La voluntad que detuvo el avance de la tierra
Por José Antonio Olmedo López-Amor , 4 mayo, 2015
¿Cuántas veces hemos dicho que nada vence a las fuerzas de la naturaleza? ¿O cuántas otras hemos sucumbido ante amenazas que se perpetraban inexpugnables? Si bien la raza humana como especie se considera a sí misma como la más desarrollada del planeta y quizá del cosmos, el ser humano, al ser analizado de manera individual no coteja esa misma grandeza.
Y es que nadie duda a día de hoy acerca del potencial físico o mental de que dispone cualquier persona, sin embargo, todas esas virtudes pueden venirse abajo tras un desengaño, una pérdida o un accidente; si hay algo que diferencia a las personas ganadoras y plenas de las perdedoras y frustradas, es la voluntad.
Según el diccionario, la definición de la palabra «voluntad» significa algo así:
«La palabra voluntad proviene del latín voluntas, voluntātis (verbo volo = ‘querer’, y sufijo -tas, -tatis = ‘-dad’, ‘-idad’ en castellano), y consiste en la capacidad de los seres humanos y de otros animales que les mueve a hacer cosas de manera intencionada. Es la facultad que permite al ser humano gobernar sus actos, decidir con libertad y optar por un tipo de conducta determinado. La voluntad es el poder de elección con ayuda de la conciencia».
Por tanto, advertimos rápidamente que una de las graves carencias de las que adolece el ciudadano moderno, sin duda, es la voluntad; la persistencia, el empeño o la entereza, son factores importantísimos también, pero en todo caso se adscriben al motor principal de todo acto, la voluntad.
Se dice que en la actualidad, la voluntad individual de cualquier ciudadano, se disuelve y desaparece frente a los intereses del sistema; se dice también que los medios de comunicación —y de qué manera— influyen notoriamente en la conciencia de las personas y las condiciona directa o subliminalmente; el diseño de nuevas —y terribles— drogas de laboratorio que, nadie sabe cómo, se “comercializan”; y es que, anular la voluntad de un ser humano es convertirlo en marioneta, en esa dirección camina la siembra del capitalismo, del imperialismo, un escenario demasiado atractivo para aquel que pretende controlar el guiñol de la vida.
Los libros de Historia Contemporánea informan con total claridad y brevedad, de hecho, les basta con tan sólo un renglón, que la miseria y el hambre en el mundo fueron las principales consecuencias de la instauración del imperialismo. Un «daño colateral» dirían ahora, algo que muchos se esforzaron en aplicar y muy pocos en erradicar. Esa aplicación de un modelo de prosperidad económica dictatorial y violento, además de haberse arraigado, causa lo que llamamos «Tercer Mundo». Una parte de la humanidad disfruta el lujo y la gula, mientras que la otra subsiste en condiciones infrahumanas. Con esa realidad, aceptada por todos, convivimos. Aunque, por suerte, algunos seres humanos se resisten a asumirla y luchan contra ella protagonizando heroicas gestas que, además de asombrarnos, deberían ridiculizarnos e instarnos a imitarles.
En el Sahel, una región al norte de Burkina Faso, hace más de cuatro décadas que el desierto del Sáhara comenzó una desertificación progresiva procedente de Mali que amenazaba seriamente las condiciones de vida de sus pobladores. Si ya de por sí era complicado sobrevivir en esta zona debido a la pobreza, la escasez de recursos o la impunidad frente a la violencia de algunas sociedades del terror, a ello había que añadir la imparable expansión de un desierto que crecía y crecía provocando el éxodo masivo de las regiones del noroeste del país.
Yacouba Sawadogo era un humilde agricultor de apenas treinta años; afectado por las dramáticas consecuencias de la desertificación en su pueblo, pensó la forma de combatir esa tragedia paulatina con sus propias manos. Mientras los demás huían, Sawadogo decidió probar suerte utilizando una técnica de agricultura, ya en desuso, denominada «Zaï». Dicha técnica consistía en excavar agujeros en la tierra de veinte centímetros de profundidad, en su interior se depositaba estiércol y compost al lado de la semilla que se pretendía germinar. Tras tres largos años de perseverancia y una considerable extensión de tierra cultivada, llegó una temporada de lluvias que duplicó el resultado de las cosechas, con el tiempo, incluso se multiplicó por cuatro. Yacouba, lejos de regocijarse tras su éxito, decidió —entonces más que nunca— que esta técnica podía mejorar considerablemente la vida de sus compatriotas. Así que sin dilación, y teniendo en cuenta la envergadura del gigantesco desierto, fue consciente de que necesitaba ayuda y recorrió en moto todas las ciudades que, por su ubicación geográfica, eran susceptibles de sufrir el avance del desierto con la única misión de enseñar a los vecinos de la zona, tanto el éxito de sus técnicas como su forma de aplicarlas.
