Las elecciones invisibles
Por Carlos Almira , 5 noviembre, 2016
Decía Alexis de Tocqueville (La Democracia en América), que «sólo aquellos que no hayan renunciado al hábito de dirigirse a sí mismos, serán capaces de escoger bien a quienes deberán conducirlos». Comprender bien esto es urgente si, como creo, lo que está en juego hoy en España, y en el mundo, no es tanto un modelo económico y social (que también), sino nuestra pura y simple libertad real, es decir, nuestra condición de personas..
Hasta hace muy poco hubiera sido una quimera, una boutade apocalíptica, plantear siquiera esta cuestión: nuestras libertades básicas, no sólo como personas privadas sino como ciudadanos, nuestras libertades privadas y públicas, ya no están garantizadas por nuestras instituciones parlamentarias (aunque sí, todavía, al menos las privadas, por una parte del llamado «Poder Judicial»). Desde el momento en que ya ni siquiera nuestro voto, solicitado cada cuatro años, o cada cuatro meses, nos garantiza una mínima, ínfima, influencia en las decisiones que unos y otros, adoptarán «en nuestro nombre». Estas decisiones, que afectan de manera decisiva a nuestra vida cotidiana, son por lo tanto, tan ajenas nosotros, a nuestra voluntad y a nuestra capacidad real de influir en ellas, como una erupción volcánica o un terremoto. Así, hoy podemos decir que la Naturaleza es un sistema democrático con la misma razón que si lo afirmamos de esas instituciones.
En este momento hay en el Congreso de los Diputados de España, por lo menos ciento cinco personas que ya no son representantes de quienes los votaron, sino sólo sujetos privados, o como mucho, gestores o «funcionarios» de una organización política. La cuestión es que, para muchos españoles que los votaron, sí que lo son (es como si se hubieran producido unas terceras elecciones invisibles en España). Yo sería aún más ingenuo de lo que soy, si pensara que la mayoría de los españoles comparten este punto de vista mío. Aunque hayan sido engañados y defraudados, sin que ninguna causa de fuerza mayor lo explique, ni lo justifique, una parte importante de esos votantes ha asumido los hechos consumados. Si yo hubiera votado al PSOE o a Ciudadanos en las últimas elecciones generales, ahora tendría, suponiendo que llegara a preocuparme todo esto, dos opciones: aceptar como normal y justo lo que ha pasado, más o menos a regañadientes o con humor, según me pillara y según mi talante, o bien rechazarlo. Si lo aceptara, entonces tendría a continuación que justificarme ante mí mismo, ya que, si estos señores (y señoras) me han engañado, es porque han podido, es decir, porque yo les he votado. Pero si no lo aceptara, me quedaría la opción de la pataleta moral, o bien otras de mayor calado. Cuanto más coherente fuera yo en esto, no con mis principios, como diría Groucho Marx, sino con mi conciencia y mi Razón, como diría Kant, más solo estaría, y más incomprendido. Pero a lo mejor, quién sabe, a la Razón no le gusten las multitudes.
Permítanme mis lectores una pequeña comparación. Porque es infinitamente más fácil y común amoldar los hechos a nuestras creencias que cambiar, aunque sea una sola, de nuestras creencias, cuando no concuerdan con los hechos. Yo podía haber nacido chino o australiano, y según esto, según mis creencias, ahora defendería a capa y espada una visión del mundo y unos objetivos que no tienen mucho que ver con los que tengo hoy como español. Es más, lo haría en la completa convicción de que nadie ni nada me ha obligado a ello, como si de facto yo lo hubiese elegido. Vuelve pues, al centro, el problema de la libertad. La mayoría de la gente cree, me parece, que ser libre consiste en poder plantearse objetivos personales en la vida y en que ninguna fuerza exterior a uno, los estorbe. Sin embargo, como escribía Tocqueville, a lo mejor ser libre es algo un poco más complicado. A lo mejor ser libre exige saber conducirse a uno mismo. A lo mejor no consiste en que alguien me autorice a tener mis propios planes y proyectos personales, sino en que yo pueda influir y participar en las normas que nos rigen a todos. Si esto es así, yo no soy menos libre porque la llamada Ley Mordaza restrinja mis derechos de expresión y manifestación, de tal modo que si esta norma fuera derogada yo recobraría una libertad perdida; sino que, con esta Ley como con cualquier otra menos restrictiva, yo no puedo ser libre, porque carezco de cualquier cauce legal, elemental, y pacífico, de participación en los asuntos públicos. ¿Y cómo puedo tenerlo si considero que mi voto es prácticamente un cheque en blanco?
Decía Kant que la Razón se plantea problemas que luego desbordan su capacidad para resolverlos. También decía que la Razón es capaz de «justificarlo» casi todo, con la única condición de renunciar a nuestra autonomía. De tal manera (y yo lo creo), que aunque el presidente del gobierno, el rey, o la presidenta del congreso (las minúsculas son intencionadas), fueran sorprendidos en flagrante delito, por ejemplo atracando un banco, habría muchas, muchas personas, que buscarían y encontrarían una «buena» razón para justificarlo, con tal de no cambiar sus principios y su visión de las cosas. Pues somos como cebollas o alcachofas, hechos a capas, de costumbres, ritos, inercias, supersticiones, y «razones», desde la infancia. Y lo crucial para la inmensa mayoría de nosotros, es que, sea lo que sea lo que pase fuera de nuestra alcachofa o nuestra cebolla, estas capas permanezcan intactas y lindas, hasta la muerte.
El actual «gobierno» (minúsculas) de España, no ha salido de las elecciones de junio sino de las últimas, de las elecciones invisibles de las últimas semanas de octubre con las que, lo siento, soy un optimista sin esperanza, la mayoría de los españoles lo han sancionado.
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