La “reparación moral” de Pedro Solsona. Historia de un asesinato.
Por Gonzalo Roy , 2 julio, 2014
Poco o nada entiende Pedro Solsona Garcés de lo que le ha ocurrido en los últimos días. El cuerpo dolorido por las palizas, el frío aprisionado en su interior desde que llegó al cuartel hace no sabe cuánto tiempo y el miedo que le fosiliza los sentidos desde que la Guardia Civil, comandada por el capitán Maximiliano Lobo, lo descuajó de su masía y de su familia, sin reparar en las súplicas de la mujer, ni oír el llanto de los cinco niños. Los ojos de marido y mujer acertaron a coincidir en el calvario antes de separarse a trompicones y aún le dio tiempo a Pedro a rozar la mirada de cada uno de sus cinco hijos, el menor de apenas unos meses, mientras se trastabillaba una y otra vez porque su atención no estaba puesta en el camino.
El hijo de Pedro Solsona muestra una foto de su padre
Poco o nada entendía Pedro Solsona Garcés cada vez que recibía un golpazo, un porrazo, un leñazo, un coscorrón, un topetazo, un cachete, un guantazo, una patada, un codazo o un culatazo del capitán Lobo en esa habitación húmeda de la comandancia de la Guardia Civil donde llevaba encerrado ni sabía cuántas horas. Maniatado, muerto de sed y exhausto por el dolor, el miedo y la incertidumbre. Le acusaban de “cómplice y encubridor de bandoleros” y él no sabía qué responder. Sí, los maquis habían comido en su masía cuatro o cinco veces, se habían llevado pan, harina, huevos y patatas, pagando siempre, no robando, pero a ver qué iba a hacer él ante una docena de hombres esculpidos en granito por la dura vida de las montañas y armados hasta los dientes. Les dijo que había dado de comer en el mismo lugar a la guardia civil en otras tantas ocasiones, y sin pagar, aunque no robando, claro está, pero esa parte no la querían oír en aquella habitación y un nuevo bofetón le sellaba la boca.
Poco o nada entiende Pedro Solsona Garcés cuando le suben a aquel camión junto al tío Manolo, su vecino y también masovero, para trasladarles a la prisión de Castellón de la Plana. Son las seis de la mañana de un recién estrenado mes de octubre de 1947 y viste las mismas ropas que cuando abandonó la labranza para acudir a la llamada de la Guardia Civil, incluso lleva una bufanda con la que se arrebuja del frío de la madrugada que no hiela tanto como su miedo. El traqueteo sacude su cuerpo molido, el silencio de la madrugada se rompe por el cambio de marchas brusco y raspado del camión y Pedro no entiende qué hace allí, no entiende por qué en la mirada del barbero de Vistabella, que había entrado en aquel cuartucho de tortura poco antes de su partida, descubrió el estupor y en su voz el atolondramiento al decirle que no se preocupara porque no era culpa suya que existieran los maquis y nada podía pasarle por eso. Igual que poco o nada entendió cuando, escasas semanas atrás, un guardia civil amigo le había recomendado que se marchara con su familia , que allí corría peligro, mientras se comía con otros dos compañeros una hogaza de pan con nueces a las puertas de la masía, un día de calor, en los mismos banquillos de madera donde se habían sentado otros días los maquis a reparar fuerzas bajo la luz de una luna mortecina.
Poco o nada entenderá Pedro Solsona Garcés cuando el guardia civil salte del camión que le traslada a la penitenciaría antes de que detenga por completo su marcha, a medio camino de Castellón, en medio de la nada, en el conocido como Coll de la Fenosa, cerca de Villafamés. Les harán bajar del camión más rápido de lo que su voluntad y fuerzas puedan y el masovero padre de cinco hijos, que no es de izquierdas ni de derechas, jamás entenderá, ni poco ni nada, no entenderá ni un mísero ápice, por qué le apuntan con el fusil y le descerrajan una ráfaga de balas que le dejará tendido en aquella cuneta sin comprender ni poder ver nada más que el odio que llena a rebosar al capitán Lobo quien observará con desdén la bufanda de Pedro en las manos de un subalterno, que se la intentará hacer llegar a su mujer y sus cinco hijos dos meses después de aquellos hechos, pero ni ella ni nadie querrá acudir en su busca jamás.
Poco o nada ya entenderá Pedro Solsona Garcés de la “ley de fugas” que le aplicarán al contar, con pulso oficial, que en su traslado a la prisión de Castellón saltó del camión en marcha junto a su vecino Manolo y, tras darle el alto, abrieron fuego para detener su huida. No entenderá cómo logrará esa hazaña con ese cuerpo descoyuntado. Igual que tampoco entenderá por qué él, hombre religioso por convicción y tradición, no recibirá sepultura y yacerá en una fosa común durante más de 20 años porque nadie reclamará su cadáver, ése que permanecerá varias horas abandonado en la carretera junto al tío Manolo y que verán los que viajan en el autobús camino de Villafamés y Castellón y que conocen de sobra a aquel masovero padre de cinco criaturas, la pequeña de meses, y que también han oído hablar del capitán Lobo, ni muy alto, ni muy fuerte, pero envuelto en odio y aficionado a la muerte.
Los que sí entendieron mucho, o todo, fueron el pastor Miquel Mallasén y su hijo, que aquella madrugada se acercaron al Coll de la Fenosa porque, según les dijeron, la Guardia Civil había apresado a dos maquis. Cautivos de su curiosidad, se atalayaron en un puesto cercano a la carretera donde se había detenido el camión para ver cómo acribillaban a esos desgraciados y apartaban sus cuerpos inertes para proseguir la marcha mientras el sol clareaba por el horizonte.
(Hay muchos Pedros Solsonas en España, de todos los colores y de todas las condiciones, y todos ellos merecen una “reparación moral” de su memoria, porque una sociedad sin justicia es, sencillamente, injusta tanto para sus vivos como para sus muertos y, como dijo Javier Moro, “la justicia, si es lenta, no es justicia”).
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