La voluntad de un pueblo
Por José Luis Muñoz , 16 septiembre, 2014
Muy mal haría Mariano Rajoy y el gobierno central en desoír el clamor popular del pasado 11 S en Barcelona. Un millón ochocientos mil, un millón, o quinientos mil catalanes, según el conteo del medio y su adscripción ideológica, disciplinados y en perfecta formación, describieron una V espectacular con su senyera humana. No estaban todos los catalanes, en efecto, pero, de alguna forma, los que salieron a la calle y formaron a las 17:14 la gigantesca bandera de Cataluña en la Diagonal y en la Gran Vía lo hicieron por todos los que queremos votar en esa consulta soberanista en la que se han ido, desde mi punto de vista, demasiadas energías que deberían haberse ocupado de otros asuntos. De una forma (consulta no vinculante) o de otra (elecciones anticipadas plebiscitarias) las urnas saldrán a la calle el 9 de Noviembre y eso debe de ser asumido por el gobierno central. El movimiento pro consulta, en los actuales momentos, es ya imparable y torpedearlo sería un craso error. Activando el escándalo Jordi Pujol en fechas tan significativas—la UDEF pisaba los talones a la familia desde hacía mucho tiempo—creía el gobierno del PP torpedear el 11 S y se equivocó de plano. La deslealtad de uno de los máximos epígonos del nacionalismo catalán se lo ha llevado a él y a los suyos a la cloaca de la historia, pero no ha tenido influencia en la fiesta reivindicativa.
Somos muchos, en Cataluña, los que pensamos que mejor nos iría seguir unidos a España, sobre todo ahora que empieza a verse la salida del túnel con la posible debacle del PP en las próximas elecciones municipales y generales. No creemos, en absoluto, que la independencia de Cataluña vaya a traer el bienestar de sus ciudadanos, sino más bien su empobrecimiento, ni consideramos cabal romper lazos culturales con el resto de España, a la que hemos estado unidos durante tantísimo tiempo. No nos han explicado, seguramente porque tampoco lo tienen claro, las fuerzas políticas independentistas—que no hay que confundir con las partidarias de la consulta—qué pasará el día después de esa hipotética independencia, cuál va a ser la relación con España y Europa, cómo vamos a gestionar nuestras fronteras, si habrá que pagar un ejército—con qué, me pregunto—, una marina de guerra, y quién va a financiar un endeudamiento brutal que se suma al que ya se tiene. No se nos ha dicho cómo se va a gestionar la sanidad—las recetas en ese terreno de Artur Mas pueden calificarse simple y llanamente de nefastas: 25 € por ir a urgencias; 1€ por receta—, la seguridad social y quién va a pagar las pensiones—¿un país extranjero llamado España? —. Pero a pesar de todo hay que votar.
Es muy difícil, desde la política, la gestión de los sentimientos y las emociones, y eso es lo que ha aflorado este 11 S y los precedentes. Muchas veces en Cataluña se ha tenido la sensación de no ser queridos por el resto de España. Esta mala relación institucional se ha ido tensando a lo largo de los años por la torpeza de ambos. Le ha faltado a España voluntad integradora a la hora de acoger, como propias del bagaje cultural patrio, las lenguas de las comunidades: el gallego, el vasco y el catalán. Por todos los medios el gobierno central ha intentado inmiscuirse en las competencias de la Generalitat—sobre todo en las de educación—y ha torpedeado un Estatut validado en referéndum y por el Parlament de Catalunya que no difería en nada al de otras comunidades autónomas. Y desde Catalunya, desde muchos años, se ha ahondado en el hecho diferencial catalán contraponiéndolo al centralismo español, uno de los estados menos centralistas de toda Europa, por cierto, para preparar a la sociedad para este momento, y se ha construido toda una épica libertadora sobre una manipulación de la historia: 1714 fue simple y llanamente un conflicto dinástico entre austracistas y borbones en el que Cataluña, al alienarse con el archiduque Carlos, perdió sus privilegios.
