha más fuerza y las aceras son bastante impracticables, pero no nos asustamos. Cruzamos Central Park por caminos nevados y solitarios, para salir exactamente a la altura del siniestro edificio Dakota en donde asesinaron a John Lennon y Roman Polanski filmara La semilla del diablo. Ya es de noche cuando llegamos al Theater District, un complejo moderno en donde se dan cita la ópera, el teatro el ballet y cines, una especie de cuadrícula cultural. Y el frío intenso, la nieve que nos blanquea ya, nos hace buscar refugio en la cafetería del Rockefeller Center, enorme y concurrida, y recomponernos a base de chocolate caliente y un cruasán de almendras del día anterior.

IMG_9057       Todavía andamos más, por la calle Broadway, sorteando charcos helados que parecen sólidos hasta que el pie se hunde fatídicamente en ellos y comprueba uno en persona y de forma desagradable que esa superficie engañosa no se ha convertido todavía en hielo. Y esos lagos traicioneros están en, prácticamente todas las esquinas, en los pasos de peatones, para que estos se hundan en ellos. No he visto ciudad más llena de baches que esta salvo, quizás, alguna de la India. ¿En qué gastan el presupuesto municipal, me pregunto, si son incapaces de mantener en un mínimo estado de conservación calzadas y aceras de la Gran Manzana.

IMG_9037Andamos bajo la ventisca que nos mete los copos de nieve en los ojos hasta que tropezamos con una pizzería y devoramos nuestra cena acompañada de sendas latas de Coca-Cola: porciones de pizza y un pastelito hojaldrado de crema. A las 9 PM estoy en mi hotel mientras Marc Emmerich coge su metro que le lleva a Brooklyn. Y a las diez duermo plácidamente, con el canal de la CNN encendido que actúa como balsámico coro de fondo.

 

 

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