La vida secreta de Dionisia Calvo
Por Redacción , 18 junio, 2014
Dionisia Calvo acabó buscándose la vida de un modo diríase que insólito: quiso comerciar con artículos para la toilette masculina.
En 1976 el cadáver de Franco todavía estaba caliente, los símbolos exilados regresaban a España en loor de multitudes, The Alan Parson Project sacaba el álbum Tales of Mystery and Imagination y Los Chichos No sé por qué.
Dionisia Calvo Pascual contaba entonces cuarenta años.
Fabricaba y pretendía distribuir.
Artículos para la toilette masculina.
Habrá que contextualizar en mayor detalle. Dionisia trataba un tipo de artículo en un tiempo y país (España, años 70) en el que nadie imaginaba que los hombres pudiesen utilizar para su toilette otra cosa que Varon Dandy. La población salía de un letargo de cuarenta años en los que la noticia más relevante concerniente al mundo de la cosmética masculina fue la importación —cuando se trajo desmontado el Templo de Debod de Asuán a Madrid— de una partida de estiércol pulverizado de cocodrilo que servía para eliminar manchas cutáneas.
En la vida de Dionisia se había cruzado un libro antiquísimo titulado Manual de mujeres en el cual se contienen muchas y diversas recetas muy buenas, lleno de recomendaciones sobre la preparación de cosméticos. Por ejemplo, describía con minuciosidad cómo amasar las mezclas de polvos a base de galena y plomo que realzaban la negrura de las cejas, y hasta el procedimiento para ser aplicado correctamente mediante una especie de técnica de tatuaje medieval. Otro método muy eficaz, en este caso para hidratar el cutis, era la aplicación antes de acostarse de una pasta hecha con miga de pan empapada en leche de burra. Al ir ampliando sus investigaciones sobre un tema que cada vez le fascinaba más, Dionisia llegó a recopilar, por ejemplo, la receta de las barras de cera depilatoria bintsuke que utilizan los luchadores de sumo. Pero el gran descubrimiento que trastocaría su vida fue el aesypum, un extracto del sudor de los carneros.
Canicosa de la Sierra era el nombre del pueblo en el que Dionisia Calvo había encontrado el libro, y al que acudió a por los primeros «sudores». Madrid era la capital donde nació, creció y está por ver si morirá.
Pascual Camarero Pascual era el nombre de su marido.
Tenían una hija, Carmina.
Hasta ese año crucial del 76, en España no se divorciaba nadie. Si el matrimonio salía rana tenías que comerte la alianza con patatas. Pero la corriente de democracia que respeluzaba la sufrida piel de toro traía consigo fragancias a divorcio, a igualdad de oportunidades, a transcendencia de géneros, filiaciones políticas, recursos económicos o preferencias sexuales. Fragancias, en definitiva, a libertad. Dionisia Calvo, como tantas mujeres y hombres que no conocieron otra cosa que las penurias físicas (y sobre todo morales) del franquismo, soñaba otra vida.
Digámoslo ya, Pascual Camarero no era precisamente un dechado de virtudes. Tampoco lo contrario. Era un hombre como el uniforme policial de aquellos tiempos: gris. Ambos, Dionisia y Pascual, nacieron de emigrantes. Se habían conocido al compás de un pasodoble en las fiestas patronales de Carnicosa, y en Madrid continuaron viéndose los años en que él estudió para sacarse una plaza en la Administración Pública y ella esperaba a cumplir los dieciocho en el Instituto. Caminaban de abajo arriba parte de la calle Alcalá y toda la Gran Vía, los sábados por la tarde.
A Dionisia le hubiese gustado cursar alguna carrera científica, quizá Químicas o puede que Biología. Su asignatura favorita había sido Ciencias Naturales, y a menudo recordaba las prácticas de laboratorio, cuando de la mezcla de un ácido y una base podía surgir una sal espectacular azul marengo o rojo carmesí… quizá porque coloreaban su imaginación, y su anhelo más secreto. Le fascinaba que de anodinos reactivos salieran esencias extrañas y cristales maravillosos que en algo recordaban a los frasquitos de perfumes que siempre venían de París y Londres. Pero el matrimonio se interpuso, o mejor dicho la sociedad de entonces se interpuso, entre ella y un anhelo que nunca llegó a florecer, al menos hasta el trascendental año de 1976, cuando fortuitamente desempolvó un antiquísimo libro en el desván de la casa que fuera de sus abuelos, mientras buscaba antiguallas.
