La segunda muerte de Federico García Lorca
Por Jesús Cotta , 7 junio, 2015
Estaba yo el mes pasado visitando Atenas cuando oigo en la radio nacional una noticia sobre Federico García Lorca, que en Grecia, por cierto, es todo una celebridad.
Si bien me alegró el interés internacional que el poeta sigue suscitando, me disgustó la politización que la noticia hacía de su figura.
Me refiero, en efecto, a la noticia, ampliamente difundida en España, según la cual un informe policial de 1965 prueba que al poeta lo mataron por masón, socialista y homosexual.
Para refutar tal idea es por lo que escribo este artículo: ni ese informe tiene fuerza probatoria alguna ni Federico era socialista ni mucho menos masón; sí que era homosexual, y esa condición no lo ayudó, pero tampoco lo acusaron por eso, sino por ser, supuestamente, un espía rojo.
En un hombre, como él, más libre que valiente y más espontáneo que ceremonioso, no sé qué es más absurdo, si acusarlo de espía rojo o de masón.
En el detallado y estupendo Los últimos días de García Lorca de Molina Fajardo, el masón granadino A. M. de la F. asegura que era masón Fernando de los Ríos, pero no Federico García Lorca y que en 1936 se dieron muchos nombres falsos de masones para poder acusarlos.
En efecto, como bien documenta Molina Fajardo, la familia de García Lorca no podía cobrar los derechos de autor por la obra de Federico mientras no se incoase su expediente en el Tribunal de Responsabilidades Políticas, así que en 1940 se abrió tal expediente y el abogado José Manuel Pérez-Serrabona, que luego sería alcalde de Granada, se encargó de la defensa del inculpado Federico. Tal expediente, el número 630, se recibió en el Juzgado Civil Especial en abril de 1940 y el caso se sobreseyó hasta 1946 a favor de la familia.
Como es lógico, el expediente contra el poeta no podía reconocer que su asesinato había sido injustificado y absurdo, porque, entonces, ¿qué sentido tenía incoar un expediente con un acusado y un abogado defensor?; así quelo acusó de socialista y añadió la acusación de masón, tan socorrida entonces. Y ambas acusaciones las desmontó fácilmente el abogado alegando que el acusado no tenía antecedentes masónicos ni había prueba alguna de su pertenencia y que, si bien tenía amigos de izquierdas, también tenía muchos de derechas (entre los que considero que se encontraba, por cierto, José Antonio Primo de Rivera) y, sobre todo, que el expediente carecía de validez porque no hay en él sentencia ni denuncia ni firma alguna. De esa manera, en el bando nacional se acababa reconociendo oficialmente que no había realmente causas políticas para matar a Federico García Lorca.
Años más tarde, la escritora francesa Marcelle Auclair solicitó al Ministerio de Asuntos Exteriores vía libre para conocer los archivos oficiales sobre la muerte del poeta y, dado que no había documento alguno en Granada, fue la comisaría de policía la encargada en 1965 de redactar un informe que no hace sino repetir más o menos las acusaciones del expediente anterior, el cual, a su vez, no hace sino recoger los rumores y prejuicios que sobre la nunca aclarada muerte del poeta había en Granada.
Ese informe policial no retrata, pues, a Federico, sino los prejuicios mayoritarios de gran parte de la España nacional y, sobre todo, la necesidad de politizar su figura, como hacía la izquierda en el exilio, para no tener que reconocer que, sobre todo durante los primeros meses de la guerra, en el bando nacional había tanto caos y terror e impunidad para matar a cualquiera como en el bando republicano.
Entonces, si Federico no era ni socialista ni masón, ¿cómo prosperó en 1936 una acusación tan descabellada y absurda como esa de que era un espía rojo al servicio de Rusia?
Encuentro para ello cuatro razones.
La primera es la impunidad de los acusadores por pertenecer a la ideología, digamos, correcta, sobre todo en el contexto de una Granada obsesionada con librarse de los enemigos que la sitiaban por fuera y la atacaban desde dentro.
La segunda es la indefensión en que en ese contexto de ortodoxias ideológicas queda una persona tan heterodoxa e inclasificable y libre de pensamiento y costumbres como Federico García Lorca, amigo de todos y autor de una obra que la derecha reaccionaria criticaba por indecente y que la izquierda marxista consideraba, en el fondo, burguesa, aunque intentaba apropiársela sin éxito.
La tercera es el prejuicio derechista de entonces (y de hoy) según el cual los intelectuales son todos izquierdistas y enemigos de la decencia y el buen orden.
Y la cuarta, y más importante a mi juicio, es que para los acusadores el objetivo no era el poeta, sino los falangistas más joseantonianos que lo tenían hospedado. Golpear al poeta era golpear y neutralizar a la Falange de José Antonio y medrar a su costa, porque había en el bando nacional una disputa entre la derecha revolucionaria de José Antonio, representada en este caso por los Rosales, y la derecha contrarrevolucionaria, la cual, a diferencia de José Antonio, no se había alzado para extender la revolución nacionalsindicalista, sino, entre otras razones, para acabar con todo atisbo de revolución.
La acusación, pues, de espía rojo no fue la causa de su muerte, sino la excusa para su detención. Lo más probable es que, aunque la acusación que provocó su arresto fuese política, las manos que lo asesinaron actuasen por su cuenta aprovechando la indefensión de un acusado que era, encima, homosexual, y la impunidad que les otorgaba estar en el bando correcto. Pero, sea como fuere, todas las acusaciones políticas que se hagan contra él, estén o no redactadas en informes policiales, no pueden politizar a un hombre cuya manera particular de conjurar el peligro de una guerra ideológica era reservar su simpatía a las personas, no a las ideas políticas que las enfrentan.
Dar crédito, pues, a las acusaciones absurdas con que desencadenaron su muerte es matarlo por segunda vez.
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