La última noche, de Francisco Gallardo
Por Pedro Luis Ibáñez Lérida , 28 enero, 2014
La última noche posee unas cualidades visuales que alcanzan valores cinematográficos. Las escenas, sumidas en una atmósfera de cumplida y sobria elegancia, toman relieve y textura presentando la realidad andalusí
Insólita, hermosa y conmovedora. La obra orienta una mirada hacia alma que la desenfoca dentro del género de novela histórica y la circunscribe a una literatura del documento expositivo desde la conciencia y la acción de su personaje principal, Sarah Avenzoar. La memoria como elemento aglutinador de la trama argumental y el decurso de los acontecimientos que se suceden hasta el último instante, son dos mareas de un mismo océano, la pleamar y la bajamar. Dos mundos distintos, separados por el Atlántico, Sevilla y Marrakech que singularizan uno sólo, al-Andalus, en la biografía emocional y vivencial de la nieta del insigne médico Abu Marwan Avenzoar . En la primera, Sevilla, el despertar a la vida, la eclosión de la juventud, la madurez intelectual, la plenitud del amor y la asunción y significación del dolor y la muerte, que marcarán su sino. En la segunda, Marrakech, la sutil e incontenible decadencia física, las intrigas palaciegas, las desconocidas raices familiares y un sentir, en principio, amoroso y carnal, que da paso a la luz espiritual. En La última noche, no existen ecos insustanciales. Un rumor, inicialmente imperceptible, acompaña la lectura. Apreciamos su existencia conforme avanzamos. Es su incomensurable fondo lírico que, a modo de sereno estanque contiene vivaces peces de colores que morosamente deambulan por el fondo. Los presagios son contenidos y cierto misterio va decantando el destino generacional de una familia vinculada al poder califal, por el acervo de conocimientos médicos que atesora. Esta particularidad es fuente de alegría y tristeza. El poder no se congracia con la sapiencia. Toma ésta como una herramienta de control, supeditada al designio divino que aquel representa.
Los cálamos no están hechos para manos femeninas. Evoca la sentencia de su madre, Umm Amr, en el prefacio bajo el título La mirada del cervatillo –bellísimo inicio en el que podemos apreciar desde un primer instante de lectura, el aquilatado calibre de una literatura de vasta sencillez y definitiva introspección-. A la que Sarah Avenzoar responde: “Discrepo de su pensamiento“. La personalidad y el carácter de esta mujer, médico de mujeres y niños, que recibe la iyaiza -documento que certifica la habilitación del ejercicio de la medicina con el beneplácito de las leyes- de manos, entre otros miembros del tribunal que la examina, del mismo Averroes, revelan el pensamiento y criterio propio en el periodo histórico en el que, como tantos otros, la mujer permanece en la invisibilidad o emerge sólo como elemento secundario y accesorio. La sobrina del eminente médico y poeta Abu Bakr, es hija de su época pero no es conformista ni resignada. De ahí que asumiendo el rol que le ha tocado vivir por su posición social, no transija en los aspectos del conocimiento y la emotividad. Dunia, su abuela, la define en sentido admirativo, no sin cierta inquietud, “rebelde naciste y rebelde morirás“. A través de la escritura retrospectiva y reflexiva en primera persona, nos relata su biografía en unas memorias que inscribe en un manuscrito “está destinado al olvido o al fuego voraz en el caso de ser descubierto” y que, sin embargo tiene un único objetivo y fin, “Escribiré para volver a ser la niña que jugaba con el arco iris en el estanque de nuestra casa de Sevilla. Para que la anciana que voy siendo, no muera antes de tiempo“. Es el año 1195 de los cristianos y 589 de la Hégira -como bien gusta precisar al autor en ese rigor interpretativo de dos mundos en conflicto-, asentada en Marrakech, ejerce la medicina en el harén del califa. La amenaza cristiana contenida más allá de las fronteras de al-Andalus tiene su réplica en las tensiones internas entre almohades y almorávides.