A Dionisia lo que realmente le atraía del asunto no era el propósito de los cosméticos sino la química que entrañaban sus preparaciones. En una tienda del barrio de la Latina regentada por un señor de bata azul que sólo al moverse se distinguía del resto de cachivaches que colmataban el espacio, Dionisia repasaba con la vista y pasitos cuidadosos las etiquetas desvaídas pegadas a los tarros de color topacio: bismuto, tintura de benjuí, tornasol, bergamota… Lo prefería así, y puede que el tendero también, sin palabrería. Dionisia disfrutaba con la búsqueda en sí, sorteando con la vista los cuadros y fotografías apenas reconocibles que se interponían entre los tarros, rozando con sus yemas las estanterías y hornacinas abigarradas, repletas, además de por los frascos, de latas metálicas de gran variedad de formas y tamaños pero todas con el común denominador de lucir con orgullo un óxido naranja en las esquinas y remaches. También había botellitas sin etiqueta ni edad, y objetos impensables, como esa muñeca de rizo gris y un sólo ojo abierto. Dionisia se convirtió en una cliente asidua y, así fue cómo, poco a poco, la habitación del piso que utilizaban de trastero se fue reconvirtiendo en un laboratorio clandestino. La tabla de planchar, la bicicleta estática (doblemente estática porque nunca nadie la puso en movimiento) y los incontables trofeos de mus de Pascual fueron cediendo espacio a los tesoros que Dionisia traía del Rastro o su adorable colmado. Sobre una de las paredes, por ejemplo, había colgado un enorme planisferio amarillento, con las constelaciones principales y diagramas laterales en los que se explicaba la circunvolución de las luminarias con todo tipo de información inútil. Envuelta en aquella atmósfera irreal, a la luz de un candil y con la ayuda de un mechero de alcohol, Dionisia disfrutaba creando lo que, según el libro, eran perfumes y cosméticos para señoras, y según ella lo eran para el alma.
Pascual solía quedarse a tomar unas cañas con los colegas después del trabajo, y Carmina estaba a punto de graduarse en el Instituto. Dionisia era lo que se viene a llamar un ama de casa (un eufemismo tras el que ocultar significados menos lucidos). Pero ese año, con la irrupción en su vida de la democracia y el laboratorio, Dionisia se sentía excitada como no recordaba, sin poder precisar la causa ni tan siquiera el tipo de excitación. Era como si una sal arcana de color y olor divinos se estuviese precipitando en su interior, haciéndole cosquillas en los tuétanos.
El 15 de junio de 1977, a la indefinible excitación de Dionisia se le unió el acontecimiento, tangible, de introducir por primera vez su voto de papel en una urna de cristal. Carmina también andaba excitada. Aababa de graduarse y estaba a punto de dar el salto a la universidad, por aquel entonces un hervidero político. En cuanto a Pascual… Pascual Camarero sólo se excitaba jugando al mus, o en el Bernabéu y mayormente contra el árbitro.
Dionisia había dejado un frasquito con una de sus lociones en el cuarto de baño, y Pascual, tras olerlo con curiosidad, se lo había aplicado a modo de aftershave mediante las típicas palmaditas de aquellos tiempos. Lo de menos fue el efecto suavizante sobre la epidermis, lo de más fue el efecto suavizante sobre su persona por entero.
Pascual invitó a Dionisia a salir a tomar un vermú para celebrar el triunfo de UCD, aunque ninguno tenía mucha idea de política. Descascarillaban gambas, hablaban, chupaban cabezas, se reían, sorbían vermú rojo, discutían de política… Como tantos otros matrimonios con un par de décadas a las espaldas casi habían perdido esa costumbre, la de hablar y reír. Pero ese día, no sólo hablaron y rieron sino que además se amaron en el Renault 12, en un descampado y con Dionisia encima, acoplada al ritmo de los amortiguadores, no tan cooperantes como los del 2 caballos de su primer coche pero casi.
Cuando Carmina los vio entrar en casa de la mano se sorprendió, y con el piquito creyó estar alucinando. Les preguntó qué pasa con más de pasmo que de interés y le contestaron que nada. La pregunta, no obstante, seguía sin contestación también en la cabeza de Dionisia. ¿Qué pasa?
Lo que pasaron fueron varias semanas, hasta que Dionisia relacionó de modo empírico el cambio de Pascual con la loción. Matemático: el día que se la aplicaba preparaba el desayuno o la llamaba desde la oficina para invitarla al cine después del trabajo…. ese día su olor a rancio se trasformaba en fragancia de eucaliptos.