Desde España se tiene una visión sesgada y no se comprende Cataluña. Caen mejor los vascos, a pesar del terrorismo que ha estado imbricado en su reivindicación nacional—¿A quién debemos dejar de matar para ser más simpáticos que los vascos? ¿Cuántos atentados debemos dejar de hacer en Madrid o en Sevilla?, fueron algunas de las brillantes frases del presidente Jordi Pujol al respecto—, que los catalanes, quizá porque los primeros hablen un castellano perfecto y estos últimos lo hagan con acento. No hay una sola Cataluña uniforme, como tampoco hay una España cohesionada. La Cataluña abierta y multicultural de Barcelona poco tiene en común con la de las comarcas del interior. Cataluña es fruto de un frenético mestizaje y de la integración en su seno de diferentes comunidades que se han adaptado perfectamente a la idiosincrasia de lo catalán y lo reivindican con orgullo como propio. Cataluña tuvo un presidente cordobés, José Montilla, pero impensable sería tener un presidente catalán en España. Los catalanes no somos mejores que los castellanos, andaluces, gallegos y vascos, pero sí tan diferentes como puedan ser ellos y dueños de nuestro destino, y es innegable la existencia del pueblo catalán; lo que es más discutible es que por el hecho de ser pueblo tenga que tener estado propio. El conflicto no es entre ciudadanos, salvo cuando se les azuza convenientemente—el boicot a los productos catalanes que arranca de la época de José María Aznar, el más ferviente creador de independentistas—, sino entre clases políticas, clanes. Hay quien se ha envuelto durante años con la senyera, manchándola con una franja de mierda—la corrupción mafiosa del clan Pujol—, en un nacionalismo diseñado para su propio beneficio que da a la razón a Samuel Johnson y su frase pronunciada en el siglo XVIII de La patria es el refugio de los canallas. Pero hay también quien se envuelve en la bandera española. Y, miren por donde, no difieren mucho las dos enseñas.
Soy un escritor que se expresa en castellano. Siempre entendí y respeté el catalán, aunque no me salga escribirlo por haber nacido en el seno de una familia castellano parlante y la escritura es algo que fluye de muy adentro para poder cambiar alegremente el idioma. Utilicé el catalán a partir de los 33 años y en esos tres decenios que empleé el castellano en Cataluña nadie me lo reprochó nunca. Me salía catalán cuando hablaba con mi difunto perro; me sale con mi hijo mayor y con mi nieta, y utilizo de forma indistinta ambas lenguas según las personas o las circunstancias. Nunca fui independentista. Ni nacionalista. El ondear de cualquier bandera y la devoción popular por esas señas de identidad me conturba quizá porque tengo muy presente el culto a la rojigualda del aguilucho en mis años escolares. Creo en un mundo sin fronteras, intercultural e interétnico, aunque sé que es una utopía que parece estar cada vez más lejano. Me siento más próximo a un mendigo senegalés que ya no puede vivir del top manta y pide comida a la salida de un supermercado que a un banquero o político catalán. Pero también creo que es sagrada la opinión de la gente, y que hay que escucharla y aceptarla. Y saber lo que piensan mis vecinos, aunque no esté de acuerdo con ellos, no tiene porqué inspirar terror. Mejor una separación amistosa que una bronca ruptura tirándonos los platos a la cabeza, aunque España siga pensando que Cataluña es su brazo derecho y no esté dispuesta a dejárselo amputar.
Voy a seguir siendo extranjero, pase lo que pase ese cercano 9 N que me llena de curiosidad y estimula la especulación. Extranjero de mí mismo, sobre todo. Español en Cataluña. Catalán en España. Europeo en América. Mi mestizaje—abuelo toledano, padre madrileño, madre extremeña y yo nacido en Salamanca pero afincado en Cataluña desde los tres años—favorece mi equidistancia. Vivimos momentos convulsos en el ámbito internacional, pero también en el nacional. No nos damos mucha cuenta, pero entre todos estamos escribiendo la historia. Luego la contarán cómo les venga en gana, claro.
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