Las cuentas del titiritero
Por Fran Vega , 18 febrero, 2016
A mediados de junio de 2012, nuestro deprimido y deprimente presidente del gobierno tuvo el detalle de informarnos de que el reino al que tan complacidamente pertenecemos había pedido una pequeña ayuda al imperio germánico al que nos sometemos: 100.000 millones de euros que servirían para aliviar un poco las maltrechas arcas estatales y animar esos brotes verdes que ya se divisaban en el horizonte.
Y nos lo dijo contento, animadillo, alentándonos al sacrificio por el bien de la patria y de la reducción del déficit. Cierto es que habría que recortar un poquito por aquí y por allá, pero ¿qué importancia podía tener eso ante el halagüeño futuro que se nos ofrecía en boca de nuestro estadista-registrador?
Se presentó en directo una mañana de domingo, con la corbata nueva y recién peinado, para decirnos: «Miren ustedes, he pedido una ayuda que no es un rescate, nadie va a notar nada porque no es lo que parece y a partir de ahora y durante muchos años pagaremos una deuda para que en Alemania estén contentos y yo siga siendo presidente. Jódanse, buena gente».
Reconozcámoslo: ¿quién se hubiera atrevido a semejante desparpajo, valentía y sinceridad? Nadie. Ni Napoleón, ni Bismarck, ni Churchill, ni Roosevelt, ni Adenauer… Nadie. Al menos Churchill tuvo aquel ramalazo épico cuando asumió el gobierno una vez comenzada la segunda guerra mundial: «Solo puedo ofrecer tiempos de privaciones, sudor y lágrimas. Lucharemos en las playas. Lucharemos en los campos y en las calles. Iremos hasta el final. No nos rendiremos jamás».
Pero Mariano se fue al fútbol. Sí, al fútbol, porque esa tarde la selección española jugaba algún campeonato en algún lugar de Europa. Y ya está. Mientras tanto, el sudor y las lágrimas siguieron corriendo por el rostro de millones de ciudadanos y nuestros egregios dirigentes se dedicaron a hacer lo que mejor saben: leer la prensa deportiva y atender en cuanto pueden al ángel de la guarda.
Una legislatura después, después de toda una legislatura de recortes, abusos y privaciones sin cuento y sin fin, las cuentas del reino están aún mucho peor que aquel domingo en el que Mariano jaleaba las cabalgadas de los chicos nacionales sobre el césped. Tenemos menos y debemos más: ¿es posible? Es perfectamente posible, porque en el universo marianesco todo es posible. Todo.
Durante este largo y aburrido marianato, la deuda pública ha aumentado en 326.000 millones de euros, de modo que a día de hoy debemos la bonita suma de 1,069 billones de euros, es decir, el 100 % del PIB. Sumen a esto unos langostinos de Rodrigo Rato y un par de copas de Rita Barberá y comprenderán fácilmente que la cifra es escandalosa. Se trata del mayor incremento del déficit público en una sola legislatura, con el agravante de que ha sido la legislatura en la que mayores recortes se han aplicado en todos los departamentos ministeriales.
Las causas de este crecimiento de la deuda en tan solo cuatro años son complejas de explicar, pero no son ajenas al «no rescate» de 2012, al monumental endeudamiento de ayuntamientos y comunidades autónomas, al rescate de entidades financieras y, según el gobierno, a la manita que ha habido que echar a países como Grecia, Irlanda o Portugal.
Para que lo entendamos bien y claro: hemos trabajado más y hemos cobrado menos para pagar una deuda, pero resulta que la deuda sigue creciendo y nosotros seguimos sin poder cambiar la tapicería del sofá.
¿Y por qué, si nosotros hemos gastado menos porque teníamos menos para gastar y la administración también ha gastado menos porque recortaron su presupuesto, debemos más que cuando gastábamos más? Pues por dos razones que les explico en un periquete para no extenderme y correr el riesgo de que se me vayan a otra pantalla.
Por un lado, porque la política de austeridad propugnada por el eje financiero del mal no va a ningún lado. No sirve. No funciona. Se trata de que el gasto tenga una distribución acorde con las necesidades de quien gasta y de que la administración esté regida por cráneos con capacidad de decisión, no por monigotes de plasma que no saben pronunciar una frase completa sin equivocarse.
Y por otro, se trata de que la crisis anunciada hace casi ocho años no ha existido, no existe y no existirá. Hemos asistido, y asistimos todavía, a una estafa de proporciones hasta ahora desconocidas maquinada e ideada para poner fin a los derechos sociales duramente conquistados y para que la brecha entre ricos y pobres sea ya imposible de cruzar.
Debemos una cantidad de dinero equivalente a todo nuestro PIB. Y se supone que con las medidas económicas del gobierno que acaba de ganar las elecciones no solo íbamos a reducir esa deuda, sino que nos íbamos a convertir en la locomotora de Europa. Pero resulta que estamos más endeudados que antes, más arruinados, más empobrecidos y más envilecidos.
Hay titiriteros que pasan noches en prisión. A otros, sin embargo, habría que aplicarles su propia reforma del código penal no solo por estafa, sino por idiotez: prisión permanente revisable. O no revisable.
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