Dionisia Calvo Pascual era una mujer en posesión de un descubrimiento transcendental.
Pascual Camarero Pascual era su marido, un hombre.
Carmina Camarero Calvo era su hija, una mujer.
Dionisia comprobó concienzuda e irrefutablemente que el efecto de su preparado sólo afectaba a Pascual, de donde dedujo que su descubrimiento afectaba exclusivamente a los hombres. Y así fue cómo nació la idea de dedicarse a la toilette masculina.
Porque Dionisia había decidido transformar el mundo.
Con sus lociones a base de sudor de carnero.
La demanda de aesypum no era muy elevada, tampoco su oferta. Tras acabar con el del colmado y hasta con el de toda la capital, Dionisia comprendió que para llevar a cabo sus planes, para implementarlos a una escala que en su imaginación transcendían Madrid y hasta España, iba a necesitar cantidades muy superiores a las existentes en el mercado.
Ese verano Dionisia visitó los rebaños y habló con los pastores de Carnicosa. Supo que el sudor ovino queda adherido a las lanas en forma de pequeños cristales ambarinos, parecidos a los granitos de azúcar moreno. También que un único carnero sirve para ser cruzado con aproximadamente cincuenta ovejas, un dato que la sumió en el desaliento por el bajo número de carneros.
Pensó en viajar al hemisferio sur, a Australia o Argentina, pero tengan en cuenta que estamos hablando de la España del 77, cuando casi nadie había montado en avión (mucho menos rumbo a las antípodas). Tampoco podría dar una explicación convincente a semejante extravagancia. «Pascual, necesito visitar los grandes rebaños del hemisferio sur para volver con lo que te convierte en un hombre de verdad». ¿La creería? No.
¿Y Carmina? Tampoco. Su hija vivía en una burbuja espacial y temporal. La democracia y la universidad se amalgamaban con sus 18 añitos de modo casi irreal, maravilloso. Carmina Camarero Calvo había heredado de su padre un chorro de sangre encabritada, y de su madre los ojos soñadores y la pasión por los gatos. Dionisia la veía salir todos los días abrazada a panfletos y prisas por comerse el mundo… tan diferente a ella en su día. Pero al igual que su hija, Dionisia ahora (tras hacer las camas, recoger la cocina y poner una lavadora) también soñaba con comerse el mundo, en secreto y en el cuarto de los trastos. «Tengo en mis manos nada menos que el modo de lograr una sociedad mejor, más cariñosa, mas igualitaria, más…», se repetía como un mantra, emocionada, mientras molía polvos y mezclaba ungüentos. «Parezco una bruja, pero buena». Deseaba ayudar a hombres y mujeres a escapar de la inercia del machismo recalcitrante que les impedía florecer; quería evitar el hundimiento colectivo en las arenas grises y movedizas de sí mismos.
Definitivamente no podía permitirse la excentricidad (mucho menos el gasto) del viaje transoceánico. Lo prudente, razonó, era dosificar el aesypum disponible para pasar un buen invierno.
Fueron meses de darle vueltas y más vueltas al tema, de visitar bibliotecas y de consultar enciclopedias (recuerden que por aquel entonces no existía internet) recabando información sobre el mundo ovino, al cabo de los cuales acabó obsesionada con una práctica en desuso, como don Quijote, sólo que a ella en vez de por la caballería andante le dio por la trashumancia. Únicamente siguiendo a los grandes rebaños en sus viajes a través de la Meseta, pensaba, desde las dehesas extremeñas hasta la Cordillera Cantábrica, de invierno a verano, podría conseguir las cantidades de aesypum que su proyecto requería.
—¿Qué? —fue todo lo que Pascual profirió cuando Dionisia le dijo, un domingo del mes de marzo del 78 mientras apuraban el Cinzano, que se iba a hacer la trashumancia.
—Es la cañada que va de Badajoz a Burgos…
—¿Pero a ti te ha sentado mal el vermú o qué? ¿Se puede saber qué tontería es esa?
—Mira Pascual, ya lo tengo apalabrado con los pastores…
—¡Con los pastores!
—Son de Carnicosa…
—¡Me cago en la democracia!
Dionisia jugaba con ventaja porque se había preocupado de que Pascual se aplicase esa mañana una buena dosis de «suavizante», de hecho la última, la que guardaba para el día en que tuviese lugar la conversación que estaba teniendo lugar.
