La Tortuga Roja.
Por Emilio Calle , 12 enero, 2017
Parece justo señalar que cuando Hayao Miyazaki anunció su retirada del cine, el lógico pesimismo que se extendió entre los aficionados a su cine también terminó por anegar, de forma injusta, a los estudios Ghibli, como si su nombre no pudiera sobrevivir al del gran maestro de la animación japonesa.
Y no es cierto.
No sólo el cine de animación sufrió una grave pérdida.
El cine en general no volverá a ser el mismo sin Miyazaki.
Pero Ghibli está dando muestras de que el arrojo que ha logrado que el suyo ya sea un nombre mítico por méritos propios, sigue intacto. Y aunque, como es el caso que nos ocupa, otras productoras también han participado en el proyecto, eso es sólo el preocupante síntoma de que una película como esta apenas encuentra financiación.”La tortuga roja”, debut del director Michael Dudok de Wit, es una obra tan deslumbrante que toda aproximación a ella parece quedarse en nada. Decir que es la historia de un naufrago y sus desventuras en una isla es reducirla a algo que no es, ni tan siquiera como posible sinopsis. Señalar la osadía de rodar una película muda de principio a fin (y lo es, ninguna palabra hace su aparición en momento alguno) la etiquetaría como una “rara avis” más, que como otros tantos títulos ronda lo experimental para exprimir una rareza o que se afianza en las virtudes de un actor y su solvencia (vamos, justo en la antípodas de la incontenible verborrea mental y oral de Tom Hanks en la isla donde Zemeckis lo dejó abandonado, aunque acompañado de un, a su manera, más que locuaz balón, que ni siquiera fue nominado a los Oscars como mejor secundario). Ahondar en una posible simbología sería caer en la sencilla trampa de las evidencias, cuando la honda tristeza que recorre el metraje rechaza lecturas simplistas de sobrecargados tintes ecologistas. Porque, y este es sin duda uno de los impagables legados que se le deben a Miyazaki, no se puede hablar de otra cosa que no sea de poética.
De una belleza sobrecogedora, todos los planos de esta película son, cada uno por separado, verdaderas maravillas. De trazo sencillo y colores de contadas vivezas, cada imagen se alza casi como un grabado, y no son pocos los momentos en los que uno lamenta la desaparición de algunos planos, tal es el hechizo que despiertan. Y por si este alarde de virtuosismo aun fuera poco, el guión es tan firme que cada secuencia no hace más que fortalecer la propuesta, y desde un principio adentrarse más y más en el territorio acotado de su propio lenguaje (baste señalar ese misterio inicial de saber qué fuerza o ente o animal marino impide una y otra vez, con un toque casi buñueliano, la salida del naufrago cada vez que intenta salir de la isla en una de las muchas balsas que construye, y que al ser resuelto hace que la película se adentre en territorios completamente inesperados). Al ser muda, no cabe esperar causas, explicaciones racionales, orígenes o referentes anteriores a esa tormenta en la que ha naufragado, cuyas aguas enfurecidas adquieren, ante esa falta de enclaves reales, un carácter maravillosamente metafórico (sólo la despiadada marejada inicial es sobrecogedora, y sin efectos especiales buscando lograr otra cima visual, un empeño del que parece imposible librarse). De hecho, una vez dentro de la dinámica de la obra, toda la película es una sucesión de metáforas, algunas osadas, siempre acertadas, otras quizás algo herméticas, aunque sin sobrepasar jamás el sosiego en la mirada de un director excepcional.
Habrá quien la acuse de lenta, y hasta de pretenciosa.
Pero nada puede erosionar la extraña reflexión sobre la vida y la muerte de esta hemosísima película que por una vez habla de todos nosotros sin tener que señalar a nadie en concreto.
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