Francisco Gallardo, que ya nos dejará el delicioso regusto por su anterior obra y opera prima novelística “El rock de la calle Feria” -bajo mi perspectiva una obra de culto que obtendrá su mayor reconocimiento conforme transcurran los años-, retorna con un pulso narrativo contemporizado, henchido de un placentero gusto por contar y un estilo subordinado a la voz femenina que lo alienta. Dotado de una riqueza expresiva inusual, logra encaminar al lector en la esencia de la mujer que con voz en off rumia la salmodia de su vida. El acierto en asignar a los capítulos la denominación de libros, y su atinado y preciso desenvolvimiento en titular los subcapítulos y su mesurada extensión, confortan al lector y lo invitan a no dejar el hilo de la narración. La última noche posee unas cualidades visuales que alcanzan valores cinematográficos. Las escenas, sumidas en una atmósfera de cumplida y sobria elegancia, toman relieve y textura en ese afán del autor por ofrecer la realidad andalusí con sus luces y sombras. Atendiendo a ello describe la envoltura de una sociedad refinada en sus modos y formas, pero condicionada en sus propios litigios religiosos, políticos y sociales. A sus conocimientos médicos derivados de su profesión, el autor suma su interés por la medicina de al-Andalus, de la que la obra se ve beneficiada con esa mirada descriptiva, anímica y fisiológica que transversalmente recorre los entresijos de la historia. Complementada por una exquisita gastronomía siempre bajo las hacendosas manos de mujer y otros detalles que nos ayudan a reconocer y comprender el modus vivendis de una sociedad que durante siete siglos engendró un florecimiento cultural cuyos lazos aún permanecen reconocibles en la actual Andalucía.
La ultima noche -Algaida Histórica. V Premio Ateneo de novela histórica- es un canto de expresión femenina, “Sentí pena en mi corazón. Acaso la vida sea sólo eso, contemplar cómo se van derrumbando las cosas que nos han rodeado“. El inventario de pérdidas, que antes fueron pertenencias inmateriales, se subraya como aspecto discrecional para aleccionar sobre la importancia radical de éstas: El amor, “Nuestras miradas se cruzaron y sentí un rumor de hormigas invadiendo mi cuerpo“; la honestidad, “Me pregunté la causa por la que esta vida se ensaña con los que llevan en su corazón el diamante de la honradez“; el afecto filial, “Tengo un pequeño como polluelo de perdiz, a cuyo lado quedó rezagado mi corazón“; los infundios, “El brillo de oro se convierte en arena de lodo cuando pasa por la boca de la gente“; el arrojo y la aventía, “Al fin y al cabo, la vida que no se pone en juego por una causa hermosa, es una existencia inútil“; el dolor, “Pensé entonces que el mundo es un tablero de ajedrez en el que las casillas blancas de nuestras vidas se completan con las casillas negras de los ausentes“; la sapiencia, “Escuchar para suplir la ignorancia es costumbre rara entre los hombres“y esa especial relación con los libros que nos acompaña de principio a fin con continuas referencias bibliográficas, que contrasta con la zafiedad y embrutecimiento del poder, como lo fue la quema de libros de Averroes en Córdoba y que Abu Bakr sostiene como triste presagio, “La palabra quemada sólo trae desgracia“. Una obra en la que el autor confiesa, en el pensamiento de Sarah Avenzoar, la sentencia con la que otros, como es mi caso, nos sentimos identificados, “He podido admirar el coraje eterno de las hembras, ocupadas en perpetuar el mundo mientras los hombres se empeñan en destruirlo. (…) El destino de las mujeres es el futuro de los hombres. Antes de morir les pido que bajen de las almenas y de los pulpitos. Para que, aunque sea por un solo día, entiendan que la vida está en otro lado. Con las criaturas que dan luz, espejos y estrellas“. Quizás por ello, en ese cumplimiento del ritual de los afectos, Francisco Gallardo dedica el libro al recuerdo póstumo de sus padres. Y en el caso de María, su madre, en el deseo de memoria eterna que contienen personajes como Sarah Avenzoar. Tal vez porque “no existe ser humano capaz de poner nombre a su existencia” pero sí a la ficción de las que procuran obras de tanta hermosura como ésta. En cuyo último subcapítulo, La última noche en esta tierra, exorna de sublime elegancia y tono íntimamente elegiaco la constatación de una obra de plena fecundidad lírica y literaria.
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