—Pascual, son gentes que conocemos…
Pascual dijo que iba al servicio y Dionisia se quedó en la barra resoplando. Si esa era la reacción con suavizante, no quiso ni imaginar lo que hubiese sido sin él. No obstante, era comprensible. Les contemplaban veinte años de matrimonio sin sobresaltos, y el asunto tenía mal andamiaje.
—A ver —dijo a la vuelta un Pascual que parecía haber meado el arrebato inicial—, por favor, explícate.
Dionisia se maravilló una vez más ante aquella exhibición de los efectos mágicos de su descubrimiento y prosiguió:
—Necesito conseguir un producto ovino en grandes cantidades para montar un pequeño negocio de toilette masculina.
—¿Tuaqué?
—¿Me negarás que el aftershave es una maravilla?
—No sé en qué idioma me hablas, Diony.
—¡La loción del afeitado! —Pascual asintió desconcertado—. Pues es una colonia a base de aesypum…
—Y ahora en latín.
—Sudor de carnero.
—Sudor de… joder, joder.
—Yo también quiero contribuir a la economía familiar.
El golpe de efecto de extraer el venerable libro del bolso, junto con la posterior de mostrarle el cuarto de los trastos reconvertido en el laboratorio de un alquimista, obraron el milagro. No era permiso lo que Dionisia buscaba (mucho menos en la flamante democracia aconfesional) sino comprensión.
Los pastores asintieron tras recibir una explicación sobre el posible potencial económico de sus rebaños y un jamón para el viaje. Y puede que la tensión inicial se relajase cuando Dionisia se ofreció para realizar la castración del segundo carnero nacido. Tal y como lo había visto hacer con el primero, practicó un pequeño corte en la base del escroto con un cuchillo al rojo, presionó ambos testículos hasta que emergieron fuera de la bolsa testicular, los agarró y los cortó de un tajo certero. Sólo se dejaban sin castrar los carneros con los testículos más grandes y las orejas más pequeñas. «Son para lo que son»fue la contestación que recibió al interesarse por esos detalles anatómicos.
El rebaño avanzaba como las amebas que alguna vez Dionisia vio a través del microscopio, lanzando descomunales protuberancias que se reabsorbían para dar lugar a otras nuevas. Constituían un coloso amorfo, con más de líquido que de sólido, y fluían dejando un manto de bolitas negras en el lecho de un río invisible.
Siempre que le era posible, Dionisia atraía a los carneros con la piedra de sal o un trozo de pan duro, para con mimo comenzar a recolectar las diminutas gemas. Su promedio era de un animal por día. En mañanas soleadas, algunos ejemplares eran inmovilizados para ser esquilados, lo que facilitaba su labor. No buscaba los cristalitos con la vista sino al tacto, y por las noches se dormía repasando una vez más los vellones con los ojos cerrados.
Los fines de semana recibían la visita del Renault 12 de Pascual, malencarado hasta que Dionisia conseguía, con la excusa de la protección solar, que se aplicase una crema que preparaba ella misma con Nivea y sudor fundido de carnero. Mano de santo.
34 días, 600 km, 5 provincias, 6 cañadas reales, y un saquito de sudor más tarde, Dionisia completó el periplo en compañía de don Primitivo, don Onofre, un intimidante mastín llamado Lupo —con un no menos intimidante collar de pinchos, dijeron que por si en las sierras de Ávila aparecían lobos—, un perrillo canela que se pasaba el día corriendo alrededor del rebaño y respondía a los silbidos de don Primitivo y al nombre de Tín, y un rebaño en la escala del millar.
Quizá nunca se valoró en su justa medida aquella aventura de un ama de casa que en el año 78, para recolectar el producto con el que iba a revolucionar el mundo, realizó la trashumancia más larga de Europa durmiendo a la intemperie al lado de un par de viejos, otro par de perros y un mar de ovejas, ataviada con la versión original de las Chirucas, un hule y una manta maragata.
En el otoño del 78 Dionisia estaba preparada. Los cientos de frasquitos del aftershave con los que iba a iniciar su revolución se hallaban perfectamente etiquetados y embalados en cajas de cartón.
Como todas las mañanas, Pascual se aplicó la loción que habían bautizado como New Varon. Esa noche volvió tarde del trabajo después de tomarse unas cañas con los amigos, pidió la cena, se quejó de que la sopa estaba fría, se levantó de la mesa y se fue al salón a ver la tele. Dionisia no daba crédito. Casi había olvidado lo que, antes de su descubrimiento, creyó irreparable.
