La vida de los otros
Por Oscar M. Prieto , 9 abril, 2021
“El caminante, alguien que no era yo, porque lo estaba viendo desde mi casa”. Así comienza Ángel González su “Historia apenas entrevista”, para aclarar al lector que él no es el caminante o, quizás, para decir negando que es él mismo el protagonista. En tiempos de oscuridad es difícil saber quién es uno, es recomendable que los demás no lo sepan.
Se puede oler en el viento cuando la tormenta está cerca. Negros nubarrones se avecinan cuando el autor considera un peligro rebelar su nombre y oculta lo que dice de tal manera que no parezca lo que es. Copérnico, cuando desplazó a la tierra del centro que ocupaba y colocó en el centro al sol, tuvo buen cuidado de presentar su libro como una simple hipótesis y retrasó su publicación hasta que la muerte ya venía a buscarlo para llevarlo consigo de la mano y se sintió libro del abrazo ejecutor y de la hoguera. Fueron muchos los que creyeron necesario proteger su identidad bajo seudónimo y ocultar así bajo lo falso las verdades que decían. Hubo quienes, en el mismo prólogo, tuvieron que alejarse de sus obras, renunciar a su paternidad, mintiendo al decir que ellos sólo las habían encontrado bajo unas tablas, en algún desván o entre las ruinas. Cuando ninguno de estos subterfugios fue posible, algunos recurrieron a publicar en países donde el cerco aún no se había estrechado. Ideas revolucionarias, libres, tuvieron que cruzar con nocturnidad fronteras como contrabando. Así ocurrió, por ejemplo, con la Enciclopedia.
Puede parecer que esto pertenece a tiempos pasados, superados, cuando los inquisidores y totalitarios -vienen a ser lo mismo- perseguían el menor atisbo. Cuando las quemas de brujas y de comunistas, de judíos y librepensadores, de herejes y de disidentes. Tiempos en los que era delito lo que no lo era, cuando desde el poder se alentaba la sospecha y se transmitía que todos, cualquiera, eran en principio culpables, hasta que no se demostrase lo contrario. Lograda esta atmósfera asfixiante, resulta relativamente sencillo para el tirano, la iglesia o el partido vanguardia el control absoluto. No necesita ni siquiera ordenarlo, por propia iniciativa, por miedo, cada súbdito se convierte en policía del vecino y cae en la trampa de que delatar al otro le salva a él mismo.
Y todo esto, porque el jardinero, alguien que no era yo, regó la lavanda, las zinnias y las dalias recién plantadas, antes de partir.
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