Lágrimas en la lluvia
Por José Luis Muñoz , 27 julio, 2019
Siempre me gustó Rutger Hauer, aunque nunca llegara adónde se merecía por su talento. Siempre me pareció un tipo que iba por libre, libertario, no sujeto a los corsés que impone su profesión, lejos de ese falso glamour de las pasarelas de los festivales de cine. Creo que nunca lo vi con smoking. Ese era un punto a su favor. Ni era un chico bueno. Ese era otro punto a su favor, aunque no llegara a lo canallesco como Oliver Reed que murió en pleno rodaje de El reino de los cielos a consecuencia de una letal borrachera. Pero si Rutger Hauer estaba cerca de alguien era precisamente de ese tipo pendenciero que lucía con orgullo una cicatriz que le surcaba la mejilla. Al Rutger Hauer más auténtico lo conocí en Delicias turcas que se vendió como una película erótica subida de tono porque sus protagonistas se pasaban buena parte del film sin ropa y dándose placer corporal en los más diversos escenarios. La película más rompedora de Paul Verhoeven con la que consiguió el Oscar al film de habla no inglesa y su pasaporte de ida y vuelta para Hollywood. Delicias turcas respiraba frescura y naturalidad, era una alegoría sobre la corrupción de la carne, visceral, y una elegía al carpe diem. En un instante la muerte trunca la vida, sin previos avisos, y toda esa alegría de vivir carnal de los protagonistas se venía abajo. Rutger Hauer, testosterónico, con su cabellera larga color platino, su cuerpo musculoso y sus modales gamberros, estaba sublime, era un encantador malote. Su salto a Hollywood, a pesar de ser el ángel que robaba protagonismo a Harrison Ford en Blade Runner no acabó de cuajar. La película de Ridley Scott, la más celebrada de su director, se convirtió con los años en un film de culto y la frase del replicante Rutger Hauer, espléndidamente fotografiado, rescatando de caer al vació a Harrison Ford y su fraseado poético antes de expirar, ya forman parte de los momentos estelares del séptimo arte. Su carrera en Hollywood se movió dentro de la discreción. Al mismo tiempo que protagonizaba una película blanca sobre la Edad Media con Michelle Pfeiffer, Lady Halcón, a las órdenes de Richard Donner, ofreció su contrapunto oscuro en Los señores del acero, de nuevo con su mentor Paul Verhoeven, en donde ejercía de malo simpático que salvaba de una violación múltiple a Jennifer Jason Leigh violándola y reclamando su exclusividad. Trabajó más veces con el director holandés, con André Delvaux, hasta con Sam Peckinpah en una de sus obras menores, Clave Omega. Fue un estajanovista del cine que intervino hasta en 104 películas, casi siempre de secundario, pero yo no lo volví a ver hasta El molino y la cruz del polaco Lech Majewski, que nos introducía en un cuadro de Pieter Brueghel “el Viejo” que el actor holandés interpretaba, pero Rutger Hauer pasará a la historia como ese replicante perfecto, puro músculo, que antes de expirar recitó un monólogo lírico en Blade Runner y añadió, por su cuenta y riesgo: “Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir”. Quién sabe si esa fue también su última frase antes de expirar.
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