Este hecho hizo que los beneficios de una técnica actualizada como el «Zaï» se viesen incrementados y con ellos, la calidad de vida de los burkineses. Uno de los factores por los que se dice que fue actualizada esta técnica, es la plantación de árboles, de esta manera, sus profundas raíces mantienen por más tiempo la humedad en el terreno, un terreno que debe soportar, durante su estación más seca, el llamado «harmatán»: un viento continental proveniente del nordeste sahariano que “literalmente” seca la tierra.
Hoy, tras cuarenta años de lucha contra la naturaleza, Yacouba Sawadogo tiene casi setenta años y la satisfacción de ser uno de los benefactores más populares de su tierra, una tierra a la que nunca abandonó y por la que luchó sin importarle su propio sacrificio. Después de cuarenta años aguantando que lo llamaran loco, enfrentando su cuerpo y su mente al sol, a la lluvia, al viento, la obstinada tarea llevada a cabo por Sawadogo ha vuelto fértiles más de tres millones de hectáreas de tierra estéril, trayendo consigo mayores ingresos económicos para los agricultores, además de poner freno al éxodo rural y fortalecer el nivel de autosuficiencia alimentaria de las zonas reforestadas.
¿Cuántos Yacoubas conocemos en nuestro entorno? A lo largo de nuestra vida, ¿cuántos locos se convertirán en héroes sin que les hayamos brindado nuestra ayuda? Este tipo de personas son las que deberían ser referentes en la sociedad, referentes por su inquebrantable voluntad, sin embargo son los olvidados. Recuerdo la noticia de un niño en Sierra Leona que recogía componentes electrónicos de la basura y a fuerza de intentar repararlos y conectarlos llevó la luz eléctrica a los vecinos de su aldea; sus inventos, cada vez más complejos y “útiles” para la población, lo llevaron de ser autodidacta a convertirse en ingeniero y recibir invitaciones desde los Estados Unidos para completar su formación.
Hay quien no se detiene frente a la misma muerte, esos corazones que, no sólo son la viva encarnación de la voluntad, sino que entregan todo su talento a mejorar la vida de los demás, deberían obtener algo más que nuestro aplauso tardío. Cuando en la actualidad escucho noticias indignantes acerca de la corrupción, acerca de las dificultades de las familias para sobrevivir, los miles y millones de niños, no sólo en el umbral de la pobreza, sino esclavizados y en la más absoluta necesidad, escucho en boca de alguien que la solución a todo esto pasa por la llamada «voluntad política» y algo en mi interior se revuelve.
El nepotismo, la crueldad, la ambición, forman parte de otro acto de desertificación a gran escala, el que se lleva a cabo en nuestras almas. Por suerte, todos sabemos de algún cruzado soñador que contradice los cánones y las modas en los ámbitos más variopintos, raras avis que nadan a contracorriente en una sociedad cainita: humanistas que movilizan a todos sus contactos para dignificar la caridad convirtiéndola en solidaridad; funcionarios que se niegan a aplicar las crueles órdenes de sus jefes y son despedidos por ello o anónimos poetas que no venden su estilo y desempolvan métricas, cultismos y argumentos que, por más prístinos que sean, siguen y seguirán golpeando nuestras conciencias y reforestando las zonas quemadas de nuestro pensamiento.
Con el apoyo de los expertos internacionales, Yacouba Sawadogo ha recorrido el mundo como conferenciante invitado para transmitir el valioso legado de su experiencia. A día de hoy, el conocido como «el hombre que detuvo el avance del desierto» escucha como, en lugar de loco, le llaman héroe, y lejos de olvidar de dónde procede, lejos de volverse altanero o entregarse a las abrumadoras metamorfosis de la fama, Sawadogo es inmensamente feliz por poder ayudar a los suyos y confiesa sonriente hoy un antiguo deseo que siempre lo ha acompañado: “Me gustaría que la gente tuviera el valor de crecer a partir de sus raíces”.
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