Fueron días llenos de angustia, hasta que dio con la respuesta a lo sucedido: las botellitas con el producto preparado por su marido e hija no funcionaban. No lo entendía, pero era proporcionarle a Pascual una de las que había preparado ella y el hombre evolucionaba, y era darle una de las otras y el hombre se retrotraía a la prehistoria.
El descubrimiento que siguió al descubrimiento original fue incluso mayor: ¡no hacía falta el aesypum! La colonia sin más, incluso mera agua, cuando era ofrecida por Dionisia surtía efecto.
Para su marido e hija, toda la aventura del New Varon era un posible negocio; en cambio, para ella era el elixir que provocaría el salto a un nuevo paradigma en la relación entre hombres y mujeres: más igualitaria, más evolucionada…era árnica para una sociedad oprimida, machista, desigual…
En el cuarto de los trastos Dionisia lloró, el día que conoció al novio de Carmina. El muchacho, también estudiante de periodismo, se probó la famosa loción de la que hablaban y, tras los postres, se reunió con Pascual en el tresillo para fumar y ver la tele. «Carmina, cuando puedas me traes el café, ya sabes, cortado con la leche hirviendo». Esa frase atravesó el corazón de Dionisia como un florete. Esa frase tumbaba su revolución, destruía el sueño de un laboratorio destinado ahora a convertirse en polvo, en humo, en sombra, en nada.
Con la participación de varias amigas y vecinas constató la tragedia. Ninguna había notado nada especial, ni con sus lociones ni con las de Pascual o Carmina. Una, si acaso, reportó que su marido se había quedado dormido durante la segunda mitad del partido del Madrid, algo bastante insólito.
La aventura de Dionisia Calvo con la toilette masculina, no obstante, no murió ahí. Dionisia acabó por averiguar que lo que preparaba en el cuarto de los trastos eran botellitas llenas de la más sutil y valiosa de las esencias, y que acabó por resumir en la palabra amor, la única que aglutinaba lo que sentía hacia la persona que envejecía como ella y, como ella, lo hacía sin florecer.
Fue aquella irrupción súbita de democracia y esperanza externa e interna, aquel borbotón de alegría en la vida de Dionisia lo que de verdad había contagiado a Pascual y salvado su matrimonio.
También Pascual sufría por no poder hablar con su esposa más allá del precio del lenguado, el temporal de lluvia o la muerte de algún conocido de Carnicosa. También él, con la llegada de la democracia, quiso revertir la tendencia. Por eso se tragó el orgullo y accedió a que se fuese a hacer la trashumancia, y por eso la animó a seguir adelante con el negocio de la toilette masculina, incluso se involucró en la preparación de las lociones. Porque aquel sudor de carnero y aquel cuarto de los trastos le estaban devolviendo a la mujer de la que seguía enamorado pero ya casi no reconocía.
En su barrio, entre sus vecinos, familiares y amistades, Dionisia Calvo pasó a competir con las vendedoras Avón, con productos que preparaba ella misma en lo que dejó definitivamente de ser el cuarto de los trastos para convertirse en el alambique donde hacía realidad sus sueños. Puede que todo el asunto no fuese otra cosa que una excusa para poder hacerle llegar a la gente, junto con cada crema y cada colonia, unas gotas de la sabiduría que había destilado de la vida. Le gustaba contar su aventura trashumante para explicar que los únicos cambios que de verdad perduran son los que salen de dentro; al contrario que los cosméticos, pues éstos vienen de fuera. Dionisia distribuía untos faciales, pero el regenerador del alma lo entregaba con su presencia y palabras. Y puede que así —un poquito más lento de lo que había imaginado— Dionisia esté cambiando, uno a uno, el mundo.
En la tele anuncian La vida secreta de Walter Mitty, una película en la que un hombre gris sueña con conquistar a una mujer bandera haciendo cosas extravagantes.
—No es eso —repite Dionisia negando levemente con la cabeza y acariciando la gatita atigrada que se acurruca en su regazo.
—Quizás el Walter ese también necesite salir a buscar sudor de carnero para darse cuenta de que no sirve para nada —añade Pascual, sentado a su lado, mientras acaricia a un tiempo la gata y la mano de su mujer.
Dionisia y Pascual ríen. Y saben, sin decirlo, que hoy también hacen el amor. Porque en el 78 ya descubrieron que setenta y ocho años son nada, cuando uno florece por dentro.
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